miércoles, 16 de septiembre de 2015

CONSTRUCCIONES



El batallón se ha concentrado en el patio del cuartel. Al parecer el Jefe quiere dirigir  unas palabras a la unidad pues lo más probable es que mañana embarque y zarpe con rumbo desconocido para una misión muy peligrosa. No se sabe exactamente de qué se trata aunque se supone que será una operación anfibia en el norte de África: los moros siempre fueron su enemigo potencial. Después de todo es lo lógico, teniendo en cuenta que Francia y Portugal son amigos declarados desde hace décadas, Rusia ya no es comunista, China solo lo es a medias y otros posibles enemigos están demasiado lejos.
Sin embargo, con la tropa ya en formación a la espera de que el jefe se pronuncie, de una de las puertas del pabellón de la segunda compañía sale un tipo vestido con uniforme de gala y grita “¡Han matado a Vladimir!”, lo que rompe de inmediato la secuencia prevista. Por unos instantes la confusión se adueña de la tropa, y todos nos miramos dubitativos hasta que la misma voz prosigue “¿A qué esperan? ¡Orden de combate en Prevención!” Las unidades salen de estampida hacia la entrada del cuartel dispuestas a defender al batallón o a Vladimir, si tal fuera el caso (aunque verdaderamente para este último sería un poco tarde). El problema principal  estriba en que nadie sabe quien es ese tipo, y en todo caso, dado que está muerto, no parece que haya demasiado que hacer, a no ser darle cristiana sepultura. Corremos, sin embargo hacia  el local de la Guardia de Prevención como si en ello nos fuera la vida, y al llegar, tratándose de cerca de ochocientos hombres, se arma un enorme barullo que bloquea la salida e impide cualquier acción.
Los que han podido llegar a primera fila y están delante de la explanada frente al acuartelamiento, parecen asombrados por un descubrimiento que les deja mudos de estupor. Parece ser que el llano se ha convertido en una catedral del llamado gótico flamígero, y que a su alrededor han surgidos innumerables edificios de  bellísima factura que, según dice uno de los entendidos de la vanguardia, recuerda a los templos y pagodas de Angkor-Bat, vegetación incluida. Por extraño que parezca, a pesar de las voces de mando del Jefe de la Unidad y el tipo vestido de gala, que es su ayudante, la tropa no toma ninguna acción bélica propiamente dicha, sino que, bien al contrario, presa de un furor botánico/arquitectónico incontrolable, se dispone en corrillos, en los que se debate con vehemencia el origen de la transformación y el sentido de la mezcla de dos épocas y estilos absolutamente dispares, separados en el espacio por decenas de miles de kilómetros y en hábitats muy diferentes, pues si en uno proliferan los quercus y las coníferas en otro lo hacen los tropicales y la vegetación lujuriante.
A esto se le suma poco después, que los que tienen mejor vista han detectado entre la maraña arborícola, unas pequeñas edificaciones que por su factura, trazado y robustez apuntan al románico lombardo, con profusión de capiteles, archivoltas y cimborrios. Vladimir ha desaparecido según todas las informaciones (hay quien opina que jamás existió), y el enemigo, si es que tal existe, debe estar refugiado en el interior de tales edificaciones haciéndole poco menos que invulnerable, pues nadie está dispuesto a asolar tales obras de arte. Hay quienes (sin duda los más extremistas), están dispuestos a coger la piqueta y la dinamita y proceder a su demolición sin miramientos. “Después de todos ellos están haciendo lo mismo en Palmira” es una de las frases más repetidas de los que urgen la entrada en combate de la compañía de zapadores. Afortunadamente el Teniente Coronel jefe del batallón se hace oír a través de los servicios de megafonía y detiene a dicha unidad, que ya se aprestaba a la acción.
Paralizada pues la intervención del batallón, el jefe del mismo y los capitanes y oficiales de las compañías deciden en una reunión relámpago, que lo más conveniente sería reconvertirlo en una unidad de investigación cuyo único objetivo sea la identificación del tal Vladimir, del que nadie sabe nada, pues no se tiene idea de que entre los integrantes haya ningún ruso (lo que sin duda debe ser -o haber sido- el mencionado). En cualquier caso, el jefe, siguiendo una secuencia racional de tipo cartesiano, decide interrogar al ayudante (de quien partió la alarma) sobre la causa que originó su grito. Este, hombre poco dado a los silogismos aristotélicos y proclive al gongorismo y la aleatoriedad, al verse sorprendido por una pregunta que no esperaba, parece en un primer instante titubear, pero poco después, como si se tratara de una respuesta-tipo de un contestador automático, manifiesta que siguió las órdenes de “su ser interior”, para añadir punto seguido “aunque pudiera darse el caso de que el tal Vladimir fuera yo mismo”. El jefe, consciente de inmediato de la arbitrariedad y contradicción de la respuesta, decide que su ayudante no está en sus cabales, y da las órdenes precisas para que el servicio sanitario tome las medidas oportunas y lo retire del lugar (“si es preciso con camisa de fuerza”, puntualiza).
Tal hecho origina que la explanada frente al cuartel vuelva a ser la de antes, y que el lujuriante paisaje mestizo desaparezca como por ensalmo (por un procedimiento que bien podría equipararse al del típico espejismo africano). Al parecer todo ha sido una falsa alarma, y el batallón vuelve a sus funciones rutinarias en el interior del cuartel, entre las que destacan la limpieza exhaustiva del material de guerra y la repetición de consignas en las que quede bien claro su pasado glorioso y su decidida voluntad de lucha cara a un futuro incierto.

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