miércoles, 12 de abril de 2017

GABINETES



La señorita Eudivigis era la Secretaria de un prestigioso gabinete de abogados de la capital desde el mismo día de su creación, allá por los cincuenta, o lo que es lo mismo, cuando el padre del actual presidente lo creó, y por lo tanto estaba vivo y en plenas facultades, cosa de la que hoy no podría decirse lo mismo, pues cada año se celebra un funeral en recuerdo del luctuoso aniversario de su fallecimiento, en el día en el que sin embargo todos tenían el íntimo convencimiento que don Antonio vio la faz del Señor. Algo después de todo no tan llamativo, considerando que el mencionado decía verla algunas noches antes de acostarse, especialmente desde el día en que se quedó viudo como consecuencia del óbito fulminante de su señora, doña Margarita, por razones poco claras.
     Andrés, hijo de D. Antonio, había mantenido a Eudivigis en su puesto más por compasión que por otra cosa, pues lo cierto es que no era la persona idónea ya que desconocía totalmente la nuevas tecnologías y podía confundir un ordenador con un microondas a poco que ese día estuviera un poco despistada. En cualquier caso, y eso lo mantenía el heredero para su fuero interno, la secretaria perpetua no solo había ocupado tal lugar en la organización del gabinete por su eficacia, sino porque fuera de horas atendía al ilustre letrado en otros quehaceres, de los que él pronto estuvo al corriente, una vez que se incorporó al mismo para hacer prácticas antes de terminar la carrera. Debe saberse a estas alturas del relato que doña Margarita, una señora de la alta sociedad madrileña, era sobre todo una mujer absolutamente chapada a la antigua, beata de misa y comunión diarias, rosario en familia y sabatinas, además de doncella de la Virgen de Atocha, con todo lo que eso supone. La vida íntima del matrimonio en el sentido que puede darse a esa palabra cuando se habla de asuntos de alcoba, era totalmente inexistente, y doña Margarita solo consintió tener relaciones con su marido para tener a sus hijos, lo que posiblemente fue la razón de que estos llegaran a catorce, seis chicas y ocho chicos, de los cuales el actual presidente era el mayor.
Quiso la desgracia o la fortuna, pues todo es cuestión de puntos de vista, que una tarde que Andrés tuvo que volver a última hora a la oficina para recoger unos papeles que había olvidado y que necesitaba revisar con urgencia, sorprendiera a su progenitor encerrado con Eudivigis en su despacho. Ocurrió que al ver encendida la luz del mismo cuando ya salía decidió entrar para apagarla, y se encontró con un cuadro que no ha podido desalojar de su cabeza a pesar de los años transcurridos. Don Antonio se encontraba de espaldas a la mesa de caoba con la bragueta abierta mientras Eudivigis se aplicaba sobre lo que es de imaginar con lo que en aquel momento consideró más devoción que entusiasmo, algo después de todo no tan de extrañar teniendo en cuenta que también era muy pía y que tal trabajo debía estar comprendido en la paga mensual que recibía puntualmente todos los días treinta de cada mes, excepción hecha de febrero, que era el veintisiete, para soslayar los años bisiestos. Como es natural, cerró la puerta como un rayo sin dar tiempo a que los actuantes reaccionaran, y lo que es más, sin que a continuación tomaran ninguna otra medida, pues antes de abandonar el piso aún tuvo tiempo de ver que la luz seguía encendida y no se oía ni un suspiro. Al alejarse del lugar camino de su domicilio, y por lo tanto del de su padre con quien vivía en compañía de seis hermanos, pensó que lo más lógico hubiera sido que don Antonio hubiera salido tras él para darle o pedirle alguna explicación, o incluso para disculparse, pero no fue así en absoluto. En cualquier caso, y a pesar de la impresión recibida, lo que más le extrañó entonces, y al paso de los años seguía extrañando, era la percepción que tuvo del aparato de su progenitor, que en absoluto parecía el normal en un varón adulto de origen caucásico, sino el de un aborigen africano, con todo lo que ello significa en la mentalidad popular, largo, grueso y sobre todo absolutamente negro. Negro como el betún.
Durante los días siguientes al de autos, D. Antonio permaneció sorprendentemente impertérrito, como si nada fuera de lo habitual hubiera sucedido, y lo más que se puede reseñar al respecto fue una somera advertencia que le hizo a la hora de la comida del día siguiente “al salir del gabinete cerciórate que dejas puerta bien cerrada”, lo que le dio a Andrés una cualidad  totalmente desconocida hasta ese momento de su padre, y era, por decir lo mínimo, que además de ser un letrado prestigioso, tenía una cara de cemento armado. En cuanto a Eudivigis cabe decir que a partir de aquel día adoptó una actitud de autosuficiencia que verdaderamente le humillaba, pero ante la que nada podía hacer dados los estrechos vínculos que parecían unirla a su progenitor. Al poco tiempo la situación pasó a formar parte del acervo de conocimientos que le eran rentables para formar parte del gabinete sin mayores problemas, y en cierta medida Andrés no pudo impedir que su mente considerara a la secretaria como una especie de segunda madre. Teniendo en cuenta tal hecho, lo único que le perturbó durante algunos meses fue que sintiendo al mismo tiempo hacia Eudivigis un deseo soterrado de que desempeñara para sí mismo las funciones que cumplía con su padre, tuvo que soportar un intenso complejo de Edipo, aunque afortunadamente nunca se le pasó por la cabeza mandarle al otro barrio, como en la archifamosa tragedia de Sófocles.

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