Vamos a suponer lo
siguiente, es diecisiete de Julio y
estamos en una tarde bochornosa
tomándonos un refresco en la terraza de un bar desconocido, donde nos ha dado
por sentarnos absolutamente al azar. Nada más hacerlo, sin embargo, a ambos nos
viene la cabeza al mismo tiempo, aunque
posiblemente no de forma milagrosa, que aquel lugar tiene un aspecto
francamente mejorable, por lo que casi sin decir una palabra nos levantamos y
continuamos el paseo. Porque se trataba de eso, pasear por el centro de la
ciudad para echar un vistazo a lo que se cuece por allí en pleno verano. Nos
hacemos la ilusión de ser unos turistas tratando de hacernos una idea general
de la ciudad, y si fuera posible de todo el país, pues aquí hay que decir que
somos famosos por tener una capacidad de inducción fuera de lo común. El que a
través de ese mecanismo lleguemos a alguna conclusión coherente es ya harina de
otro costal: con frecuencia el resultado es bastante catastrófico, pero no
quita un ápice a nuestro valor de arriesgarnos a tal labor con unos datos
evidentemente insuficientes. Nos sentamos en otra terraza casi idéntica cien
metros más allá, y al poco de pedirnos dos copas de cerveza concluimos que
aquel lugar no está de ninguna manera cerca del litoral. La humedad relativa es
muy baja y no se ve una sola gaviota, algo que haciendo acopio de nuestros
conocimientos, no sucedería por ejemplo en Brest, valga el ejemplo. Las palomas
sin embargo proliferan picoteando por el suelo, y a ambos nos da por comentar
también al unísono lo ridículo de su deambular. Es evidente que como todas las
aves, los pájaros no tienen brazos y deben impulsarse hacia delante a tirones
moviendo la cabeza hacia atrás y hacia adelante para impulsarse. Para eso o
porque no tienen otro remedio dada la fuerza que deben aplicar con el cuerpo a
sus diminutas patitas. O comoquiera que tal cosa suceda que esto no es un
tratado de fisiología animal. Las alas son otra cosa, y sería inútil que las
agitaran, pues al poco de hacerlo más que a andar echarían a volar, como todo
el mundo sabe. Incluido Leonardo da Vinci (en su día, claro está).
A
continuación y casi sin solución de continuidad, a él le da por referirse al
Ave Fénix, la maravillosa ave mítica que podía resurgir de sus propias cenizas,
y aunque yo le sigo haciendo algún comentario marginal refiriéndome a Lope de
vega, Fénix de los Ingenios, él afirma con decisión que tal cosa es lo que hará
en el futuro inmediato, ahora que el hijo de puta (sic) de su jefe le ha echado
del trabajo y está en el paro. Por mi parte, no quiero despistarle y aprovecho
la ocasión para afirmar con rotundidad que tengo la certeza que lo conseguirá,
y si no como el ave fénix, que es un bicho que más allá de sus increíbles
cualidades siempre me ha dado un poco de grima, sino como una simple avutarda,
solo capaz de vuelos de corto recorrido, pero, sin embargo, facultada para la
firme deambulación bípeda, algo muy socorrido en determinadas regiones en las
que levantar el vuelo resulta literalmente imposible. En el interior de la
selva virgen o un bosque muy tupido, sin ir más lejos. Está de acuerdo.
Apuramos las cervezas, pagamos y nos levantamos dirigiéndonos de inmediato al
hotel, donde penamos recluirnos en la habitación y dedicarnos toda la noche y
lo que queda de la tarde a celebrar tan felices hallazgos por medios fáciles de
imaginar en unos enamorados. Pero sin apagar la luz.
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