Raquel, ya sé
que siempre fuiste partidaria de las cosas simples, y que en cuanto cualquier
situación requiere un análisis algo detallado te inquietas e incluso pierdes
los nervios. Lo tuyo es una virtud, que duda cabe, y una forma sencilla (precisamente)
de solucionar los problemas o hasta de obviarlos, al no considerarlos como tales.
Hemos vivido juntos durante veinte años, y estarás de acuerdo conmigo en que sé
de lo que hablo, aunque también puedas pensar, como yo, que la mera convivencia
no es una garantía absoluta de mutuo conocimiento y que, por paradójico que
pueda parecer, también podríamos ser unos auténticos desconocidos el uno para
el otro. Y ambas conclusiones no son contradictorias, en la medida de que
siempre habrá aspectos del otro que se nos pueden escapar, bien por su
hermetismo o porque no nos interese enterarnos de ellos. Después de todo, esto
no es nada nuevo, y ya Toynbee, el famoso historiador británico, concluyó que
cuando dos civilizaciones entran en contacto, lo normal es que una coja de la
otra solo los aspectos más superficiales, algo que a mi parecer y haciendo un
paralelismo, es perfectamente aplicable a las relaciones humanas. La nuestra
sin ir más lejos.
Valga esta
pequeña introducción para entrar en materia, que es lo que en estos momentos me
interesa. Vaya, no obstante, por delante, que sé que quizás no sea este el
momento más oportuno, cuando acabas de llegar a la playa de vacaciones con los
chicos y sin duda intentarás descansar y recargar pilas, después de un año (lo
sé) para ti excesivamente complicado en tu trabajo. Pero, qué quieres que te
diga, mis tardes en soledad a la salida del mío (decir “mis tardes de Rodríguez
me parece una horterada), me brindan la ocasión para reflexionar sobre
determinados problemas entre nosotros, poco abordables durante el resto del
año. El asunto es que cada vez se me hace más evidente que te conozco demasiado
poco e incluso, yendo más al fondo y siendo verdaderamente sincero, que
verdaderamente no te conozco de nada. Ya sé que al leer esto puedes pensar que
desvarío o que estos días solo en Madrid me están sentando mal, pero te
equivocas. Esto es algo sobre lo que en mis momentos más auténticos he
reflexionado con sinceridad, y es una conclusión que aunque me duele y
descorazona, es dolorosamente cierta. Raquel, no me refiero, como supongo que
puedes llegar a imaginar, a aspectos tuyos que desde luego me sé al dedillo,
como tu inveterada costumbre de ir semanalmente a la peluquería o mantener unas
conversaciones por teléfono inacabables (y desquiciantes) con Pilar en los
momentos más inoportunos, sino un conocimiento auténtico sobre tu “verdadero
ser”, ese que todos, lo queramos o no, guardamos en nuestro interior incluso
sin ser conscientes de ello. Porque, por ejemplo, dónde estás tú realmente esas
tardes del domingo frente al televisor, cuando percibo tu mirada perdida por
encima del aparato, absolutamente ajena a la película de la sobremesa, que sé
que te tiene sin cuidado o que incluso te carga. Estás ausente, es cierto, pero
yo no estoy contigo, y por tanto, al hurtarme tu verdadera presencia, nuestra
cercanía no deja de ser una burda imitación de la auténtica proximidad, del
verdadero conocimiento. Sé sincera, en esos momentos y en muchos otros que no
voy a mencionar, somos dos extraños que en su día cometieron la equivocación de
irse a vivir juntos (sabes que hacer referencia al matrimonio dada mi
concepción laica de la vida me irrita sobremanera). Bueno, incluso, para no
molestarte, puedo admitir que más que estrictamente juntos, nos fuimos a vivir
en pareja. Las mujeres sois unas románticas incurables, y esto además de ser
una virtud, puede llegar a ser casi una patología, recuerda que “romántico”
viene del francés (y supongo que yendo hacia atrás del latín, luego miraré
wikipedia) y significa novela. Noveleras, por lo tanto, y no te ofendas,
fantasiosas, imaginativas, esas cosas…
Piensa, y trato
ahora de ponerte otro ejemplo (espero que no te lo tomes a mal), que puede ser
aún más significativo. Te he observado en el dormitorio las veces que estamos
juntos, que siempre al terminar te quedas un buen rato de espaldas con la
mirada perdida en el techo (¡en el techo, te das cuenta!), como si tu auténtico
ser se ausentara del lugar y me dejara a mí a tu lado como a un trasto inútil
que has utilizado de una forma mecánica, casi como se acepta un precepto
obligatorio al que uno se ha habituado pero que no significa gran cosa (si
fuera religioso, diría que de la misma manera que no pocos católicos asisten a
misa los domingos) Porque seamos sinceros ¿dónde estás tú en esos momentos? Tu “yo
verdadero”, quiero decir, ese que se me escapa como agua entre los dedos en los
momentos que más necesitaría. Ya sé que podrías responderme que dramatizo, y
que con el tiempo lo que anteriormente fue trascendental se hace trivial sin
por ello perder su importancia. Y quizás sea así y tengas razón, pero ¿qué
quieres que te diga? Añoro tu cabeza en mi hombro viendo la televisión y
riéndonos con las idioteces de los cómicos españoles en las películas de los sesenta…y
no digo nada de aquella costumbre que tenías de fumar un pitillo después y tu
mirada soñadora viendo ascender las volutas de humo hasta el techo. El techo
sí, como ahora, pero era otra cosa que ya no volverá. Que hayas dejado de fumar
hace la situación más sana, pero mucho más aséptica.
Raquel, espero
que no te tomes a mal lo que te acabo de decir. Reflexiona sobre ello, que,
después de todo, y a pesar de lo dicho con anterioridad, no es sino un deseo de
acercamiento a ti, la persona de la que, con todas las pegas que quieras,
todavía sigo enamorado. Pronto me darán las vacaciones y nos veremos en la
playa, pero sobre todo intenta que los niños no se enteren del contenido de
esta carta, siempre han sido muy sensibles, como tú, y no querría amargarles el
verano. Un beso. Rafael.
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