A pesar de ser la primera, cuando Carolina nació, a sus papás
no les pareció nada especial. Nada maravilloso se quiere decir. La carita
contraída y congestionada de tantos bebés que han sufrido lo indecible para
abrirse paso hasta la salida después de atravesar un túnel espantoso (hecho al
parecer para su comodidad, pero en su opinión, tiempo después, muy mal
terminado). En cualquier caso, lo cierto es que su mamá la cogió amorosamente
entre sus brazos aún sin cortarle el cordón umbilical, con el gesto ambiguo,
sin embargo, de quien sabe haber culminado un proceso maravilloso pero al mismo
tiempo con un miedo terrible a no poder soportarlo. Pero en fin, allí estaba
finalmente Carolina, una niña como tantas en una época en los que lo normal era
que los niños vinieran al mundo un tanto al azar, y no porque sus padres los
estuvieran verdaderamente esperando.
Después de ella vinieron otros, a los que Carolina, ya de
mayorcita, contemplaba con cierto escepticismo a pesar de la sonrisa de sus
papás, que con cada uno de ellos siempre decían que se trataba de un regalo del
cielo. Sin embargo, a ella, que era muy perspicaz, sus argumentos no le parecían
convincentes, sino más bien fruto de una justificación ante la evidencia del
recién llegado más que una auténtica celebración. Claro que quizás ya aquí se
deba decir que Carolina, además de ser muy sensible, desde muy temprano exhibió
un carácter un tanto descreído, y nunca se tomaba al pie de la letra lo que
llegaba a sus oídos. Lo cierto, además, es que los gritos de los críos la
sacaban de quicio, y no digo nada de sus travesuras o la cantidad de porquerías
que producían mañana, tarde y noche. No era agradable. Ella siempre destacó por
ser una niña especial, o al menos eso es lo que oía decir con frecuencia a sus
padres cuando recibían visitas, y la presentaban muy seria sentada en un sillón
del salón sin abrir la boca. Con su actitud disciplinada y un tanto hierática,
no quería sin embargo dar a entender que estuviese de acuerdo con todo lo que
veía, o que no tuviera nada que añadir a la cantidad de palabrería sin sentido
que, en su opinión, decían los mayores, sino que enseguida se había dado cuenta
que cualquier cosa que dijese era tomada en broma. “Cosas de niños”, solían
decir.
De hecho, pasados ya los diez años, Carolina pensaba para sus
adentros que había muchas cosas de sus
papás y hermanitos que no le gustaban, y tomo una decisión que le vino a
la cabeza por casualidad y que la aliviaba en gran medida. Resulta que en el
comedor, en uno de cuyos extremos estaba la sala de visitas separada por una
puerta corredera, su mamá siempre instalaba una enorme bandeja de cristal
repleta con muchas clases de golosinas: caramelos, dulces y bombones, cuyo
común denominador (eso tenía que reconocerlo) era que estaban todos buenísimos.
Eran, en resumidas cuentas, deliciosos. Así que cada vez que se sentía
enfadada, triste o simplemente aburrida, solía despistarse unos momentos y coger
al azar cualquiera de ellos, aunque al cabo del tiempo acabó distinguiendo las
mejores por su envoltorio. Tenían la textura ligeramente terrosa del cacao, que
al principio no los hacía demasiado apetecibles, pero enseguida su lengua y
paladar detectaban el contenido de su interior, una mezcla maravillosa de coco,
turrón y pistacho, que literalmente la volvían loca, la relajaban y hacía que
no le importase nada de lo que dijeran. Su madre pronto se dio cuenta de la
afición desmedida de Carolina por las golosinas, y le advirtió que no debía
hacerlo. En primer lugar porque eran para las visitas, y en segundo porque a la
larga tanto azúcar era muy mala para los dientes. Y “quien sabe si en un futuro
hasta podrías tener una enfermedad muy peligrosa que se llama diabetes”, le
dijo un día que se puso especialmente seria. Su padre estaba de acuerdo con
ella, y aunque era más cariñoso, entre risas y carantoñas, no dejó de hacerle
la misma advertencia.
