martes, 4 de diciembre de 2018

EL PERRO LADRA/2


Es inútil despertarse intempestivamente en plena noche y exclamar veintitrés, pongo por caso. Otro caso sería treinta y siete, si al día siguiente se cumplieran esos años. Y no hacer falta llamarse Sigmund Freud para afirmarlo.

Ya no me llama. Se debe haber echado novio y considerarme excedente. Una cosa ajena a sus intereses. No importa, siendo yo un tipo atractivo y con una mala salud de hierro (valga la vulgaridad). Que su novio sea millonario solo es un detalle sin la menor importancia.

Se dedica a escribir historias sin sentido en las que no existen el planteamiento, nudo y desenlace de los clásicos. Suelen consistir en meras descripciones. “Las mesas son de roble macizo y tienen cuatro patas”. “Las sillas son de enea y también las tienen”. Cosas por el estilo. En cualquier caso, los protagonistas siempre son el aparador, el armario o la alacena, por ese orden. Nunca las mesas ni las sillas. Eso que conste.

El señor ese de la décima fila que se mesa los cabellos, levántese y venga a verme, dijo el profesor. El problema que se planteó de inmediato en el aula, fue que nadie respondía a tal descripción. Se trataba por tanto de una dificultad de orden psiquiátrico o metafísico, pues solo existían seis filas, y el profesor llevaba las gafas puestas.

 Avelino se compró una motosierra y todas las noches salía con ella ya cerca de la madrugada, y la hacía funcionar. Paseaba por calles, jardines y parques simulando adecentar (la expresión es suya) los macizos, parterres y setos, abundantes en aquella zona. Cuando fue detenido por la policía local por excederse en la producción de decibelios en horas de reposo, manifestó que en su opinión la sordera era una virtud insuficientemente considerada.

Belarmino tras años de dedicarse a la salud mental como psiquiatra jefe del Departamento correspondiente del hospital Ramón y Cajal (lo que no debe tomarse al pie de la letra), se jubiló y montó una ferretería en una de las calles principales de la ciudad. La singularidad del establecimiento consistía en que solo se vendían tornillos. O como mucho tuercas, algo que todos sus pacientes comprendieron de inmediato sin más explicaciones.

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