En la sala de espera de la
consulta del médico de cabecera, en cierta ocasión coincidí con una monja. Los
dos permanecimos en silencio durante un buen rato, hasta que al observar su
forma rara de vestir, se me ocurrió preguntarle (no suelo desaprovechar
el momento cuando la ocasión se presta a ello), si lo correcto sería dirigirme
a ella llamándola madre o hermana. La monja muy decidida, y con
un punto de ironía en su mirada, me dijo que personalmente le daba exactamente
igual. Y justo antes de cerrar la boca de nuevo añadió “si a usted se le
antoja, incluso puede tratarme de prima”.
En esa misma sala en otra
ocasión, me encontré con un tipo al que de inmediato identifiqué como un
antiguo compañero de trabajo. Un subalterno, por cierto, con el que no tuve
demasiada relación, aunque de vez en cuando teníamos algunas diferencias en
auténticas estupideces relacionadas con el archivo de la documentación que
tramitábamos. Él era de la opinión que debía hacerse por orden alfabético, y yo
por su fecha de entrada y salida. Verdaderamente una idiotez. En una ocasión,
sin embargo, recuerdo que ante mi insistencia en que se plegase a mis
requerimientos, se me encaró y me dijo que me anduviera con cuidado, no fuera a
ser que el día menos pensado le diera un pronto y le pegase fuego a toda
aquella porquería. No fui entonces capaz de reaccionar y sancionarle como se
merecía, lo que sin duda cuando nos volvimos a encontrar en la consulta y nos
pusimos a charlar, justificaba que de vez en cuando y sin venir a cuento, le
entrase la risa floja.
El médico aquel al que
visitaba con cierta frecuencia, pongamos que dos veces al mes, prácticamente no
abría la boca durante todo el rato. Al llegar, me miraba de forma inquisitiva y
de inmediato me hacía una señal con la mano en la que siempre sostenía un
lapicero, para que le contase qué me pasaba. Yo, que soy una persona bastante
metódica y muy hipocondríaca, solía contarle con cierto detalle mis dolencias
que, si soy sincero, solían ceñirse, a sensaciones corporales desagradables de
tipo general y vagos malestares aquí y allá. Sensaciones difusas en cualquier
parte del mi organismo que toda la gente de mi edad, al parecer, suele tener,
pero que no responden a ninguna causa concreta, según él me repetía cada vez
que le visitaba. A los cinco minutos, invariablemente, el doctor Armando, que
así se llamaba el profesional, me
cortaba en redondo y me decía secamente mirándome a los ojos: tonterías,
Avelino, tómate dos aspirinas al día. Luego extendía la mano con lo que yo
invariablemente interpretaba como un gesto con intención de despedirse, pero
que cuando yo hacía lo mismo, él la retiraba con cierta violencia y me señalaba
el camino de la puerta al tiempo que me decía, casi gritaba: eso es todo,
Avelino. Hasta la próxima.
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