Finalmente Adela
no se ha presentado y he tenido que cambiar los planes. Pensábamos coger el
autobús para ir a la playa, darnos un chapuzón y luego comer en un bar cercano
de confianza el menú del día. Y después volvernos tranquilamente a primera hora
de la tarde, aquí nunca hace demasiado calor, y resulta agradable regresar a
casa con ganas de dormir la siesta. Era nuestro plan, pero no ha podido ser. Al
parecer se ha sentido indispuesta por unas ligeras molestias digestivas. Yo he
aceptado sus disculpas y he colgado enseguida, pues he tenido la impresión que
la otra alternativa consistía en acompañarla a Urgencias, y aunque es una buena
amiga, la verdad es que no estaba dispuesta a que me estropeara el día. El
cambio de planes por lo tanto solo ha consistido en prescindir de ella, con lo
cual no sé si verdaderamente tal expresión es la adecuada, pero creo que se
entiende.
Ya en la playa
he procedido como suelo hacer, en primer lugar plantar la sombrilla en un sitio
apartado del resto de bañistas tanto como sea posible, y en segundo, extender
bajo ella la toalla, ponerme crema solar y tumbarme. Y así lo he hecho. Esta
vez, sin embargo, nada más hacerlo, he comenzado a preguntarme con una
insistencia irritante el significado de echarme crema para a continuación
ponerme a la sombra. Y pensar en la brisa y el yodo marinos no me han parecidos
razones convincentes, por lo que he acabado considerándolo una majadería. Como
quitarme la crema resultaba complicado, me he puesto al sol durante un buen
rato, pero si debo decir la verdad, tampoco eso me ha resultado enteramente
satisfactorio. Y no porque no resultase agradable, sino porque todo el tiempo
que he permanecido así, le he estado dando vueltas en la cabeza al mero hecho
de tener la sombrilla abierta inútilmente a escasos dos metros. Finalmente me
ha tranquilizado algo suponer que el bolso con todas mis cosas dentro estaba
mejor a la sombra. Cuando me he vuelto a meter bajo la sombrilla, he empezado a
cavilar sobre el hecho de traer a la playa un montón de cosas inútiles, cuando
con la toalla, la crema y un peine sería suficiente, teniendo en cuenta,
además, que mi vestido tiene bolsillos. No sé. He sido incapaz de desprenderme
de este tema durante un rato y la conclusión ha sido que debo pensar en ello con
más detenimiento cuando vuelva a casa. En principio, mi opinión es que incluso
en la ciudad es idiota ir cargada de aquí para allá con un trasto inútil, del
que sin embargo ninguna mujer es capaz de prescindir. En principio creo que por
pura coquetería, seamos sinceras.
Quizás Adela me
ayude a resolver esto que se está convirtiendo en mi interior en un verdadero
dilema. De regreso a casa en el autobús he continuado estúpidamente dándole
vueltas al asunto y no he podido disfrutar en absoluto del paisaje. Es un
paisaje muy apacible lleno de campos verdes salpicados aquí y allá con
plantaciones de maíz, y algunas elevaciones y colinas suaves que se prestan a
la ensoñación, pero que sin duda por todo el ajetreo previo dentro de mi
cabeza, en aquellos momentos para describirlo no me venía a la cabeza otro
calificativo que “sobrecogedor”, lo cual es absurdo a falta de acantilados,
mares rugientes, cielos amenazadores y cosas por el estilo. Pero ha sido así.
Quizás también aquí mi amiga hubiera tenido algo que decir al respecto, aunque
es muy parca en palabras y posiblemente ni siquiera hubiera comprendido mi
desazón en esos momentos.
Debería llamarla
nada más llegar, pero me temo que aún siga en el hospital y no tendría más
remedio que ir a verla. Cuando nos despedimos le dije que para las
descomposiciones rebeldes lo mejor es el zumo de limón, pero no creo que me
haya hecho caso, y ya se sabe que a Urgencias se sabe cuando se entra pero no
cuando se sale.
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