La señorita Eudivigis era la Secretaria de un
prestigioso gabinete de abogados de la capital desde el mismo día de su
creación, allá por los cincuenta, o lo que es lo mismo, cuando el padre del
actual presidente lo creó, y por lo tanto estaba vivo y en plenas facultades,
cosa de la que hoy no podría decirse lo mismo, pues cada año se celebra un
funeral en recuerdo del luctuoso aniversario de su fallecimiento, en el día en
el que sin embargo todos tenían el íntimo convencimiento que don Antonio vio la
faz del Señor. Algo después de todo no tan llamativo, considerando que el
mencionado decía verla algunas noches antes de acostarse, especialmente desde
el día en que se quedó viudo como consecuencia del óbito fulminante de su
señora, doña Margarita, por razones poco claras.
Andrés, hijo de D. Antonio, había mantenido a
Eudivigis en su puesto más por compasión que por otra cosa, pues lo cierto es
que no era la persona idónea ya que desconocía totalmente la nuevas tecnologías
y podía confundir un ordenador con un microondas a poco que ese día estuviera
un poco despistada. En cualquier caso, y eso lo mantenía el heredero para su
fuero interno, la secretaria perpetua no solo había ocupado tal lugar en la
organización del gabinete por su eficacia, sino porque fuera de horas atendía
al ilustre letrado en otros quehaceres, de los que él pronto estuvo al
corriente, una vez que se incorporó al mismo para hacer prácticas antes de
terminar la carrera. Debe saberse a estas alturas del relato que doña Margarita,
una señora de la alta sociedad madrileña, era sobre todo una mujer
absolutamente chapada a la antigua, beata de misa y comunión diarias, rosario
en familia y sabatinas, además de doncella de la Virgen de Atocha, con todo lo
que eso supone. La vida íntima del matrimonio en el sentido que puede darse a
esa palabra cuando se habla de asuntos de alcoba, era totalmente inexistente, y
doña Margarita solo consintió tener relaciones con su marido para tener a sus
hijos, lo que posiblemente fue la razón de que estos llegaran a catorce, seis
chicas y ocho chicos, de los cuales el actual presidente era el mayor.
Quiso la desgracia o la fortuna, pues todo es
cuestión de puntos de vista, que una tarde que Andrés tuvo que volver a última
hora a la oficina para recoger unos papeles que había olvidado y que necesitaba
revisar con urgencia, sorprendiera a su progenitor encerrado con Eudivigis en
su despacho. Ocurrió que al ver encendida la luz del mismo cuando ya salía
decidió entrar para apagarla, y se encontró con un cuadro que no ha podido
desalojar de su cabeza a pesar de los años transcurridos. Don Antonio se
encontraba de espaldas a la mesa de caoba con la bragueta abierta mientras
Eudivigis se aplicaba sobre lo que es de imaginar con lo que en aquel momento
consideró más devoción que entusiasmo, algo después de todo no tan de extrañar
teniendo en cuenta que también era muy pía y que tal trabajo debía estar
comprendido en la paga mensual que recibía puntualmente todos los días treinta
de cada mes, excepción hecha de febrero, que era el veintisiete, para soslayar
los años bisiestos. Como es natural, cerró la puerta como un rayo sin dar
tiempo a que los actuantes reaccionaran, y lo que es más, sin que a
continuación tomaran ninguna otra medida, pues antes de abandonar el piso aún tuvo
tiempo de ver que la luz seguía encendida y no se oía ni un suspiro. Al
alejarse del lugar camino de su domicilio, y por lo tanto del de su padre con
quien vivía en compañía de seis hermanos, pensó que lo más lógico hubiera sido
que don Antonio hubiera salido tras él para darle o pedirle alguna explicación,
o incluso para disculparse, pero no fue así en absoluto. En cualquier caso, y a
pesar de la impresión recibida, lo que más le extrañó entonces, y al paso de
los años seguía extrañando, era la percepción que tuvo del aparato de su
progenitor, que en absoluto parecía el normal en un varón adulto de origen
caucásico, sino el de un aborigen africano, con todo lo que ello significa en
la mentalidad popular, largo, grueso y sobre todo absolutamente negro. Negro
como el betún.
Durante los días siguientes al de autos, D.
Antonio permaneció sorprendentemente impertérrito, como si nada fuera de lo
habitual hubiera sucedido, y lo más que se puede reseñar al respecto fue una
somera advertencia que le hizo a la hora de la comida del día siguiente “al
salir del gabinete cerciórate que dejas puerta bien cerrada”, lo que le dio a
Andrés una cualidad totalmente
desconocida hasta ese momento de su padre, y era, por decir lo mínimo, que además
de ser un letrado prestigioso, tenía una cara de cemento armado. En cuanto a
Eudivigis cabe decir que a partir de aquel día adoptó una actitud de
autosuficiencia que verdaderamente le humillaba, pero ante la que nada podía
hacer dados los estrechos vínculos que parecían unirla a su progenitor. Al poco
tiempo la situación pasó a formar parte del acervo de conocimientos que le eran
rentables para formar parte del gabinete sin mayores problemas, y en cierta
medida Andrés no pudo impedir que su mente considerara a la secretaria como una
especie de segunda madre. Teniendo en cuenta tal hecho, lo único que le perturbó
durante algunos meses fue que sintiendo al mismo tiempo hacia Eudivigis un
deseo soterrado de que desempeñara para sí mismo las funciones que cumplía con
su padre, tuvo que soportar un intenso complejo de Edipo, aunque
afortunadamente nunca se le pasó por la cabeza mandarle al otro barrio, como en
la archifamosa tragedia de Sófocles.
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