viernes, 28 de diciembre de 2018

JAMONES


A las cinco menos diez de la madrugada no es hora para casi nada. Si acaso para despertarse y exclamar “qué bien, aún me quedan tres horas para levantarme”. Y a continuación darme la media vuelta en la cama y seguir durmiendo.

Sí, claro, eso está muy bien pero puede no ocurrir así, y que tal secuencia de acontecimientos solo sea una visión optimista de lo que algunos considerarían un drama.  Podrías no dormirte de nuevo por mucho que lo intentaras.

Efectivamente, pero dado el espíritu que me anima de forma habitual, aprovecharé esos momentos de desvelo o insomnio para cultivarme leyendo a algún clásico de la literatura universal, o escuchando música chill (de ascensor, ya sabes), que es la que más me flipa y me relaja.

Sí, claro o ponerte las zapatillas y visitar tu casa como si se tratara de un museo desconocido. Con las luces encendidas a esas horas todo cobra un sentido especial, desde la colección de tortugas de cristal de Swarovsky hasta la humilde tarjeta del cuarto de baño, si habláramos de la mía, claro está. El ambiente se hace mágico y uno parece haber sido transportado a otro mundo. Un mundo paralelo donde todo es igual pero sorprendentemente diferente al conocido. Lo que dices tiene su gracia y te confirma como un as de la visión positiva del cosmos, pero el hecho innegable es que con casi total seguridad, te estarás revolviendo en tu cama sudoroso y dando vueltas incapaz de relajarte y volverte a dormir.

En cualquier caso siempre quedarán opciones muy aprovechables a esas horas. Ensayar por ejemplo en el ordenador nuevas aperturas de ajedrez más allá del consabido contra gambito de dama gambiense, o buscar una solución definitiva al irresuelto problema de la gravedad cuántica.

Esas son soluciones terriblemente áridas, a las que solo optaría un misógino irredento o alguien que no estuviera muy bien de la chola. Yo me inclinaría por tareas más sencillas, por ejemplo, a agarrarse uno mismo por sus partes blandas (sin especificar) y jalar de ellas todo lo posible a ver qué pasa. El dolor intenso e incontrolado puede llevarte a un estado pre-cataléptico que te induzca al sueño mil veces superior al que podrías conseguir contando borreguitos o series de números.

En efecto, las cinco menos diez de la mañana puede convertir sen el momento mágico en el que todo es todavía posible, Instantes para visualizar un futuro cargado de promesas hechas realidad. O incluso la misma realidad transformada en algo diferente pero mucho mejor.

Seamos sinceros y confesémonos de una vez por todas que las cinco menos diez de la mañana no es una hora para nada bueno como se dijo al principio. En todo caso, para recostarse sobre los almohadones y dedicarse a pergeñar un nuevo sistema filosófico basado en la ineluctabilidad de los amaneceres.

En eso estoy de acuerdo en la medida de que al sol aún le quedan unos cinco mil años de vida, y por lo tanto no es muy arriesgado afirmarlo. Aunque podría estar nublado y el mundo presentarse como un lugar insoportable donde no merezca la pena vivir.

Es cierto, pero siempre quedará el recurso supremo, la última ratio, pegarse dos tiros y adiós muy buenas, aunque a esas horas el vecindario se soliviantará con las detonaciones, pero no iba a ser cosa de echar mano del cuchillo jamonero o la katana para no hacer ruido.


