Cuando nos volvemos a ver, después del tiempo que
nos dimos para reflexionar sobre el asunto, me dice que por fin lo tiene claro.
O al menos que lo ve con la claridad que es posible ver en asuntos de ese tipo.
O lo que es lo mismo, de un asunto que por su especial índole nunca podrá estar
definitivamente claro. En su opinión, que yo comparto, insiste en que lo que lo
que nos cuesta verdaderamente definir, no es tanto el contenido del asunto,
sino de qué asunto estamos hablando.
Y esa ha sido siempre nuestra mayor dificultad. Por
más que estemos de acuerdo en temas menores, cuando intentamos hablar de algo
sustancial, uno de los dos, normalmente el interpelado, acaba exclamando: “pero
¿de qué estamos hablando?”. Puede parecer una broma, una especie de boutade,
pero el hecho en sí permanece. Lo que sucede es que realmente no sabemos de qué
trata el tema que nos tiene ocupados. Él dice ser amante de las estructuras
difusas, aquellas que a pesar de su concreción se nos presentan tras una serie
de supuestos que hace difícil, cuando no imposible, desvelarlas y saber su
dimensión exacta. Y a mí me pasa otro tanto, algo que, cuando lo pienso y se lo
acabo confesando, llegamos a la conclusión: que a pesar de todo, sea
precisamente esa ignorancia la que nos mantiene unidos después de tanto tiempo.
De todas
maneras, últimamente he llegado a pensar si el verdadero problema entre
nosotros no consiste en el objeto de nuestro debate, sino en que somos
totalmente incompatibles. A veces le miro y me pregunto: “¿pero quien es
realmente este individuo?”. Le veo gesticular delante de mí, y me parece estar
asistiendo a una representación teatral. De hecho, al poco no le escucho, y sus
palabras acaban rodeándome como una lluvia fina a comienzos de primavera o el
vapor de una sauna en cualquier época del año, valga la cursilada. Él debe
darse cuenta enseguida porque algo en mi actitud me delata, y es entonces
cuando empieza a hablarme de una forma más pausada, articulando mucho cada
palabra, como si se estuviera dirigiendo a una persona con dificultades
auditivas, a un niño pequeño o a un extranjero con falta de léxico. Soy
consciente de su esfuerzo, pero al mismo tiempo tengo la sensación de que está
disfrutando dirigiéndose a mí de esta manera, así que le dejo continuar hasta
que se cansa. En ocasiones, sin embargo, lo que hago es imitarle abriendo y
cerrando mucho la boca, como si fuera un eco de sus palabras, abriendo mucho
los ojos y levantando las cejas, lo que, por su expresión también parece
hacerle disfrutar de lo lindo. Quizás la solución consista en que ambos
olvidamos que tenemos algo que decirnos, y más aún que existe un tema preciso e
importante que debemos finiquitar definitivamente. Terminar con la pantomima
que tenemos organizada y decirnos finalmente, por mucho que nos duela:
encantado de haberte conocido y adiós muy buenas.
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