lunes, 20 de julio de 2015

SOMBRILLAS



Finalmente Adela no se ha presentado y he tenido que cambiar los planes. Pensábamos coger el autobús para ir a la playa, darnos un chapuzón y luego comer en un bar cercano de confianza el menú del día. Y después volvernos tranquilamente a primera hora de la tarde, aquí nunca hace demasiado calor, y resulta agradable regresar a casa con ganas de dormir la siesta. Era nuestro plan, pero no ha podido ser. Al parecer se ha sentido indispuesta por unas ligeras molestias digestivas. Yo he aceptado sus disculpas y he colgado enseguida, pues he tenido la impresión que la otra alternativa consistía en acompañarla a Urgencias, y aunque es una buena amiga, la verdad es que no estaba dispuesta a que me estropeara el día. El cambio de planes por lo tanto solo ha consistido en prescindir de ella, con lo cual no sé si verdaderamente tal expresión es la adecuada, pero creo que se entiende.
Ya en la playa he procedido como suelo hacer, en primer lugar plantar la sombrilla en un sitio apartado del resto de bañistas tanto como sea posible, y en segundo, extender bajo ella la toalla, ponerme crema solar y tumbarme. Y así lo he hecho. Esta vez, sin embargo, nada más hacerlo, he comenzado a preguntarme con una insistencia irritante el significado de echarme crema para a continuación ponerme a la sombra. Y pensar en la brisa y el yodo marinos no me han parecidos razones convincentes, por lo que he acabado considerándolo una majadería. Como quitarme la crema resultaba complicado, me he puesto al sol durante un buen rato, pero si debo decir la verdad, tampoco eso me ha resultado enteramente satisfactorio. Y no porque no resultase agradable, sino porque todo el tiempo que he permanecido así, le he estado dando vueltas en la cabeza al mero hecho de tener la sombrilla abierta inútilmente a escasos dos metros. Finalmente me ha tranquilizado algo suponer que el bolso con todas mis cosas dentro estaba mejor a la sombra. Cuando me he vuelto a meter bajo la sombrilla, he empezado a cavilar sobre el hecho de traer a la playa un montón de cosas inútiles, cuando con la toalla, la crema y un peine sería suficiente, teniendo en cuenta, además, que mi vestido tiene bolsillos. No sé. He sido incapaz de desprenderme de este tema durante un rato y la conclusión ha sido que debo pensar en ello con más detenimiento cuando vuelva a casa. En principio, mi opinión es que incluso en la ciudad es idiota ir cargada de aquí para allá con un trasto inútil, del que sin embargo ninguna mujer es capaz de prescindir. En principio creo que por pura coquetería, seamos sinceras.
Quizás Adela me ayude a resolver esto que se está convirtiendo en mi interior en un verdadero dilema. De regreso a casa en el autobús he continuado estúpidamente dándole vueltas al asunto y no he podido disfrutar en absoluto del paisaje. Es un paisaje muy apacible lleno de campos verdes salpicados aquí y allá con plantaciones de maíz, y algunas elevaciones y colinas suaves que se prestan a la ensoñación, pero que sin duda por todo el ajetreo previo dentro de mi cabeza, en aquellos momentos para describirlo no me venía a la cabeza otro calificativo que “sobrecogedor”, lo cual es absurdo a falta de acantilados, mares rugientes, cielos amenazadores y cosas por el estilo. Pero ha sido así. Quizás también aquí mi amiga hubiera tenido algo que decir al respecto, aunque es muy parca en palabras y posiblemente ni siquiera hubiera comprendido mi desazón en esos momentos.
Debería llamarla nada más llegar, pero me temo que aún siga en el hospital y no tendría más remedio que ir a verla. Cuando nos despedimos le dije que para las descomposiciones rebeldes lo mejor es el zumo de limón, pero no creo que me haya hecho caso, y ya se sabe que a Urgencias se sabe cuando se entra pero no cuando se sale.

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