Hay momentos en la vida de
Agustín Ramírez Zarrabeitia muy importantes, extraordinariamente importantes.
Tan importantes, concluiríamos, que toda evaluación se quedaría corta, pues le
hace sentir un hombre por encima de toda medida. Él cree que no hay nada en la
naturaleza ni remotamente parecido, teniendo en cuenta que para él el hecho de
ser hombre es la cosa más sublime que podía haberle sucedido. Y nos referimos
como es natural a su especie de homo sapiens, hasta el punto de ser partidario
del llamado principio antrópico, aquel que afirma (aunque las
pruebas no sean en absoluto determinantes) que el universo desde su creación,
ha evolucionado con el único propósito de que acabe surgiendo el ser humano. La
teoría de la evolución de Darwin le tiene sin cuidado, aunque es de la opinión
que si para llegar a ser hombre o mujer tuvimos que pasar por el mono, no tiene
ningún inconveniente en aceptarlo. Como tampoco lo tendría, por cierto, si para
ello hubiera evolucionado a partir de un cuadrúpedo de la sabana africana, eso
que quede claro (algo sugerido por algunos científicos de la república de
Guanabudú, a partir de la cebra)
Pero volviendo a la afirmación con
la que se iniciaron estas líneas, en las que se afirmaba la extraordinaria
importancia de algunos momentos de su vida, Agustín insiste en que estos se dan
principalmente cuando se relaciona con otros seres vivos, sean o no de su propia especie. Suele poner el ejemplo de sus
nietos, a los que cuando ve, parece entrar en una especie de éxtasis
desorbitado (¿hay algún éxtasis que no lo sea?) hasta el punto de ser invadido
casi de inmediato por una catatonia paralizante de tanta felicidad, y debe ser
sentado en un sillón con almohadones para que pueda gozar intensamente mientras
los chiquillos juegan a su alrededor a sus anchas, y alguno exclama “al abuelo
ya le ha dado otra de las suyas”. Siendo este el caso más paradigmático, sin
embargo no es el único, pues con una especie nada parecida a la humana,
hablamos de los felinos llamados gatos, le sucede aproximadamente lo mismo, ya
que adorándolos, tiene que prescindir de ellos, pues cada vez que se ha llevado
uno a casa, ambos han tenido que ser rescatados a punto de morir por
deshidratación, a pesar de que Agustín parecía seguir gozando del trance en su
sillón de orejas.
Queda claro a estas
alturas que el arrobo de nuestro personaje no es algo de lo que solo él está al
corriente, sino que también lo están sus familiares próximos y algunos
allegados, que jamás le dejan solo más allá de veinticuatro horas, no fuera a
ser que por cualquier motivo, hubiera entrado en trance con las desagradables
consecuencias mencionadas.
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