jueves, 29 de octubre de 2015

GOLOSINAS



A pesar de ser la primera, cuando Carolina nació, a sus papás no les pareció nada especial. Nada maravilloso se quiere decir. La carita contraída y congestionada de tantos bebés que han sufrido lo indecible para abrirse paso hasta la salida después de atravesar un túnel espantoso (hecho al parecer para su comodidad, pero en su opinión, tiempo después, muy mal terminado). En cualquier caso, lo cierto es que su mamá la cogió amorosamente entre sus brazos aún sin cortarle el cordón umbilical, con el gesto ambiguo, sin embargo, de quien sabe haber culminado un proceso maravilloso pero al mismo tiempo con un miedo terrible a no poder soportarlo. Pero en fin, allí estaba finalmente Carolina, una niña como tantas en una época en los que lo normal era que los niños vinieran al mundo un tanto al azar, y no porque sus padres los estuvieran verdaderamente esperando.
Después de ella vinieron otros, a los que Carolina, ya de mayorcita, contemplaba con cierto escepticismo a pesar de la sonrisa de sus papás, que con cada uno de ellos siempre decían que se trataba de un regalo del cielo. Sin embargo, a ella, que era muy perspicaz, sus argumentos no le parecían convincentes, sino más bien fruto de una justificación ante la evidencia del recién llegado más que una auténtica celebración. Claro que quizás ya aquí se deba decir que Carolina, además de ser muy sensible, desde muy temprano exhibió un carácter un tanto descreído, y nunca se tomaba al pie de la letra lo que llegaba a sus oídos. Lo cierto, además, es que los gritos de los críos la sacaban de quicio, y no digo nada de sus travesuras o la cantidad de porquerías que producían mañana, tarde y noche. No era agradable. Ella siempre destacó por ser una niña especial, o al menos eso es lo que oía decir con frecuencia a sus padres cuando recibían visitas, y la presentaban muy seria sentada en un sillón del salón sin abrir la boca. Con su actitud disciplinada y un tanto hierática, no quería sin embargo dar a entender que estuviese de acuerdo con todo lo que veía, o que no tuviera nada que añadir a la cantidad de palabrería sin sentido que, en su opinión, decían los mayores, sino que enseguida se había dado cuenta que cualquier cosa que dijese era tomada en broma. “Cosas de niños”, solían decir.
De hecho, pasados ya los diez años, Carolina pensaba para sus adentros que había muchas cosas de sus  papás y hermanitos que no le gustaban, y tomo una decisión que le vino a la cabeza por casualidad y que la aliviaba en gran medida. Resulta que en el comedor, en uno de cuyos extremos estaba la sala de visitas separada por una puerta corredera, su mamá siempre instalaba una enorme bandeja de cristal repleta con muchas clases de golosinas: caramelos, dulces y bombones, cuyo común denominador (eso tenía que reconocerlo) era que estaban todos buenísimos. Eran, en resumidas cuentas, deliciosos. Así que cada vez que se sentía enfadada, triste o simplemente aburrida, solía despistarse unos momentos y coger al azar cualquiera de ellos, aunque al cabo del tiempo acabó distinguiendo las mejores por su envoltorio. Tenían la textura ligeramente terrosa del cacao, que al principio no los hacía demasiado apetecibles, pero enseguida su lengua y paladar detectaban el contenido de su interior, una mezcla maravillosa de coco, turrón y pistacho, que literalmente la volvían loca, la relajaban y hacía que no le importase nada de lo que dijeran. Su madre pronto se dio cuenta de la afición desmedida de Carolina por las golosinas, y le advirtió que no debía hacerlo. En primer lugar porque eran para las visitas, y en segundo porque a la larga tanto azúcar era muy mala para los dientes. Y “quien sabe si en un futuro hasta podrías tener una enfermedad muy peligrosa que se llama diabetes”, le dijo un día que se puso especialmente seria. Su padre estaba de acuerdo con ella, y aunque era más cariñoso, entre risas y carantoñas, no dejó de hacerle la misma advertencia.
Carolina, no obstante, se las ingenió para seguir cogiendo caramelos, pastas o bombones de la bandeja (su madre era incapaz de prescindir de ella, porque al parecer era una especie de rito familiar muy antiguo muy bien considerado por las visitas). Para hacerlo sin que se dieran cuenta, inventó una serie de artimañas, como, por ejemplo, comer la mitad y dejar la otra mitad dentro del envoltorio, o simplemente darle un mordisquito mínimo en una de las esquinas de varios de ellos, etcétera. Su madre, sin embargo, se acabó enterando, y una tarde que Carolina se sentía especialmente agitada y nerviosa siendo ya adolescente (al parecer como consecuencia de su primer desengaño amoroso), comprobó con horror que la bandeja de los dulces había desaparecido, lo que le causó un desasosiego enorme que le levantó un dolor de cabeza terrible e hizo que tuviera que salir a pasear al campo y casi se metiera vestida en el río para tranquilizarse. Fueron días duros, en los que Carolina se sintió incapaz de preguntar a su madre el lugar donde se encontraban los dulces, a los que, en su fuero interno llamaba “la fruta prohibida” (de hecho, entre ellos había algunos de fruta escarchada o envueltos en chocolate que eran, con los mencionados más arriba, sus preferidos). Finalmente, sin embargo, sus pesquisas dieron fruto y encontró la bandeja dentro de un aparador cerca de la cocina. Carolina, que era bastante habilidosa, logró abrirlo sin demasiadas dificultades con un cuchillo, haciendo oscilar unas palancas de la puerta encastradas en las paredes del mueble. A partir de entonces la vida de Carolina entró en un periodo de cierta estabilidad, pues a pesar de que su madre le escondía las golosinas en cualquier rincón, ella siempre se las apañaba para acabar encontrándolas.
Como es natural, llegó el momento en el que Carolina dejó la casa paterna para hacer su propia vida. Poco después de hacerlo, conoció a un tipo encantador que, sin embargo,  al poco de vivir juntos, resultó ser un individuo de dudosa catadura, cuya única afinidad con ella resultó ser su desmedida afición a los bombones. En cualquier caso, esta afición compartida, pronto resultó ser para ellos una auténtica tabla de salvación, porque como a ninguno de los dos les iba demasiado bien en sus trabajos (ella era escaparatista y él diseñador), les permitió abrir una pastelería (con obrador), negocio que a pesar de ciertas dificultades al principio para pagar los plazos del crédito bancario, acabó siendo una empresa rentable durante varios años. Durante algún tiempo los padres de Carolina visitaron con cierta asiduidad el establecimiento, aunque su madre nunca pareció contenta (en el fondo odiaba los dulces), y en su fuero interno siempre lamentó su actitud cuando su hija era todavía una niña, y se culpabilizaba de su manía de haber puesto la fuente con golosinas, a la que achacaba que Carolina hubiera acabado montando una pastelería con un individuo que no le gustaba nada. Afortunadamente, desde su punto de vista, no pasaron demasiados años hasta que la pareja entró en crisis. Aficionados como eran los dos a los dulces, el hecho de haberse hartado a comer cuanto les vino en gana, empezando por caramelos y bombones, y terminando por tartas y hojaldres, acabó siendo fatal. Tanto azúcar compartido resultó al cabo del tiempo absolutamente perjudicial para su supervivencia, porque, hartos de la misma, se dieron cuenta que no les quedaba nada en común. La separación, no obstante no fue fácil,  porque apegados como estaban por su afición, la pareja vivió momentos muy duros, de los que Carolina pudo recuperarse a duras penas.
 Tras aquella desgraciada aventura Carolina trató de salir adelante con sus propios recursos, pero su profesión no estaba por entonces demasiado solicitada, y su carácter, a pesar de su buena voluntad, tampoco le ayudó demasiado. Acabó volviendo a la casa paterna, donde los tiempos para Carolina tampoco fueron fáciles. Vivía sola con su madre (su padre murió pronto y sus hermanos se habían independizado) una mujer ya muy mayor a la que atendía con su mejor voluntad y dedicación (en el fondo ambas se adoraban con esa intensa mezcla de amor/odio de las relaciones demasiado intensas). Por difícil que resulte de creer, Carolina, a pesar de su rechazo, aún buscaba dentro de la casa las golosinas de niña y adolescente que hicieron sus días más felices (y en ocasiones simplemente soportables). Nunca las encontró, simplemente porque por entonces las visitas a la familia ya no existían o no eran nada frecuentes. Algunas tardes, para compensar su frustración, Carolina dejaba sola a su madre en casa y salía a pasear por la ciudad. Odiaba los dulces, pero por increíble que resulte, en muchas ocasiones se detenía frente a los escaparates iluminados de las pastelerías y contemplaba extasiada aquellas maravillosas obras de arte (o eso le parecía a ella) con las que tanto había disfrutado siendo una niña. Las odiaba, pero necesitaba verlas como el recuerdo de un tiempo lejano que ella, sin embargo, en esas ocasiones evocaba con cierta nostalgia. Entonces se echaba a andar de nuevo y lloraba con desesperación, sin llegar a entender totalmente lo que le estaba sucediendo. Claro que quizás, como se dijo al principio, Carolina siempre fue una niña muy sensible, especial. Y hasta rara, se reprochaba para sus adentros. Carolina nunca fue nada indulgente consigo misma, eso debe aquí quedar claro.

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