martes, 4 de diciembre de 2018

CONSULTAS


En la sala de espera de la consulta del médico de cabecera, en cierta ocasión coincidí con una monja. Los dos permanecimos en silencio durante un buen rato, hasta que al observar su forma rara de vestir, se me ocurrió preguntarle (no suelo desaprovechar el momento cuando la ocasión se presta a ello), si lo correcto sería dirigirme a ella llamándola madre o hermana. La monja muy decidida, y con un punto de ironía en su mirada, me dijo que personalmente le daba exactamente igual. Y justo antes de cerrar la boca de nuevo añadió “si a usted se le antoja, incluso puede tratarme de prima”.

En esa misma sala en otra ocasión, me encontré con un tipo al que de inmediato identifiqué como un antiguo compañero de trabajo. Un subalterno, por cierto, con el que no tuve demasiada relación, aunque de vez en cuando teníamos algunas diferencias en auténticas estupideces relacionadas con el archivo de la documentación que tramitábamos. Él era de la opinión que debía hacerse por orden alfabético, y yo por su fecha de entrada y salida. Verdaderamente una idiotez. En una ocasión, sin embargo, recuerdo que ante mi insistencia en que se plegase a mis requerimientos, se me encaró y me dijo que me anduviera con cuidado, no fuera a ser que el día menos pensado le diera un pronto y le pegase fuego a toda aquella porquería. No fui entonces capaz de reaccionar y sancionarle como se merecía, lo que sin duda cuando nos volvimos a encontrar en la consulta y nos pusimos a charlar, justificaba que de vez en cuando y sin venir a cuento, le entrase la risa floja.

El médico aquel al que visitaba con cierta frecuencia, pongamos que dos veces al mes, prácticamente no abría la boca durante todo el rato. Al llegar, me miraba de forma inquisitiva y de inmediato me hacía una señal con la mano en la que siempre sostenía un lapicero, para que le contase qué me pasaba. Yo, que soy una persona bastante metódica y muy hipocondríaca, solía contarle con cierto detalle mis dolencias que, si soy sincero, solían ceñirse, a sensaciones corporales desagradables de tipo general y vagos malestares aquí y allá. Sensaciones difusas en cualquier parte del mi organismo que toda la gente de mi edad, al parecer, suele tener, pero que no responden a ninguna causa concreta, según él me repetía cada vez que le visitaba. A los cinco minutos, invariablemente, el doctor Armando, que así se llamaba el profesional,  me cortaba en redondo y me decía secamente mirándome a los ojos: tonterías, Avelino, tómate dos aspirinas al día. Luego extendía la mano con lo que yo invariablemente interpretaba como un gesto con intención de despedirse, pero que cuando yo hacía lo mismo, él la retiraba con cierta violencia y me señalaba el camino de la puerta al tiempo que me decía, casi gritaba: eso es todo, Avelino. Hasta la próxima.

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