sábado, 5 de septiembre de 2015

ZAMBULLIDAS



He conocido a Ambrosio en la piscina. Estamos a finales del verano pero el buen tiempo ha hecho que las autoridades municipales prolonguen un poco más la temporada. A pesar de todo, casi no hay nadie; es natural, por un lado ayer empezaron los colegios, y como es lógico los padres de los alumnos suelen trabajar. Y en cualquier caso, como ya se sabe, la gente es de costumbres fijas y al llegar el uno de Septiembre todo el mundo da la temporada por finiquitada aunque haga un calor ecuatorial, como es el caso. Ambrosio, como yo, debe ser un desocupado y hasta el momento de presentarnos le observé pasear inquieto de un lado para otro al borde de la piscina. Lo curioso es que yo tenía la impresión de que en cualquier momento se iba a tirar al agua, pues en algunas ocasiones parecía perder el equilibrio (lo que lo haría inevitable), y en otras, él mismo adoptaba la postura de un nadador profesional a punto de zambullirse al inicio de una prueba. Pero finalmente no fue así, y en un momento dado se dirigió con paso decidido hacia mí y se presentó sin más preámbulos. Ambrosio Fernández Palomares, exclamó con una voz bien timbrada, como si estuviera presentándose ante un tribunal o una oficina de Hacienda, al ser requerido por algún asunto turbio o de cierta trascendencia. Yo le  respondí de inmediato como Andrés Palomeque Garcíatorena, un nombre que no tiene nada que ver con el mío, pero que fue el primero que se me vino a la cabeza. La rapidez de mi contestación pareció sorprenderle, y cuando intentó continuar, balbuceó algo incomprensible visiblemente azorado para, punto seguido, coger carrerilla y lanzarse de cabeza a la piscina.
Poco después, reapareció varios metros más allá tras un somero buceo, momento en el que me di cuenta de la entrada  en las instalaciones municipales de un grupo de niños acompañados por un monitor. Este, después de mandarles sentar en mis inmediaciones, inició una charla sobre la importancia de la naturaleza en la ciudad, para lo cual les señalaba con tal insistencia el árbol bajo el cual estaba yo sentado, que casi me doy por aludido, pues los chicos parecía más intrigados por mi aspecto de viejo carcamal solitario que por la vegetación del lugar. Casi inmediatamente después, cuando yo empezaba a interesarme por la charla, volvió a aparecer Ambrosio totalmente empapado, que se dirigió a mí con la misma decisión de la vez anterior, puntualizando: “artista, Ambrosio Fernández Palomares, artista”. Y ha recalcado su profesión con, a mi parecer, la intención de que le preguntara cual era, algo que al anticiparlo y parecerme su actitud un tanto presuntuosa,  no he hecho, a la espera de que él mismo lo hiciera. Lo ha hecho casi de inmediato como escultor, lo que me hubiera dado pie a hacer referencia a Fidias, Praxíteles o Chillida, pero como no le he preguntado nada en absoluto (que sin duda es lo que él pretendía), y me he puesto a divagar sobre los diferentes tipos de árboles del lugar siguiéndole el juego al monitor, momento en el que ha reaccionado con un poco disimulado mal humor, y se ha zambullido de nuevo en la piscina, esta vez haciendo lo que los niños llaman “la bomba”,  dando así a entender por la violencia de su impacto en el agua, que mi actitud y falta de interés no le habían parecido para nada correctos.
Cuando poco más tarde se ha vuelto a presentar delante de mí, ni siquiera le he dado tiempo para abrir la boca, y le he dicho como si fuera una lección recién aprendida, que no son lo mismo las plantas fanerógamas que las criptógamas, y que haría muy mal en pensar que las monocotiledóneas y las dicotiledóneas son la misma cosa. Esta vez, sin embargo no se ha mostrado sorprendido por mi discurso, ya que se ha sentado con el grupo de chicos y ha permanecido con ellos muy atento a las explicaciones del monitor. Mis palabras habían obrado el milagro de convertir en un instante a aquel hombre aparentemente desequilibrado y posiblemente un artista fracasado, en un amante de la botánica, pues a partir de entonces no ha abandonado el grupo, dando por completo la impresión de haberse integrado en el mismo con total normalidad, a pesar de la diferencia de edad y del hecho incontestable de haberse quitado el bañador, hecho que pude apreciar al alejarme del lugar.
No quise saber como terminaba la situación, que una vez puestos en pie debería hacer palpable la evidencia de la falta de adecuación del adulto Ambrosio Fernández Palomares con un grupo de niños que en el mejor de los casos, no sobrepasaban los diez años de edad. En los vestuarios, eso es cierto, me pareció percibir cierto revuelo en el exterior y algunos gritos, de lo que pude colegir que algo estaba pasando, aunque intenté despistarme y no darme por enterado poniendo mi transistor a todo volumen. Al abandonar las instalaciones, todo parecía haber vuelto a la calma, y no percibí signos llamativos de algún tipo de incidente, a no ser varias sillas volcadas cerca de la salida y a la supervisora dando muestras de agobio con la respiración agitada e incluso sofoco. Ya en la calle, varios coches de policía con las luces de emergencia rotatorias funcionando, me dieron una pista bastante fiable de que era bastante posible que Ambrosio, el frustrado escultor del “Peine de los vientos”, pudiera estar pasando por ciertos trámites que podían llevarle una temporada a la sombra o a disposición de los servicios médicos pertinentes.
Al día siguiente volví a la piscina, pues el calor seguía siendo inaguantable, pero para mi sorpresa, según indicaba un cartel a tal efecto, estaba cerrada por una situación sobrevenida de forma imprevista el día anterior, aconsejándose a los usuarios otra piscina próxima, y recordándoles encarecidamente la obligación de utilizar “las prendas de baño habituales” (sic), con lo que la situación se me hizo si cabe aún más clara.

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