Me despierto a las cinco de la mañana con un
ataque de risa. Y lo sorprendente no es eso, sino que no recuerdo haber estado
soñando con nada. Es por lo tanto una risa en estado puro que no remite sino a
sí misma. Una risa que podría ponerse caso de haber sido grabada, como
acompañamiento en una película muda de los años veinte del siglo pasado, por
decir algo con cierto sentido. No es además una risa estentórea o desquiciada,
se trata más bien de una risa razonable que podría corresponderse con una situación
bien trabada, un gag con la espontaneidad de los gags pasados por una charla de
cine forum. Para que se me entienda: una risa casi inteligente.
De la
risa paso al sobresalto a una velocidad aproximada a c, que todo el mundo
conoce dado que Einstein es Einstein, aunque ya pasaran años desde 1905, el año
prodigioso, cuando c dio el salto a la fama, como también sabe mucha gente que
no desconoce la teoría de la Relatividad, que de relativa no tiene nada. Y bien,
con esas prisas decido abandonar la casa y por lo tanto el edificio, puesto que
vivo en un bloque de apartamentos y lo mínimo sería quedarme en el rellano de
la escalera. No me visto y bajo a la calle en pijama, total estamos a
principios de verano y la temperatura en estos momentos no creo que baje de
dieciocho grados, puestos a decir poco. Ayer el calor fue asfixiante. En tales
circunstancias verme vestido de tal guisa no tendría ninguna importancia y
nadie podría echarme en cara a donde voy con esa pinta.
La calle
como suponía sigue siendo una calle con aceras a ambos lados y doble sentido.
Los árboles a su vez siguen siendo árboles perfectamente visibles pues el alumbrado
funciona a pleno rendimiento, desimplicado el ayuntamiento del ahorro
energético tan recomendado en nuestros días. La noche por lo tanto tiene poco
de misteriosa a pesar de su fama que la hace apta para los relatos fantásticos
y los asesinatos en serie. En cualquier caso, me paseo hacia arriba y hacia
abajo durante un buen rato, y me acuerdo de mis vecinos que con toda seguridad
se reparten entre Marbella, Benidorm y Gandía, abarrotadas ciudades dormitorio
a estas horas con una humedad relativa próxima al 100% y una temperatura nunca
inferior veinte grados en esta época, condiciones idóneas para el insomnio. Quien
sabe si como yo, las multitudes que las habitan, y por tanto ellos mismos, se
han echado también a la calle y las han convertido en una inmensa manifestación
de zombis. La risa no se me ha ido del todo, especialmente en los momentos en
los que giro para tomar la dirección contraria, en los que me ataca con
especial virulencia a pesar de las características mencionadas más arriba. Una
risa perfectamente razonable cargada de significados ocultos que quizás
requiriera la colaboración de un semiólogo para desvelarlos, pero no son esas
horas para tratar de encontrarlo. Entre otras cosas porque por esas fechas
también estará en alguna de las bonitas e insoportables localidades
mencionadas, y quien sabe si en la manifestación a la que se aludió.
Después de pasear durante más de una hora decido o
mejor dicho algo en mi interior decide que ha llegado el momento de regresar a
mi domicilio. Mi decisión no obedece a ningún razonamiento previo ni tampoco al
hartazgo de girar en un carrusel sin ningún sentido, sino que como el sueño,
solo responde a un impulso incontrolable y en ese sentido también es una
decisión pura al cien por cien, desprovista de cualquier frivolidad momentánea
o consecuencia de algún proceso argumentado a priori. Podría afirmarse que de
hecho no es una decisión estrictamente mía sino de una instancia que me habita
y desconozco. No sé si he sido capaz de explicar el acontecimiento. Mínimo, es
cierto, pero cargado de unas resonancias que podrían llevarnos muy lejos. Entro
en el portal del edificio y se me antoja comprobar si el ascensor funciona por
lo que subo hasta el segundo piso y vuelvo a bajar a pie una vez verificado tal
hecho. Ya abajo tomo impulso y subo de un tirón y a buen paso hasta el quinto
donde vivo, aunque al pasar por el segundo no pueda evitar enternecerme
recordando el alivio que supuso poco antes encontrarme en su rellano. Abro la
puerta de casa con una decisión trufada de ciertas expectativas que soy incapaz
de especificar y me meto en la cama sin mayores preámbulos. A continuación
intento leer un libro de divulgación científica que trata del fenómeno de la
emergencia por si pudiera aportarme alguna luz sobre lo sucedido esta noche,
pero se me cae de las manos y me duermo profundamente. Al poco rato, sin
embargo, vuelvo a despertarme, aunque esta vez solo urgido por las necesidades
habituales de un varón maduro con problemas leves de próstata. Al volver del
baño reposo la cabeza sobre dos almohadones en la cama y espero la llegada del
Espiritu Santo o como mínimo de una voz que dé sentido a mi existencia. No
sucede, pero poco antes de cerrar los ojos definitivamente vuelvo a recordar a
mis vecinos de la costa, pero sobre todo a Aristóteles el Estagirita. Es
absurdo, lo sé, pero no puedo evitar emocionarme y llorar desconsoladamente.
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