sábado, 15 de abril de 2017

1905



Me despierto a las cinco de la mañana con un ataque de risa. Y lo sorprendente no es eso, sino que no recuerdo haber estado soñando con nada. Es por lo tanto una risa en estado puro que no remite sino a sí misma. Una risa que podría ponerse caso de haber sido grabada, como acompañamiento en una película muda de los años veinte del siglo pasado, por decir algo con cierto sentido. No es además una risa estentórea o desquiciada, se trata más bien de una risa razonable que podría corresponderse con una situación bien trabada, un gag con la espontaneidad de los gags pasados por una charla de cine forum. Para que se me entienda: una risa casi inteligente.
    De la risa paso al sobresalto a una velocidad aproximada a c, que todo el mundo conoce dado que Einstein es Einstein, aunque ya pasaran años desde 1905, el año prodigioso, cuando c dio el salto a la fama, como también sabe mucha gente que no desconoce la teoría de la Relatividad, que de relativa no tiene nada. Y bien, con esas prisas decido abandonar la casa y por lo tanto el edificio, puesto que vivo en un bloque de apartamentos y lo mínimo sería quedarme en el rellano de la escalera. No me visto y bajo a la calle en pijama, total estamos a principios de verano y la temperatura en estos momentos no creo que baje de dieciocho grados, puestos a decir poco. Ayer el calor fue asfixiante. En tales circunstancias verme vestido de tal guisa no tendría ninguna importancia y nadie podría echarme en cara a donde voy con esa pinta.
    La calle como suponía sigue siendo una calle con aceras a ambos lados y doble sentido. Los árboles a su vez siguen siendo árboles perfectamente visibles pues el alumbrado funciona a pleno rendimiento, desimplicado el ayuntamiento del ahorro energético tan recomendado en nuestros días. La noche por lo tanto tiene poco de misteriosa a pesar de su fama que la hace apta para los relatos fantásticos y los asesinatos en serie. En cualquier caso, me paseo hacia arriba y hacia abajo durante un buen rato, y me acuerdo de mis vecinos que con toda seguridad se reparten entre Marbella, Benidorm y Gandía, abarrotadas ciudades dormitorio a estas horas con una humedad relativa próxima al 100% y una temperatura nunca inferior veinte grados en esta época, condiciones idóneas para el insomnio. Quien sabe si como yo, las multitudes que las habitan, y por tanto ellos mismos, se han echado también a la calle y las han convertido en una inmensa manifestación de zombis. La risa no se me ha ido del todo, especialmente en los momentos en los que giro para tomar la dirección contraria, en los que me ataca con especial virulencia a pesar de las características mencionadas más arriba. Una risa perfectamente razonable cargada de significados ocultos que quizás requiriera la colaboración de un semiólogo para desvelarlos, pero no son esas horas para tratar de encontrarlo. Entre otras cosas porque por esas fechas también estará en alguna de las bonitas e insoportables localidades mencionadas, y quien sabe si en la manifestación a la que se aludió.
Después de pasear durante más de una hora decido o mejor dicho algo en mi interior decide que ha llegado el momento de regresar a mi domicilio. Mi decisión no obedece a ningún razonamiento previo ni tampoco al hartazgo de girar en un carrusel sin ningún sentido, sino que como el sueño, solo responde a un impulso incontrolable y en ese sentido también es una decisión pura al cien por cien, desprovista de cualquier frivolidad momentánea o consecuencia de algún proceso argumentado a priori. Podría afirmarse que de hecho no es una decisión estrictamente mía sino de una instancia que me habita y desconozco. No sé si he sido capaz de explicar el acontecimiento. Mínimo, es cierto, pero cargado de unas resonancias que podrían llevarnos muy lejos. Entro en el portal del edificio y se me antoja comprobar si el ascensor funciona por lo que subo hasta el segundo piso y vuelvo a bajar a pie una vez verificado tal hecho. Ya abajo tomo impulso y subo de un tirón y a buen paso hasta el quinto donde vivo, aunque al pasar por el segundo no pueda evitar enternecerme recordando el alivio que supuso poco antes encontrarme en su rellano. Abro la puerta de casa con una decisión trufada de ciertas expectativas que soy incapaz de especificar y me meto en la cama sin mayores preámbulos. A continuación intento leer un libro de divulgación científica que trata del fenómeno de la emergencia por si pudiera aportarme alguna luz sobre lo sucedido esta noche, pero se me cae de las manos y me duermo profundamente. Al poco rato, sin embargo, vuelvo a despertarme, aunque esta vez solo urgido por las necesidades habituales de un varón maduro con problemas leves de próstata. Al volver del baño reposo la cabeza sobre dos almohadones en la cama y espero la llegada del Espiritu Santo o como mínimo de una voz que dé sentido a mi existencia. No sucede, pero poco antes de cerrar los ojos definitivamente vuelvo a recordar a mis vecinos de la costa, pero sobre todo a Aristóteles el Estagirita. Es absurdo, lo sé, pero no puedo evitar emocionarme y llorar desconsoladamente.

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