Aquel día al salir a la calle, RX manifestó que todo le había
parecido diferente, pero que, sin embargo, por su aspecto no daba tal
impresión, sino la de llevar allí mucho tiempo, lo que no dejaba de ser una
contradicción. Las avenidas se hallaban en esos momentos festoneadas de
helechos y unos árboles vetustos parecidos a los sauces pero desprovistos de
corteza, casi desnudos, habiendo desaparecido los tradicionales plátanos. Y al
entrar en el bar donde solía desayunar, su interior le resultó casi desconocido,
un lugar de encuentro, desde luego, pero cuya finalidad, no parecía evidente.
Unos clientes se apiñaban en una de las esquinas del local y permanecían en
silencio, casi absortos, como si estuvieran a la espera de algo que no tardaría
en ocurrir. Otros, acodados en la barra, charlaban sobre temas que a él le
resultaban totalmente ajenos, pero que en ellos parecían ocupar por completo
sus mentes. Y finalmente, en el otro extremo del local, un tercer grupo
alrededor de unas mesas de madera con formas extrañas, parecían comer y beber
sin medida, como si esa fuera su única función y en ello les fuera la vida.
Dotados posiblemente de unos estómagos sin fondo, comían interminablemente,
pues en cuanto acababan lo que estaba sobre la mesa, sobre todo guisos y
embutidos, unas mujeres vestidas de aldeanas les traían nuevas vituallas, que
eran recibidas con muestras de alborozo, y hacían que se abalanzasen sobre
ellas sin el menor rescato ni compostura, dando la impresión de tratarse de
alimañas disputándose una presa. Era evidente que tampoco las nuevas viandas
iban a durar demasiado y que otra tanda sería servida a no tardar. Respecto a
las camareras, se trataba de mujeres vitales y rubicundas que, de ser
conocidas, hubieran hecho las delicias de Rubens tiempo atrás. Parecían jóvenes,
pero su comportamiento dejaba ver bien a las claras que tal hecho no suponía
que no fueran expertas en otras artes diferentes de las de su propio oficio,
las amatorias sin ir más lejos. La edad de los varones oscilaba entre la de
jovencitos que daban la impresión de empezar a conocer mundo, hasta la de
venerables ancianos a punto de ser llamados por la Parca.
Dice que pasado un rato, incapaz de integrarse en ninguno de
los grupos, el ambiente del lugar se le hizo asfixiante, cosa por otro lado
lógica pues todos ellos, independientemente de las características reseñadas,
parecían bastante cerrados en sí mismos, casi herméticos, y resultaba más que
dudoso que admitieran en su seno a nadie ajeno, por mucho empeño que se pusiera
en ello. Decidió por lo tanto salir del local para recuperar la realidad
cotidiana, y abandonar lo que en su cabeza empezaba a cobrar la forma de una
pesadilla producto de un mal sueño, lo que le hizo recordar que aquella noche
había dormido mal y se había despertado en varias ocasiones. Ya afuera, lo
primero que percibió de inmediato es que aquel lugar le resultaba totalmente
desconocido, hasta tal punto que a las calles ni siquiera se la podía denominar
con propiedad por tal nombre. Allí nada parecía artificial, fruto del trabajo
del hombre, sino que surgía de la tierra de forma natural como si fuera un
producto de la misma. Efectivamente, se trataba sobre todo de vegetación, pero
también abundaban las protuberancias de materiales desconocidos de formas
irregulares y extrañas, que a él le resultaban totalmente novedosas. Por otro
lado, los árboles, que había contemplado antes de entrar en el bar y le habían
recordado vagamente a los álamos y sauces de las orillas del río en su infancia,
habían desaparecido, y en su lugar habían surgido gruesas matas y bardales
espesísimos, que en algunos lugares llegaban a ocultar el horizonte. Los
edificios en los que supuestamente debían vivir los habitantes de la población,
le hacían evocar por su color y formas irregulares, a las construcciones de
Capadocia en la Anatolia interior, con la peculiaridad de que su estructura era
cambiante, pues si en un momento determinado podían alcanzar los cincuenta
metros de altura, al siguiente no levantaban más de tres palmos del suelo.
El cielo también le resultaba extraño, y más que lo que tal
palabra suele describir en el lenguaje cotidiano, parecía un techo o, en todo
caso, un toldo de colores tornasolados, en el que por cierto no brillaba sol
alguno, ni era recorrido por nada que se pudiese describir con la palabra
“nube”. Su color como bien se puede imaginar, variaba continuamente, cambiando
de los colores cálidos de las latitudes tropicales a otros fríos y acerados,
entre los que por su permanencia, destacaban el azul cobalto y el magenta. En
determinados momentos se hacía multicolor, y le recordaban a los del arco iris
decretando el final de la lluvia, lo que le llevó a imaginar la bandera festiva
de los gays y lesbianas, y a suponer, con toda lógica, que se hallaba en un
lugar fabricado ex profeso para este tipo de ciudadanos no reproductores.
La cascada de imágenes y emociones diferentes que ocuparon su
mente en tan corto espacio de tiempo, hizo que RX sintiera un deseo
irrefrenable de volver a su casa y refugiarse en la comodidad habitual de su
interior, que hasta entonces había sido la característica más sobresaliente de
su vida. Al intentar hacerlo, sin embargo, se dio cuenta de que la puerta de acceso
al edificio estaba tapiada y sobre ella un cartel que advertía “las cosas
cambian y hay que estar preparados para ello”. RX, confundido y al borde de la
desesperación, acabó sentándose ante lo que en otro momento había sido el
umbral, y antes de cualquier otro cambio tuviese lugar, fue capaz de pensar que
quizás todo permanecía igual, que solo él había cambiado y debía estar
perdiendo la cabeza. Algo que finalmente aceptó y le hizo sonreír. Si a una
mueca se le puede llamar una sonrisa, claro está.
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