viernes, 13 de enero de 2017

CIFRAS



Digo, por ejemplo, veintiséis, y me siento satisfecho, sin poder explicar si es debido a algún significado preciso y favorable de ese número para mí, a que su pronunciación resulta agradable a mis oídos, o a que, sin yo saberlo, tiene en mi interior ciertas resonancias que me hacen contemplar la vida con mayor esperanza que en otras ocasiones.

Si, sin embargo, digo treinta y dos, al poco tiempo me siento molesto, sin poder tampoco identificar la razón. Pudiera ser una aversión antigua a los números pares que, aunque desconocida para mí, resulte operativa dentro del sistema límbico de mi cerebro. O porque, siendo yo un cristiano convencido, a esa edad ya estaba Jesús en puertas de su Pasión, lo que me entristece profundamente. Y, posiblemente, por otra serie de motivos que, como en el caso anterior (número veintiséis), no se me alcanza, pero son operativos al cien por cien.

Existen, por otro lado, números que me resultan totalmente indiferentes, con independencia de su fonética o significado. Los tengo dentro de mi cabeza, listos para identificarse en el momento de hacerse presentes. El diecisiete, sin ir más lejos, es uno de ellos. Éste, como otros que ahora no tengo en mente, me tiene absolutamente sin cuidado, me resulta ajeno hasta tal punto, que ni siquiera lo considero un número. No reúne las condiciones mínimas (aunque sea incapaz de especificarlas) para hacer de tal número, un número con total propiedad. No puedo explicarlo. O sí puedo recurriendo a una metáfora. Imaginemos que estoy en una situación que tengo una necesidad determinada, muy concreta, y que todo lo que se me ofrece no puede satisfacerla de ninguna manera. Por poner un ejemplo: tengo sed. Una sed ardiente, definitiva, en la que en su satisfacción me va la vida, y ante mis súplicas, alguien me ofrece un cigarrillo, una tableta de chocolate o un trago de ron. Cosas de ese estilo. Esos son los correlatos de los números que me resultan indiferentes (y a pocas más, repugnantes). Creo que así la cosa estará algo más clara.

Y finalmente, existen algunos números que, puestos en mi conocimiento, levantan en mi interior sensaciones contradictorias, que pueden llevarme de un amor incondicional a la repulsión (quizás exagero) más absoluta. Por decir alguno en concreto, el número tres, que si en principio me resulta muy familiar y me recuerda los añorados años de los primeros cursos del bachillerato, poco después me parece algo demasiado manido, dejà vu, como diría un francés o un pedante, como quien escribe estas líneas cuando se siente inspirado. Un número demasiado banal para ser tomado en serio, aunque como se sabe, tres puntos determinen un plano y den lugar por lo tanto a las dos dimensiones que nos son tan familiares, como la hoja de papel sobre la que escribo o el suelo que me sustenta. Si encuentro alguna explicación coherente a esta antinomia, paradoja o contradicción (escoger lo que más guste), lo comunicaré oportunamente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario