martes, 30 de octubre de 2018

A/B


A.-1
Buenas tardes, quiero enseguida presentarme ante ustedes, pero me disculpo por anticipado de no mencionar aquí mi nombre porque, al fin y al cabo, viene a ser lo de menos. Cierto es que la utilización de un patronímico cristiano hace que nos sintamos orgullosos al evocar a un santo o una santa, o incluso a la Virgen y al mismísimo Creador, lo que siempre es agradable para quienes, como yo, profesan la fe que dirige nuestras vidas. Claro que de cualquier forma tienen la posibilidad de consultar la nota que se les ha entregado a la entrada y todo resuelto. Me piden que intente definirme, expresar de forma clara aquello en lo que creo y  que da sentido a mi vida. Pues bien, lo haré de la forma más sucinta posible, es decir, sin andarme con rodeos tergiversadores o con matizaciones reiteradas que, en mi opinión, ocultan la falta de ideas claras. Si algo me define, y define a los míos, es el hecho de ser personas de valores, y si aún se me pide más detalles, precisaré que soy un hombre que afirma la existencia del misterio y lo sagrado. Sé que al llegar aquí se me exigirá aún mayor concreción, y para ello podría, al menos en principio, emplear otros sustantivos como espíritu o trascendencia. Pero, aún así, sé que habrá gente que no estará satisfecha e insistirá en que precise aun más, pues, según ellos, lo que tales palabras indican es aceptado por buen número de personas de distintas adscripciones religiosas y múltiples concepciones filosóficas. Se quiere de esta manera dejarme sin argumentos, y que tenga que hacer afirmaciones cuanto menos chocantes. Suelen preguntarme, estoy seguro que a modo de boutade hiriente, que si efectivamente creo en la resurrección de los muertos, en qué fase de nuestra vida se supone que resucitaremos. Pero eso es no haber entendido nada, porque desde el obispo de Hipona sabemos, que tras el irremediable acontecimiento nos levantaremos como seres arcangélicos, es decir, espíritus puros. Pero no cesarán en el acoso, y entonces querrán que defina con  detalle qué entiendo por espíritu, y tratarán de hacerme ver que también los animistas creían en el espíritu del árbol, el bosque o la tormenta. No voy a luchar ni hacer referencia a la pléyade de sabios y teólogos que en el seno de nuestra iglesia han aclarado de manera convincente tales sutilezas. Soy, como dije al principio, una persona de creencias simples pero firmes, la famosa y demasiadas veces denostada fe del carbonero que, sin embargo, da a mi vida un sentido. Me responden que, en el fondo, no me atrevo a pensar en este tipo de cosas con la misma lógica con la que trato otros asuntos. Y no digo que aquí no tengan su parte de razón, pero añadiré, y creo que esto resulta esclarecedor, que no todo debe ser accesible con el mismo método de investigación. Los criterios en los que se basan nuestras elucidaciones pueden ser diferentes, sin que ello suponga un menoscabo para los mismos. ¿Como voy a tratar de acercarme al misterio de la Vida y la Creación con el mismo método, por ejemplo, con el que se acerca un entomólogo a una hormiga?  Llegados aquí  se me dirá que tal diferencia no soy yo quién debe establecerla, pues nada hay evidente en tal asunto. Se aducirán entonces misterios no resueltos de la naturaleza cómo la gravedad cuántica y la teoría del campo unificado, lo que, sin embargo, no lanza a los científicos  en brazos de teorías esotéricas que les den explicación y sentido. Pero eso, añado yo, no deja de ser una, y sola una, manera de aproximarse a la resolución de lo desconocido. Acepto que nuestra evolución, y me refiero a la del ser humano tal y como lo conocemos hoy, y no a la darwiniana, está basada en el progresivo perfeccionamiento de las funciones cerebrales, pero eso es algo con lo que ya estaba de acuerdo la lógica aristotélica que, por cierto, fue la base de la Patrística y  la Escolástica de los primeros Padres de la Iglesia.                             

A.- 2
Y aquí debo añadir, a pesar lo dicho con anterioridad, que hubo una época en mi vida en la que me interesé por las divagaciones más o menos metafísicas del padre Teilhard de Chardin, y sus conocidas teorías evolutivas de la conciencia humana, sus famosos Noosfera y Punto Omega, culminación del proceso de espiritualización del cosmos y del ser humano, y punto de encuentro con lo divino. Pues bien, a mí todo aquello me sonó a música celestial, pues si he de ser franco, creo que todas esas elucubraciones teóricas lo que llevan es a la aniquilación del verdadero sentir cristiano, que consiste mucho más en una emoción que en un conocimiento. La fe tiene mucho más de esta que de razón. Puede parecer  absurda a quien no la siente, pero colma a aquél que la percibe como un don, y que como tal, nada tiene que demostrar. Por eso, incluso intentos tan antiguos como los de santo Tomás y sus cinco vías para la justificación de la existencia de Dios, me parecen un error. La fe es una gracia, o como quiera llamarse, que una vez  concedida no necesita otro apoyo que ella misma. Voy a ser un tanto frívolo, pero no me importa, pues más allá de lo adecuado o inadecuado del símil que voy a establecer está su validez y la proximidad que el mismo establece con el proceso que atraviesan los creyentes. Nadie tiene que justificar el amor a sus hijos o al Real Madrid, porque eso es algo que se lleva dentro, y todo intento de hacerlo racional lo desvirtúa. Las personas normales quieren a sus hijos o a su club al margen de consideraciones racionales. Y esto es lo que hace en general a los creyentes inmunes a lucubraciones científicas o filosóficas. La razón tiene su ámbito de aplicación, pero no es en el terreno de lo numinoso donde será útil. Lo religioso entra dentro de la percepción poética, donde todo asalto de la razón es vano ¿Alguien puede imaginar a san Juan de la Cruz, santa Teresa o el Maestro Eckhart aplicando silogismos a su accésis mística? Se me dirá que ese no es el caso de la inmensa mayoría de creyentes, tan alejados de tales ejemplos, y que como norma se limitan a cumplir una serie de preceptos y llevar una vida acomodaticia. Pero eso no es óbice para contradecir lo expuesto, pues no todo el mundo está capacitado para la unión mística en este valle de lágrimas, pero el hecho es que tal fenómeno se ha dado. Nosotros somos, como el beato Escrivá dijo, clase de tropa, aquellos eran nuestros capitanes que nos mostraban el camino a seguir.
¡Qué lúgubre e inquietante se me antoja la vida de quién no cree! El ser agnóstico y más el ateo no son sino perversiones de la emoción traídas por la aplicación del saber científico a ámbitos que no le son propios. Tradición y familia constituyen desde el principio de los tiempos los dos apoyos que facilitan el mantenimiento de la fe. Los valores cristianos de nuestra civilización y los vínculos  con nuestros seres queridos son las garantías más firmes para su pervivencia y acrecentamiento. ¿Hay algo equiparable a la satisfacción que produce la unión entre hermanos de fe en las celebraciones ante el altar? ¿Que ritos podrán celebrar los no creyentes y a quién se dirigirán? Hay algo de dramático en ese horizonte tan sombrío que se dibuja para ellos, que no podrán sino mirarse unos a otros con perplejidad y pavor. Alegrémonos pues, de poder sentir en nuestro interior la felicidad de sabernos en buenas manos, y abandonarnos a ellas. De la ciencia solo me interesan sus aplicaciones, la tecnología, que nos facilita la vida, y que bien empleada puede ser otra forma de aproximación a un Dios que, aunque se oculte, se hace accesible a través de nuestra entrega.                                                                                  

B.- 1
Buenas tardes, queridos amigos, me toca hoy a mí, dentro del ciclo de conferencias sobre “Razón y Fe”, ser otro de los ponentes de esta charla, y permítanme que la llame así, porque el nombre de conferencia me parece, en alguna medida, excesivamente pretencioso. De cualquier manera todos ustedes me conocen aunque solo sea porque figuro en el encabezamiento del folleto que les han entregado a la entrada, como les aclaró mi colega anterior. Pero, permítanme una pequeña pedantería, que sin embargo, puede iluminar desde el principio la orientación que quiero dar a mis palabras: no estaría mal que me consideraran el señor B. Y me explico. A aquello que comienza o que se supone el principio de algo se le suele asignar la letra A, no como algo  de tipo preferente, sino simplemente porque está en el principio de aquello sobre lo que se piensa discurrir, o porque sucedió en un primer momento. Y da la casualidad que en el tema sobre el que voy a hablar, existe una A que supuso el comienzo de la andadura de los seres humanos en el devenir de su especie. Que sepamos, por las fuentes que conocemos y a las que tenemos acceso, la raza humana siempre creyó en algo, o, al menos, así lo manifestó y ha quedado registrado desde sus primeros escritos, e incluso antes, en pinturas y grabados prehistóricos que, en ocasiones, parecen hacer alusiones metafóricas en ese sentido. A esa cualidad humana es a lo que yo denomino A. A son las creencias mesopotámicas, egipcias y griegas, e incluso antes las de pueblos apenas salidos de la prehistoria que hacían de lo que ha dado en llamarse animismo, su relación con entes que para entendernos llamaremos sobrenaturales, y que, sin más explicación, diferenciamos con facilidad de las que podríamos llamar naturales, y que son por propia definición, evidentes. Quisiera, llegados aquí, que reflexionaran sobre el papel desempeñado por estas creencias, esta fe en seres superiores, constituidos y existentes, según ellos, más allá de la percepción ordinaria ¿Cual ha sido la causa de su existencia? Si “no estaban allí” ¿qué les hizo imprescindibles? Y yo les diré, ya que pretendo ser concreto que, a mi modo de ver, es el surgimiento de la conciencia y la verificación dolorosa de nuestra finitud. En mi opinión, es el hecho de la muerte el que informa todo pensamiento metafísico, y por ende religioso. ¿Tendría Dios sentido sin la conciencia del acabamiento? ¿Para qué? Códigos éticos, morales o simplemente deontológicos podrían subsistir perfectamente sin esa creencia, y de hecho, no se ha observado que sociedades o personas sin un dios o demiurgo definido, tengan un comportamiento diferente al de las sociedades religiosas. Algo parece haber en el cerebro humano, que más allá de posteriores aprendizajes, hace que nos comportemos moral e incluso altruistamente fuera de toda catecumenización religiosa. Comportamiento que, por cierto, se ha observados en grupos animales, y que, al parecer, está relacionado con la supervivencia de la especie. En mi opinión, Dios existe porque existe la muerte, y ante tan, en principio, insufrible perspectiva, el ser humano primitivo inventó, en sentido literal, a los dioses. Y cuando digo “conciencia de la finitud”, quisiera que en ella quedaran comprendido todos aquellos sentimientos humanos, que sin ser tal, nos acercan a ella: el dolor, la enfermedad, el temor ante los fenómenos naturales que escapan a nuestro control, etc. Luego vendría la utilización de estos seres sobrenaturales como protectores, ayudantes, facilitadores, etc… que cada cuál hará buenos en la medida de su indefensión.
Pero me he precipitado y “me he metido en harina” demasiado rápidamente, pues quizás debiera haber empezado de una forma menos teórica, aunque sea “mi” teoría, hablándoles del proceso por el cual yo me convertí en un ser no-A. A eso voy ahora.                                   