Carolina, no obstante, se las ingenió para seguir cogiendo
caramelos, pastas o bombones de la bandeja (su madre era incapaz de prescindir
de ella, porque al parecer era una especie de rito familiar muy antiguo muy
bien considerado por las visitas). Para hacerlo sin que se dieran cuenta,
inventó una serie de artimañas, como, por ejemplo, comer la mitad y dejar la
otra mitad dentro del envoltorio, o simplemente darle un mordisquito mínimo en
una de las esquinas de varios de ellos, etcétera. Su madre, sin embargo, se
acabó enterando, y una tarde que Carolina se sentía especialmente agitada y
nerviosa siendo ya adolescente (al parecer como consecuencia de su primer desengaño
amoroso), comprobó con horror que la bandeja de los dulces había desaparecido,
lo que le causó un desasosiego enorme que le levantó un dolor de cabeza
terrible e hizo que tuviera que salir a pasear al campo y casi se metiera
vestida en el río para tranquilizarse. Fueron días duros, en los que Carolina
se sintió incapaz de preguntar a su madre el lugar donde se encontraban los
dulces, a los que, en su fuero interno llamaba “la fruta prohibida” (de hecho,
entre ellos había algunos de fruta escarchada o envueltos en chocolate que eran,
con los mencionados más arriba, sus preferidos). Finalmente, sin embargo, sus
pesquisas dieron fruto y encontró la bandeja dentro de un aparador cerca de la
cocina. Carolina, que era bastante habilidosa, logró abrirlo sin demasiadas
dificultades con un cuchillo, haciendo oscilar unas palancas de la puerta
encastradas en las paredes del mueble. A partir de entonces la vida de Carolina
entró en un periodo de cierta estabilidad, pues a pesar de que su madre le
escondía las golosinas en cualquier rincón, ella siempre se las apañaba para
acabar encontrándolas.
Como es natural, llegó el momento en el que Carolina dejó la
casa paterna para hacer su propia vida. Poco después de hacerlo, conoció a un
tipo encantador que, sin embargo, al
poco de vivir juntos, resultó ser un individuo de dudosa catadura, cuya única
afinidad con ella resultó ser su desmedida afición a los bombones. En cualquier
caso, esta afición compartida, pronto resultó ser para ellos una auténtica
tabla de salvación, porque como a ninguno de los dos les iba demasiado bien en
sus trabajos (ella era escaparatista y él diseñador), les permitió abrir una
pastelería (con obrador), negocio que a pesar de ciertas dificultades al
principio para pagar los plazos del crédito bancario, acabó siendo una empresa
rentable durante varios años. Durante algún tiempo los padres de Carolina
visitaron con cierta asiduidad el establecimiento, aunque su madre nunca
pareció contenta (en el fondo odiaba los dulces), y en su fuero interno siempre
lamentó su actitud cuando su hija era todavía una niña, y se culpabilizaba de
su manía de haber puesto la fuente con golosinas, a la que achacaba que
Carolina hubiera acabado montando una pastelería con un individuo que no le
gustaba nada. Afortunadamente, desde su punto de vista, no pasaron demasiados
años hasta que la pareja entró en crisis. Aficionados como eran los dos a los
dulces, el hecho de haberse hartado a comer cuanto les vino en gana, empezando
por caramelos y bombones, y terminando por tartas y hojaldres, acabó siendo
fatal. Tanto azúcar compartido resultó al cabo del tiempo absolutamente
perjudicial para su supervivencia, porque, hartos de la misma, se dieron cuenta
que no les quedaba nada en común. La separación, no obstante no fue fácil, porque apegados como estaban por su afición,
la pareja vivió momentos muy duros, de los que Carolina pudo recuperarse a
duras penas.
Tras aquella
desgraciada aventura Carolina trató de salir adelante con sus propios recursos,
pero su profesión no estaba por entonces demasiado solicitada, y su carácter, a
pesar de su buena voluntad, tampoco le ayudó demasiado. Acabó volviendo a la
casa paterna, donde los tiempos para Carolina tampoco fueron fáciles. Vivía
sola con su madre (su padre murió pronto y sus hermanos se habían
independizado) una mujer ya muy mayor a la que atendía con su mejor voluntad y
dedicación (en el fondo ambas se adoraban con esa intensa mezcla de amor/odio
de las relaciones demasiado intensas). Por difícil que resulte de creer, Carolina,
a pesar de su rechazo, aún buscaba dentro de la casa las golosinas de niña y
adolescente que hicieron sus días más felices (y en ocasiones simplemente
soportables). Nunca las encontró, simplemente porque por entonces las visitas a
la familia ya no existían o no eran nada frecuentes. Algunas tardes, para
compensar su frustración, Carolina dejaba sola a su madre en casa y salía a
pasear por la ciudad. Odiaba los dulces, pero por increíble que resulte, en
muchas ocasiones se detenía frente a los escaparates iluminados de las
pastelerías y contemplaba extasiada aquellas maravillosas obras de arte (o eso
le parecía a ella) con las que tanto había disfrutado siendo una niña. Las
odiaba, pero necesitaba verlas como el recuerdo de un tiempo lejano que ella,
sin embargo, en esas ocasiones evocaba con cierta nostalgia. Entonces se echaba
a andar de nuevo y lloraba con desesperación, sin llegar a entender totalmente
lo que le estaba sucediendo. Claro que quizás, como se dijo al principio,
Carolina siempre fue una niña muy sensible, especial. Y hasta rara, se reprochaba
para sus adentros. Carolina nunca fue nada indulgente consigo misma, eso debe
aquí quedar claro.
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