jueves, 10 de septiembre de 2015

PARECERES



Raquel, ya sé que siempre fuiste partidaria de las cosas simples, y que en cuanto cualquier situación requiere un análisis algo detallado te inquietas e incluso pierdes los nervios. Lo tuyo es una virtud, que duda cabe, y una forma sencilla (precisamente) de solucionar los problemas o hasta de obviarlos, al no considerarlos como tales. Hemos vivido juntos durante veinte años, y estarás de acuerdo conmigo en que sé de lo que hablo, aunque también puedas pensar, como yo, que la mera convivencia no es una garantía absoluta de mutuo conocimiento y que, por paradójico que pueda parecer, también podríamos ser unos auténticos desconocidos el uno para el otro. Y ambas conclusiones no son contradictorias, en la medida de que siempre habrá aspectos del otro que se nos pueden escapar, bien por su hermetismo o porque no nos interese enterarnos de ellos. Después de todo, esto no es nada nuevo, y ya Toynbee, el famoso historiador británico, concluyó que cuando dos civilizaciones entran en contacto, lo normal es que una coja de la otra solo los aspectos más superficiales, algo que a mi parecer y haciendo un paralelismo, es perfectamente aplicable a las relaciones humanas. La nuestra sin ir más lejos.
Valga esta pequeña introducción para entrar en materia, que es lo que en estos momentos me interesa. Vaya, no obstante, por delante, que sé que quizás no sea este el momento más oportuno, cuando acabas de llegar a la playa de vacaciones con los chicos y sin duda intentarás descansar y recargar pilas, después de un año (lo sé) para ti excesivamente complicado en tu trabajo. Pero, qué quieres que te diga, mis tardes en soledad a la salida del mío (decir “mis tardes de Rodríguez me parece una horterada), me brindan la ocasión para reflexionar sobre determinados problemas entre nosotros, poco abordables durante el resto del año. El asunto es que cada vez se me hace más evidente que te conozco demasiado poco e incluso, yendo más al fondo y siendo verdaderamente sincero, que verdaderamente no te conozco de nada. Ya sé que al leer esto puedes pensar que desvarío o que estos días solo en Madrid me están sentando mal, pero te equivocas. Esto es algo sobre lo que en mis momentos más auténticos he reflexionado con sinceridad, y es una conclusión que aunque me duele y descorazona, es dolorosamente cierta. Raquel, no me refiero, como supongo que puedes llegar a imaginar, a aspectos tuyos que desde luego me sé al dedillo, como tu inveterada costumbre de ir semanalmente a la peluquería o mantener unas conversaciones por teléfono inacabables (y desquiciantes) con Pilar en los momentos más inoportunos, sino un conocimiento auténtico sobre tu “verdadero ser”, ese que todos, lo queramos o no, guardamos en nuestro interior incluso sin ser conscientes de ello. Porque, por ejemplo, dónde estás tú realmente esas tardes del domingo frente al televisor, cuando percibo tu mirada perdida por encima del aparato, absolutamente ajena a la película de la sobremesa, que sé que te tiene sin cuidado o que incluso te carga. Estás ausente, es cierto, pero yo no estoy contigo, y por tanto, al hurtarme tu verdadera presencia, nuestra cercanía no deja de ser una burda imitación de la auténtica proximidad, del verdadero conocimiento. Sé sincera, en esos momentos y en muchos otros que no voy a mencionar, somos dos extraños que en su día cometieron la equivocación de irse a vivir juntos (sabes que hacer referencia al matrimonio dada mi concepción laica de la vida me irrita sobremanera). Bueno, incluso, para no molestarte, puedo admitir que más que estrictamente juntos, nos fuimos a vivir en pareja. Las mujeres sois unas románticas incurables, y esto además de ser una virtud, puede llegar a ser casi una patología, recuerda que “romántico” viene del francés (y supongo que yendo hacia atrás del latín, luego miraré wikipedia) y significa novela. Noveleras, por lo tanto, y no te ofendas, fantasiosas, imaginativas, esas cosas…
Piensa, y trato ahora de ponerte otro ejemplo (espero que no te lo tomes a mal), que puede ser aún más significativo. Te he observado en el dormitorio las veces que estamos juntos, que siempre al terminar te quedas un buen rato de espaldas con la mirada perdida en el techo (¡en el techo, te das cuenta!), como si tu auténtico ser se ausentara del lugar y me dejara a mí a tu lado como a un trasto inútil que has utilizado de una forma mecánica, casi como se acepta un precepto obligatorio al que uno se ha habituado pero que no significa gran cosa (si fuera religioso, diría que de la misma manera que no pocos católicos asisten a misa los domingos) Porque seamos sinceros ¿dónde estás tú en esos momentos? Tu “yo verdadero”, quiero decir, ese que se me escapa como agua entre los dedos en los momentos que más necesitaría. Ya sé que podrías responderme que dramatizo, y que con el tiempo lo que anteriormente fue trascendental se hace trivial sin por ello perder su importancia. Y quizás sea así y tengas razón, pero ¿qué quieres que te diga? Añoro tu cabeza en mi hombro viendo la televisión y riéndonos con las idioteces de los cómicos españoles en las películas de los sesenta…y no digo nada de aquella costumbre que tenías de fumar un pitillo después y tu mirada soñadora viendo ascender las volutas de humo hasta el techo. El techo sí, como ahora, pero era otra cosa que ya no volverá. Que hayas dejado de fumar hace la situación más sana, pero mucho más aséptica.
Raquel, espero que no te tomes a mal lo que te acabo de decir. Reflexiona sobre ello, que, después de todo, y a pesar de lo dicho con anterioridad, no es sino un deseo de acercamiento a ti, la persona de la que, con todas las pegas que quieras, todavía sigo enamorado. Pronto me darán las vacaciones y nos veremos en la playa, pero sobre todo intenta que los niños no se enteren del contenido de esta carta, siempre han sido muy sensibles, como tú, y no querría amargarles el verano. Un beso. Rafael.

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