B.- 2
Yo, como posiblemente gran parte de ustedes, nací en una sociedad teísta. Y cristiana como es habitual en Occidente: Fui, como es lógico un niño A, cosa que sin duda les ha ocurrido a ustedes. El proceso de descreimiento en mi caso obedeció a diversos factores, uno de los más importantes fue posiblemente la rutinización de las creencias, es decir, la práctica de las mismas desligadas de una vivencia real en profundidad. Al mismo tiempo, mi contacto con otras sociedades, la banalización de lo religioso, sus falacias y contradicciones, y el hecho de que en el plano de la moral había formas de vivir sin tener que recurrir al credo básico, hizo que paulatinamente me alejara de la iglesia. Posteriormente lecturas de cierto calado me hicieron ver lo absurdo de una forma de “estar ahí” desligada de mi realidad cotidiana, y de hecho, opuesta a mi forma razonable de ver el mundo y estar en él. Creer empezó a significar vivir inmerso en un mar de contradicciones de todo orden, que debía obviar, marginándolas y superándolas por un acto de funambulismo llamado fe, que, sin embargo, decían, era lo más importante. Y no quiero  entrar en detalles que están en la mente de todos ustedes. Llegado aquí, quiero hacer un inciso, mencionando al filósofo alemán Heidegger, para quien lo que en buena medida debía dar sentido al “ser-ahí” (nosotros, el ser humano arrojado al mundo, el dassein) era su característica de “ser para la muerte”, que se proyectaba así en la vida, informándola de sentido y haciéndola contradictoria, lo que generaba una intensa angustia, condición ineludible del hecho de existir. Y aquí enlazo con la narración de mi experiencia y con lo mencionado aún antes. La primera tentación del ser humano es superar esta conciencia creando la ilusión de una prolongación más allá de la muerte. De hecho, en un primer momento, tal cosa debió parecerle al ser primitivo insoportable, y, ya en nuestra experiencia infantil, más que eso, nos ha parecido increíble, aunque pronto los hechos de nuestra vida alrededor nos la confirmaran. Fui pronto pues, un niño huérfano en el sentido metafórico, o quizás siendo más preciso, un joven huérfano (mis padres de hecho fueron muy longevos) de ese Ser Superior, de ese Barquero que nos traslada sanos y salvos a la otra orilla. Y créanme que, de alguna manera lo lamento, aunque, de otra, me alegro. Pero, en principio, ¡qué más quisiera yo que creer! Sería fantástico, y haría que en buena medida viviese con total despreocupación, pero no puedo, y no creo que sea la voluntad de creer tenga nada que ver con el hecho mismo de la creencia. Soy una persona que intenta “conocer”, y ustedes sabrán lo que son ustedes mismos. Yo no puedo acercarme a nada tratando de “no saber” o recurriendo a procedimientos, que para mí son engañosos, consistentes en hacer dejación de lo que más ha caracterizado a los seres humanos y nos ha traído hasta aquí, la razón. Es cierto que, por ejemplo, el mundo de las emociones y los sentimientos no se aborda para su comprensión exactamente de la misma manera, pero, a mi modo de ver, la voluntad tampoco tiene en él mucho que ver. Si queremos a las personas que queremos por un acto de voluntad, yo les sugeriría que se replanteasen su relación. El mundo de los afectos es muy posible que tenga unas raíces fisiológicas (¡como tantas cosas!) emparentadas con el instinto y este con la supervivencia de la especie, lo que nos llevaría de nuevo a consideraciones “realistas”. Admito que el sentimiento requiere un afinamiento del puro vínculo natural, que no voy aquí a desarrollar, pero que posiblemente tenga que ver con funciones superiores del cerebro.                                 

 B.- 3
Soy huérfano, pues, de un Padre al que yo mismo abandono a pesar  de estar ahí e incluso reclamarme. Y esta orfandad dolorosa me ha hecho que busque otras vías de consuelo, pues no es agradable marginarse a pesar de uno mismo. Conocer se me impone de la misma manera, supongo, que a otros se  les impone cerrar los ojos y sobrevolar el abismo. Empleo cuerdas, mosquetones, clavos y piolé, aunque se haga duro escalar la montaña: no amo la ceguera, y aunque duela prefiero el pánico humanista a la fantasía. En esa búsqueda, oscilo, o hago compatible, según los días, un nihilismo un tanto desesperado y un humanismo redentor y gratificante. En ocasiones, me sumerjo en mi aliento, respiro buceando en lo que pienso que está al otro lado de la cordada, en esa oración sin palabras que los griegos llamaron “pneuma”, desciendo y a veces alcanzo latitudes donde brilla un sol tibio y acogedor, y donde uno olvida la complejidad de un cerebro que quiso saber más de lo que era aconsejable. Huyo de ese útero alicatado y hostil que supone el conocimiento helador de la razón, y busco el germen que fui, solo, palpitando en aquel amanecer que supuso el ponerse en camino. Trato de forjar un nuevo mundo huyendo de la actividad neuronal desatada de mi masa gris, la quietud, el remanso de un no-conocimiento, que ya en el Génesis nos fue negado. Pero no puedo cerrar los ojos, y trato de hacer compatible la razón y una nueva fe, que tendría como objetivo, en todo caso a mis semejantes y al mundo donde habito. Debemos   inventar nuevos ritos que nos reúnan y hagan compartir esta orfandad recién recibida con la esperanza de la prolongación en nuestros semejantes. Quién sabe si la cadena de nucleótidos de nuestro ADN hará surgir en un futuro próximo, espacios sagrados que nos pongan de rodillas, y de nuevo nos hagan rezar como niños.

Muchas gracias. Y el último que cierre la puerta, por favor.


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