sábado, 22 de diciembre de 2018

OREJAS


Al poco de llegar y sentarse, el señor del traje oscuro sacó el ordenador de un maletín de cuero color crema, y se puso a trabajar inmediatamente. A trabajar o lo que fuera que hiciese con aquel trasto, pero absolutamente concentrado en la pantalla, y con los dedos funcionando como si más que el teclado de un ordenador, aquello fuera un piano en pleno crescendo en los momentos álgidos de un concierto. Pero lo más importante para mí no fue eso, sino que cada dos por tres y sin perder el ritmo, con un dedo de su mano derecha, aprovechando los mínimos intervalos entre nota y nota, se tocaba detrás de la oreja del mismo lado. En cualquier caso no daba la impresión de rascarse asaltado por un súbito prurito en tan remota ubicación, sino de otra cosa, que desde mi perspectiva frente a él, no podía precisar, porque todo acontecía por detrás. Estuvo de esta guisa así como media hora, momento en el que, de pronto, cerró el aparato con cierta violencia, entornó los ojos y se quedó profundamente dormido hasta finalizar el viaje. Sorprendentemente, no volvió a tocarse la oreja hasta ese instante, como si tal acción tuviera una conexión oculta con el mero hecho de hacer funcionar al ordenador. Quizás se trataba del rúter.                               .
      Pero lo mejor de todo ello fue el momento en el que se levantó para irse, pues se llevó de nuevo la mano a la oreja, y esta vez con toda seguridad para rascarse. Desde atrás se hizo evidente. Es posible que, visto lo visto y se tratase de lo que se tratase, aquel individuo necesitase hacerlo siempre que no estuviera durmiendo a pierna suelta.


Aquellos jóvenes eran sin duda alguna una pareja. Parecían viajar juntos el uno al lado del otro, ya que  de vez en cuando se miraban con cierta complicidad y se decían algo con una voz apenas audible, cuyo contenido a la distancia a la que me encontraba, no podía precisar. En cualquier caso debía tratarse de algo agradable, pues al mismo tiempo sonreían. En algunos momentos tuve incluso la sensación de que se tocaban discretamente, ella a él  el brazo y él a ella su pelo que le caía por debajo de los hombros. Era algo así como decirse “estoy aquí, no me olvides” o algo parecido. Lo anterior abonaba la idea que sugerí en un principio, de que se trataba de una pareja en toda la regla, algo que otros que no estuvieran al corriente de lo dicho más arriba, posiblemente no lo hubieran imaginado de tan diferentes que eran. El hombre era un tipo de piel muy oscura al que para ser totalmente negro le sería suficiente con una semana de vacaciones en la playa. Ella, sin embargo,  tenía la piel lechosa, lívida, casi cerúlea, con una belleza gótica tan de moda años atrás que daba miedo. Sus ojos negros a rabiar y una espesa capa de rimel en sus pestañas, aparte de un contorno de puro betún colaboraban sin duda a ello. Pero sobre todo por su pelo azul añilado con unas mechas blancas muy brillantes y llamativas. Además él tenía un cuerpo descomunal, en el que destacaban unos brazos como auténticas mazas que, sorprendentemente, pasaban las hojas de la revista que hojeaba con suma delicadeza. De ella, por el contrario, decir que tenía un cuerpo casi sería una exageración. Se trataba de algo mínimo escondido tras una especia de blusa fruncida que ocultaba un pecho inexistente, y estampada con algo que aparentaba ser un paisaje exótico o algo parecido.
         Lo que verdaderamente me dejó de piedra fue que al llegar a la última estación, ambos se levantaron con mucha parsimonia, recogieron sus cosas y se fueron cada cual por su lado sin decirse una sola palabra. Pasado el tiempo, yo en mi fuero interno los sigo considerando como una pareja tradicional. Tengo el convencimiento de que se dieron cuenta de toda la atención que les había dedicado durante las siete horas de trayecto, y finalmente para despistarme y darme en las narices decidieron montar un teatrillo.

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