lunes, 20 de julio de 2015

SOMBRILLAS DOS



Después de la siesta hago un esfuerzo y llamo a Adela para ver como ha evolucionado su situación, quizás me hizo caso y con el limón haya sido suficiente. En casa, sin embargo, no está, por lo que me temo lo peor, es decir, que efectivamente esté en Urgencias. La llamo al móvil y me responde una voz de mujer que no conozco. Es la enfermera Teresa, que me confirma que Adela ingresó por asunto menor del aparato digestivo, pero que estando allí sufrió un derrame interno de sangre. Al parecer de madrugada se despertó con un dolor muy fuerte de cabeza, y no le se le ocurrió otra cosa mejor (aquí su voz toma una entonación claramente irónica y despectiva) que tomarse de golpe tres ibuprofenos. “Se ha salvado de milagro…porque estaba aquí. De momento está en la UVI” concluye tajante en un tono de reproche, como si de alguna manera considerara que yo tengo la culpa. Intento decir algo para justificarme, pero cuelga y me deja con la palabra en la boca.
A la mañana siguiente me acerco al hospital. Adela sigue en la UVI donde la enfermera/sargento Teresa me informa que tras dos transfusiones masivas de sangre ya está fuera de peligro y que pronto la bajarán a planta. Por la tarde vuelvo a acercarme y ya la han bajado, aunque está en observación permanente, porque en estos casos pueden presentarse complicaciones. Episodios ante los que hay que estar atentos. A eso de las siete, poco antes de que le lleven la cena, por fin puedo verla y hablar con ella. Tiene mal aspecto, pero habla con una seguridad y aplomo impropios de alguien que acaba de pasar por una situación tan peligrosa. Trato de tranquilizarla y hablar de lo sucedido, pero ella me responde con una voz bien timbrada y segura, que ha sido un incidente menor al que no quiere dar más vueltas, asumiendo su negligencia. Y ante mi perplejidad, me dice que lo que verdaderamente le preocupa en esos momentos es el paisaje desde el autobús a la playa. Ante mi cara de asombro, puntualiza que en su
opinión los maizales sobran, y que en su lugar sería mucho mejor plantar un campo de amapolas. “Haría el paisaje mucho más cálido y acogedor. Tanto verde es redundante y un hasta cursi” afirma finalmente, para añadir como colofón “y mejor sería aún plantar girasoles. Los pintores lo agradecerían y quien sabe si llegaría a surgir entre nosotros algún Van Gogh”. Luego se calla y no vuelve a abrir la boca hasta que llega la cena, y eso para comer, momento que aprovecho para despedirme y marcharme, asombrada por el sesgo artístico que han tomado los acontecimientos con mi amiga Adela.
La dejo y vuelvo a casa. Mañana de todas maneras voy a volver a la playa, en el hospital de todas maneras poco puedo hacer y además me dijo que al parecer va a venir su hermano suyo desde Asturias. Su comentario sobre las amapolas y los girasoles me ha dejado perpleja y pienso si no estará perdiendo la cabeza, aunque a lo mejor es un efecto secundario de las transfusiones, hace nada he leído que a un ruso que le habían transplantado el hígado de un negro norteamericano, estaba cogiendo color y ya parecía mulato. Quien sabe lo que puede pasar con todas estas cosas de la medicina moderna A lo mejor le han puesto sangre de un pintor impresionistas o amante de esa época, y por ahí van los tiros. En cualquier caso no voy a preguntarlo en el hospital no vaya a ser que sea a mí a quien tomen por loca. Una vez de vuelta en casa, me olvido totalmente de Adela y me concentro en el asunto que me tiene últimamente preocupada en la playa: la conveniencia o no de llevar una bolsa cargada de cachivaches inútiles que apenas voy a utilizar. Finalmente decido comprarme una mochila pequeña en la que cabe lo imprescindible, y que es mucho más cómoda de transportar.
Al día siguiente vuelvo por lo tanto a la playa con el sentimiento eufórico de quien ha resuelto un problema complicado. Al llegar, procedo como es habitual y después de plantar la sombrilla, extender la toalla y ponerme crema, me tiendo al sol dispuesta a disfrutar de un día espléndido sin las cavilaciones de los últimos tiempos. La temperatura es ideal y el sol calienta tibiamente entre unas nubes blancas ligeras como algodones. Sin embargo, al poco de permanecer tumbada llena de pensamientos positivos en los que llego acordarme con afecto de mi amiga en el hospital, una duda se cuela insidiosamente en mi cabeza y comienza a crearme una inquietud inesperada. ¿Qué sentido tiene tener totalmente abierta la sombrilla con un sol apenas perceptible, cuando, por otro lado, lo que llevo en la mochila no sufriría en absoluto aunque se calentara ligeramente? Las sombrillas están para dar sombra y tenerla en esos momentos desplegada es un dispendio (o como quiera llamarse al empleo inadecuado de cualquier cosa). Es una idiotez, lo sé, pero me cuesta aceptar situaciones que no considero totalmente razonables. Por otro lado, la sombrilla incluso plegada, con la lona y las varillas daría sombra suficiente para albergar en ella a mi minúscula mochila. Para terminar, finalmente me levanto y no solo pliego la sombrilla sino que la echo al suelo, donde sin duda cogerá arena, pero esa es otra historia que deberé resolver otro día.
Soy consciente, ya en el autobús de vuelta, que alterarme por estas minucias es una completa idiotez, y decido que una vez en casa debo meditar sobre el tema y llegar a conclusiones definitivas a este respecto, que no me compliquen la vida inútilmente. Algo a sí como un compendio que podría ser recogido bajo el título de “Situaciones que merecen o no merecen ser tenidas en cuenta para ser solucionadas correctamente y no alterarse”. Una vez decidido esto, me concentro en el paisaje exterior, y tras unos instantes de duda, decido que no estoy de acuerdo con Adela. El rojo y el amarillo de amapolas y girasoles son colores cálidos, es cierto, pero también en buena medida hirientes, agresivos e incluso un tanto desquiciantes. Es posible que surgieran en la zona pintores inspirados en Van Gogh, pero también que aumentaran exponencialmente los casos de demenciados, y sobre todo psicóticos, que son los más peligrosos, y el experimento no habría valido la pena. Algo de de eso, por cierto, debía saber el propio pintor flamenco cuando evocara lo que fue su oreja izquierda antes de cortársela de malas maneras.

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