El batallón se ha concentrado en el patio del cuartel. Al parecer
el Jefe quiere dirigir unas palabras a
la unidad pues lo más probable es que mañana embarque y zarpe con rumbo
desconocido para una misión muy peligrosa. No se sabe exactamente de qué se
trata aunque se supone que será una operación anfibia en el norte de África:
los moros siempre fueron su enemigo potencial. Después de todo es lo lógico,
teniendo en cuenta que Francia y Portugal son amigos declarados desde hace
décadas, Rusia ya no es comunista, China solo lo es a medias y otros posibles
enemigos están demasiado lejos.
Sin embargo, con la tropa ya en formación a la espera de que
el jefe se pronuncie, de una de las puertas del pabellón de la segunda compañía
sale un tipo vestido con uniforme de gala y grita “¡Han matado a Vladimir!”, lo
que rompe de inmediato la secuencia prevista. Por unos instantes la confusión
se adueña de la tropa, y todos nos miramos dubitativos hasta que la misma voz
prosigue “¿A qué esperan? ¡Orden de combate en Prevención!” Las unidades salen
de estampida hacia la entrada del cuartel dispuestas a defender al batallón o a
Vladimir, si tal fuera el caso (aunque verdaderamente para este último sería un
poco tarde). El problema principal
estriba en que nadie sabe quien es ese tipo, y en todo caso, dado que
está muerto, no parece que haya demasiado que hacer, a no ser darle cristiana
sepultura. Corremos, sin embargo hacia el local de la Guardia de Prevención como si
en ello nos fuera la vida, y al llegar, tratándose de cerca de ochocientos
hombres, se arma un enorme barullo que bloquea la salida e impide cualquier
acción.
Los que han podido llegar a primera fila y están delante de
la explanada frente al acuartelamiento, parecen asombrados por un descubrimiento
que les deja mudos de estupor. Parece ser que el llano se ha convertido en una
catedral del llamado gótico flamígero, y que a su alrededor han surgidos innumerables
edificios de bellísima factura que,
según dice uno de los entendidos de la vanguardia, recuerda a los templos y
pagodas de Angkor-Bat, vegetación incluida. Por extraño que parezca, a pesar de
las voces de mando del Jefe de la Unidad y el tipo vestido de gala, que es su
ayudante, la tropa no toma ninguna acción bélica propiamente dicha, sino que,
bien al contrario, presa de un furor botánico/arquitectónico incontrolable, se
dispone en corrillos, en los que se debate con vehemencia el origen de la
transformación y el sentido de la mezcla de dos épocas y estilos absolutamente
dispares, separados en el espacio por decenas de miles de kilómetros y en
hábitats muy diferentes, pues si en uno proliferan los quercus y las coníferas
en otro lo hacen los tropicales y la vegetación lujuriante.
A esto se le suma poco después, que los que tienen mejor
vista han detectado entre la maraña arborícola, unas pequeñas edificaciones que
por su factura, trazado y robustez apuntan al románico lombardo, con profusión
de capiteles, archivoltas y cimborrios. Vladimir ha desaparecido según todas
las informaciones (hay quien opina que jamás existió), y el enemigo, si es que
tal existe, debe estar refugiado en el interior de tales edificaciones
haciéndole poco menos que invulnerable, pues nadie está dispuesto a asolar
tales obras de arte. Hay quienes (sin duda los más extremistas), están
dispuestos a coger la piqueta y la dinamita y proceder a su demolición sin
miramientos. “Después de todos ellos están haciendo lo mismo en Palmira” es una
de las frases más repetidas de los que urgen la entrada en combate de la
compañía de zapadores. Afortunadamente el Teniente Coronel jefe del batallón se
hace oír a través de los servicios de megafonía y detiene a dicha unidad, que
ya se aprestaba a la acción.
Paralizada pues la intervención del batallón, el jefe del
mismo y los capitanes y oficiales de las compañías deciden en una reunión
relámpago, que lo más conveniente sería reconvertirlo en una unidad de
investigación cuyo único objetivo sea la identificación del tal Vladimir, del
que nadie sabe nada, pues no se tiene idea de que entre los integrantes haya
ningún ruso (lo que sin duda debe ser -o haber sido- el mencionado). En
cualquier caso, el jefe, siguiendo una secuencia racional de tipo cartesiano,
decide interrogar al ayudante (de quien partió la alarma) sobre la causa que
originó su grito. Este, hombre poco dado a los silogismos aristotélicos y
proclive al gongorismo y la aleatoriedad, al verse sorprendido por una pregunta
que no esperaba, parece en un primer instante titubear, pero poco después, como
si se tratara de una respuesta-tipo de un contestador automático, manifiesta
que siguió las órdenes de “su ser interior”, para añadir punto seguido “aunque
pudiera darse el caso de que el tal Vladimir fuera yo mismo”. El jefe,
consciente de inmediato de la arbitrariedad y contradicción de la respuesta,
decide que su ayudante no está en sus cabales, y da las órdenes precisas para
que el servicio sanitario tome las medidas oportunas y lo retire del lugar (“si
es preciso con camisa de fuerza”, puntualiza).
Tal hecho origina que la explanada frente al cuartel vuelva a
ser la de antes, y que el lujuriante paisaje mestizo desaparezca como por
ensalmo (por un procedimiento que bien podría equipararse al del típico
espejismo africano). Al parecer todo ha sido una falsa alarma, y el batallón
vuelve a sus funciones rutinarias en el interior del cuartel, entre las que
destacan la limpieza exhaustiva del material de guerra y la repetición de
consignas en las que quede bien claro su pasado glorioso y su decidida voluntad
de lucha cara a un futuro incierto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario