Digo, por ejemplo, veintiséis, y me siento
satisfecho, sin poder explicar si es debido a algún significado preciso y
favorable de ese número para mí, a que su pronunciación resulta agradable a mis
oídos, o a que, sin yo saberlo, tiene en mi interior ciertas resonancias que me
hacen contemplar la vida con mayor esperanza que en otras ocasiones.
Si, sin embargo, digo treinta y dos, al poco
tiempo me siento molesto, sin poder tampoco identificar la razón. Pudiera ser
una aversión antigua a los números pares que, aunque desconocida para mí,
resulte operativa dentro del sistema límbico de mi cerebro. O porque, siendo yo
un cristiano convencido, a esa edad ya estaba Jesús en puertas de su Pasión, lo
que me entristece profundamente. Y, posiblemente, por otra serie de motivos
que, como en el caso anterior (número veintiséis), no se me alcanza, pero son
operativos al cien por cien.
Existen, por otro lado, números que me resultan
totalmente indiferentes, con independencia de su fonética o significado. Los tengo
dentro de mi cabeza, listos para identificarse en el momento de hacerse
presentes. El diecisiete, sin ir más lejos, es uno de ellos. Éste, como otros
que ahora no tengo en mente, me tiene absolutamente sin cuidado, me resulta
ajeno hasta tal punto, que ni siquiera lo considero un número. No reúne las
condiciones mínimas (aunque sea incapaz de especificarlas) para hacer de tal
número, un número con total propiedad. No puedo explicarlo. O sí puedo
recurriendo a una metáfora. Imaginemos que estoy en una situación que tengo una
necesidad determinada, muy concreta, y que todo lo que se me ofrece no puede
satisfacerla de ninguna manera. Por poner un ejemplo: tengo sed. Una sed ardiente,
definitiva, en la que en su satisfacción me va la vida, y ante mis súplicas,
alguien me ofrece un cigarrillo, una tableta de chocolate o un trago de ron.
Cosas de ese estilo. Esos son los correlatos de los números que me resultan
indiferentes (y a pocas más, repugnantes). Creo que así la cosa estará algo más
clara.
Y finalmente, existen algunos números que, puestos
en mi conocimiento, levantan en mi interior sensaciones contradictorias, que
pueden llevarme de un amor incondicional a la repulsión (quizás exagero) más
absoluta. Por decir alguno en concreto, el número tres, que si en principio me
resulta muy familiar y me recuerda los añorados años de los primeros cursos del
bachillerato, poco después me parece algo demasiado manido, dejà vu, como diría
un francés o un pedante, como quien escribe estas líneas cuando se siente
inspirado. Un número demasiado banal para ser tomado en serio, aunque como se
sabe, tres puntos determinen un plano y den lugar por lo tanto a las dos
dimensiones que nos son tan familiares, como la hoja de papel sobre la que
escribo o el suelo que me sustenta. Si encuentro alguna explicación coherente a
esta antinomia, paradoja o contradicción (escoger lo que más guste), lo
comunicaré oportunamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario