He conocido a
Ambrosio en la piscina. Estamos a finales del verano pero el buen tiempo ha
hecho que las autoridades municipales prolonguen un poco más la temporada. A
pesar de todo, casi no hay nadie; es natural, por un lado ayer empezaron los
colegios, y como es lógico los padres de los alumnos suelen trabajar. Y en
cualquier caso, como ya se sabe, la gente es de costumbres fijas y al llegar el
uno de Septiembre todo el mundo da la temporada por finiquitada aunque haga un
calor ecuatorial, como es el caso. Ambrosio, como yo, debe ser un desocupado y
hasta el momento de presentarnos le observé pasear inquieto de un lado para
otro al borde de la piscina. Lo curioso es que yo tenía la impresión de que en
cualquier momento se iba a tirar al agua, pues en algunas ocasiones parecía
perder el equilibrio (lo que lo haría inevitable), y en otras, él mismo
adoptaba la postura de un nadador profesional a punto de zambullirse al inicio
de una prueba. Pero finalmente no fue así, y en un momento dado se dirigió con
paso decidido hacia mí y se presentó sin más preámbulos. Ambrosio Fernández Palomares,
exclamó con una voz bien timbrada, como si estuviera presentándose ante un
tribunal o una oficina de Hacienda, al ser requerido por algún asunto turbio o
de cierta trascendencia. Yo le respondí
de inmediato como Andrés Palomeque Garcíatorena, un nombre que no tiene nada
que ver con el mío, pero que fue el primero que se me vino a la cabeza. La rapidez
de mi contestación pareció sorprenderle, y cuando intentó continuar, balbuceó
algo incomprensible visiblemente azorado para, punto seguido, coger carrerilla
y lanzarse de cabeza a la piscina.
Poco después,
reapareció varios metros más allá tras un somero buceo, momento en el que me di
cuenta de la entrada en las instalaciones
municipales de un grupo de niños acompañados por un monitor. Este, después de
mandarles sentar en mis inmediaciones, inició una charla sobre la importancia
de la naturaleza en la ciudad, para lo cual les señalaba con tal insistencia el
árbol bajo el cual estaba yo sentado, que casi me doy por aludido, pues los
chicos parecía más intrigados por mi aspecto de viejo carcamal solitario que
por la vegetación del lugar. Casi inmediatamente después, cuando yo empezaba a
interesarme por la charla, volvió a aparecer Ambrosio totalmente empapado, que
se dirigió a mí con la misma decisión de la vez anterior, puntualizando: “artista,
Ambrosio Fernández Palomares, artista”. Y ha recalcado su profesión con, a mi
parecer, la intención de que le preguntara cual era, algo que al anticiparlo y
parecerme su actitud un tanto presuntuosa,
no he hecho, a la espera de que él mismo lo hiciera. Lo ha hecho casi de
inmediato como escultor, lo que me hubiera dado pie a hacer referencia a
Fidias, Praxíteles o Chillida, pero como no le he preguntado nada en absoluto
(que sin duda es lo que él pretendía), y me he puesto a divagar sobre los
diferentes tipos de árboles del lugar siguiéndole el juego al monitor, momento
en el que ha reaccionado con un poco disimulado mal humor, y se ha zambullido
de nuevo en la piscina, esta vez haciendo lo que los niños llaman “la bomba”, dando así a entender por la violencia de su
impacto en el agua, que mi actitud y falta de interés no le habían parecido
para nada correctos.
Cuando poco más
tarde se ha vuelto a presentar delante de mí, ni siquiera le he dado tiempo
para abrir la boca, y le he dicho como si fuera una lección recién aprendida,
que no son lo mismo las plantas fanerógamas que las criptógamas, y que haría
muy mal en pensar que las monocotiledóneas y las dicotiledóneas son la misma
cosa. Esta vez, sin embargo no se ha mostrado sorprendido por mi discurso, ya
que se ha sentado con el grupo de chicos y ha permanecido con ellos muy atento
a las explicaciones del monitor. Mis palabras habían obrado el milagro de
convertir en un instante a aquel hombre aparentemente desequilibrado y
posiblemente un artista fracasado, en un amante de la botánica, pues a partir
de entonces no ha abandonado el grupo, dando por completo la impresión de
haberse integrado en el mismo con total normalidad, a pesar de la diferencia de
edad y del hecho incontestable de haberse quitado el bañador, hecho que pude
apreciar al alejarme del lugar.
No quise saber
como terminaba la situación, que una vez puestos en pie debería hacer palpable
la evidencia de la falta de adecuación del adulto Ambrosio Fernández Palomares
con un grupo de niños que en el mejor de los casos, no sobrepasaban los diez
años de edad. En los vestuarios, eso es cierto, me pareció percibir cierto
revuelo en el exterior y algunos gritos, de lo que pude colegir que algo estaba
pasando, aunque intenté despistarme y no darme por enterado poniendo mi
transistor a todo volumen. Al abandonar las instalaciones, todo parecía haber
vuelto a la calma, y no percibí signos llamativos de algún tipo de incidente, a
no ser varias sillas volcadas cerca de la salida y a la supervisora dando
muestras de agobio con la respiración agitada e incluso sofoco. Ya en la calle,
varios coches de policía con las luces de emergencia rotatorias funcionando, me
dieron una pista bastante fiable de que era bastante posible que Ambrosio, el
frustrado escultor del “Peine de los vientos”, pudiera estar pasando por
ciertos trámites que podían llevarle una temporada a la sombra o a disposición
de los servicios médicos pertinentes.
Al día siguiente
volví a la piscina, pues el calor seguía siendo inaguantable, pero para mi
sorpresa, según indicaba un cartel a tal efecto, estaba cerrada por una
situación sobrevenida de forma imprevista el día anterior, aconsejándose a los
usuarios otra piscina próxima, y recordándoles encarecidamente la obligación de
utilizar “las prendas de baño habituales” (sic), con lo que la situación se me
hizo si cabe aún más clara.
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