DECENIOS


Conocía a aquella mujer desde hacía tiempo. Y cuando digo tiempo  quiero que se entienda decenios. La veía con frecuencia porque solía frecuentar el mismo bar que yo y vivíamos en el mismo barrio. O al revés, si se quiere ser más coherente, pues lo lógico es ir de lo general a lo particular, como sin duda sabe cualquiera que haya cursado el bachillerato en los años cincuenta de este país. Pues bien, dicho lo anterior, vayamos al grano. El caso es que un día inopinadamente,  conversando con ella en el lugar mencionado, y precisamente considerando pros y contras de una intervención armada en Cataluña (¡¡) me fijé con cierto detalle en Susana, que estaba exactamente igual a sí misma, el pelo corto a lo garson y los ojos atestados de rímel y contorno, pero luciendo un bigote algo más que aparente. Ya sé que es una estupidez, pero sobre todo un dato que podría hacer suponer a alguien que no estuviese allí, que no ando muy bien de la cabeza. Da igual, el hecho era el que era, y te lo cuento porque a continuación en cascada se sucedieron otros que la convirtieron, dicho sea con el respeto debido, en el auténtico travestí de toda la vida. Los rasgos de su cara adquirieron los habituales en un varón de edad mediana, con la barba bastante cerrada y una mandíbula que para nada recordaba a la de la encantadora Audrey Hepburn de mi adolescencia, pongo por caso. Y no digamos nada de otras partes de su cuerpo, su delicadísimo cuello de ocasiones anteriores, se había provisto de una nuez de…no sé…digamos que Robert de Niro. Y sus brazos, de natural blanquísimos y muy finos, en los de un cargador de muelle o un transportista acarreando mercancías en hora punta. Y con una pelambrera-válgame el cielo- de orangután. Una orgía de testosterona.
              ¿Qué hacer en aquellos instantes con Susana, la mujer delicada, sensible y cultivada de tantas y tan agradables situaciones previas? ¿Tirar por la calle de en medio y recomendarle con urgencia una visita al endocrino? ¿Recomendarle que visto lo visto no dudase en operarse de los bajos, que hoy lo hacen estupendamente? ¿Mandarle de inmediato a Conchi la peluquera de la esquina, pero que sobre todo es considerada por realizar unas depilaciones primorosas, la brasileña incluida? Comprende, Manolo, que para mí la situación no es agradable. Recuerda que como te dije veo a esta mujer-o lo que sea- con frecuencia y me gustaría seguir tratándola como siempre, pero temo que tal cosa sea en adelante imposible cuando lo que tengo frente  mi es un camionero. Y además desconocido.
    Seguro que lo que te he contado te sorprende tanto o más que a mí. Tú también conocías a Susana y creo que siempre te pareció una chica encantadora. Ríete tú ahora de las apariencias. Quizás de ahora en adelante todos debamos estar preparados para las metamorfosis imprevistas. Por cierto que después de hablar contigo la otra tarde por teléfono te recomendaría que no siguieras haciendo gárgaras con miel y limón para aclararte la voz. Te aseguro que al colgar tuve la sensación de haber estado todo el rato conversando con una señorita, y perdona si te ofendo. Pero, aparte de Susana, es lo que hay.

jueves, 27 de diciembre de 2018

INSTRUCCIONES PARA NO DISCUTIR

La mejor opción para quien quiera seguir al pie de la letra lo señalado en el título de este artículo, es que todo le tenga sin cuidado, es decir que su interlocutor no encuentre en él un rival al que enfrentarse. Por su parte, dicho lo dicho, es evidente que ninguna opinión puede parecerle inadecuada, pues simplemente no la tiene. O sí, ojo, pero actúa como si no, pues no cree que de un contraste de pareceres pueda salir alguna conclusión coherente.  O lo que es lo mismo, lo ideal para no discutir es practicar un escepticismo militante, del que solo abdicar cuando el adversario saque del refajo una faca albaceteña, un krys malayo o un cuchillo jamonero. Pero claro, ha de tenerse en consideración que en ese caso ya no se trata de no discutir o no discutir, sino de salvar el pellejo. Otra forma a considerar para no discutir, es simplemente darle la razón al otro aunque diga las mayores barbaridades. Aquí, sin embargo, hay que andarse con ojo, pues hay adversarios muy recelosos que pueden pensar que simplemente se les está tomando por idiotas. Por ejemplo aquel que tras haberse cagado literalmente en nuestro padre, madre y resto de la familia, encuentra en nosotros a alguien encantado de tal cosa. Claro que incluso podría darse el caso (no tan improbable como puede suponerse en un primer instante) que el aludido efectivamente se lleve fatal con toda la familia y esté de acuerdo con lo que el otro ha dicho al acordarse de toda la parentela. Pero, y este es un pero importante, puede ser que el discutidor inveterado que busca guerra, sea asimismo un virtuoso que no admita de ninguna manera que alguien no reaccione ante un insulto tan grave, y que como consecuencia arme la marimorena. Es decir, le increpe por hijo de puta al no considerar en absoluto a sus seres queridos permitiendo que un extraño los llene de mierda.
                                Un error muy común, sin embargo, tiene lugar cuando ante las opiniones ajenas absolutamente contrarias a las propias, alguien decide que lo fundamental es mantener las formas y ser razonable todo el rato. Sin embargo, en general quienes mantienen con firmeza una opinión, no suelen estar motivados por un conocimiento exhaustivo del tema de que se trate, sino por una emoción que en principio tratarán de mantener oculta. Por ese motivo llegará un momento en el que exasperado por los razonamientos bien fundamentados, acabará cagándose en Dios y en María Santísima, asegurando lo equivocado que está el razonador y pasándose su racionalidad por el forro de los cojones. No sé si queda claro. Cabe también en estos casos en los que alguien que se enfrenta a un  interlocutor belicoso, que con la finalidad de llegar a un punto en que todo vuelva a la calma, se muestre igualmente combativo, pues con frecuencia ante la improvista resistencia ajena se da el caso de que el otro se achante al darse cuenta de que quien tiene enfrente es lo mismo que él, un tipo lo suficientemente pirao como para partirse la cara delante de quien haga falta. CONTINUARÁ (o NO)