Después de la
siesta hago un esfuerzo y llamo a Adela para ver como ha evolucionado su
situación, quizás me hizo caso y con el limón haya sido suficiente. En casa,
sin embargo, no está, por lo que me temo lo peor, es decir, que efectivamente
esté en Urgencias. La llamo al móvil y me responde una voz de mujer que no
conozco. Es la enfermera Teresa, que me confirma que Adela ingresó por asunto
menor del aparato digestivo, pero que estando allí sufrió un derrame interno de
sangre. Al parecer de madrugada se despertó con un dolor muy fuerte de cabeza,
y no le se le ocurrió otra cosa mejor (aquí su voz toma una entonación
claramente irónica y despectiva) que tomarse de golpe tres ibuprofenos. “Se ha
salvado de milagro…porque estaba aquí. De momento está en la UVI” concluye
tajante en un tono de reproche, como si de alguna manera considerara que yo
tengo la culpa. Intento decir algo para justificarme, pero cuelga y me deja con
la palabra en la boca.
A la mañana
siguiente me acerco al hospital. Adela sigue en la UVI donde la
enfermera/sargento Teresa me informa que tras dos transfusiones masivas de
sangre ya está fuera de peligro y que pronto la bajarán a planta. Por la tarde
vuelvo a acercarme y ya la han bajado, aunque está en observación permanente,
porque en estos casos pueden presentarse complicaciones. Episodios ante los que
hay que estar atentos. A eso de las siete, poco antes de que le lleven la cena,
por fin puedo verla y hablar con ella. Tiene mal aspecto, pero habla con una
seguridad y aplomo impropios de alguien que acaba de pasar por una situación
tan peligrosa. Trato de tranquilizarla y hablar de lo sucedido, pero ella me
responde con una voz bien timbrada y segura, que ha sido un incidente menor al
que no quiere dar más vueltas, asumiendo su negligencia. Y ante mi perplejidad,
me dice que lo que verdaderamente le preocupa en esos momentos es el paisaje
desde el autobús a la playa. Ante mi cara de asombro, puntualiza que en su
opinión los
maizales sobran, y que en su lugar sería mucho mejor plantar un campo de
amapolas. “Haría el paisaje mucho más cálido y acogedor. Tanto verde es
redundante y un hasta cursi” afirma finalmente, para añadir como colofón “y
mejor sería aún plantar girasoles. Los pintores lo agradecerían y quien sabe si
llegaría a surgir entre nosotros algún Van Gogh”. Luego se calla y no vuelve a
abrir la boca hasta que llega la cena, y eso para comer, momento que aprovecho
para despedirme y marcharme, asombrada por el sesgo artístico que han tomado
los acontecimientos con mi amiga Adela.
La dejo y vuelvo
a casa. Mañana de todas maneras voy a volver a la playa, en el hospital de
todas maneras poco puedo hacer y además me dijo que al parecer va a venir su
hermano suyo desde Asturias. Su comentario sobre las amapolas y los girasoles
me ha dejado perpleja y pienso si no estará perdiendo la cabeza, aunque a lo
mejor es un efecto secundario de las transfusiones, hace nada he leído que a un
ruso que le habían transplantado el hígado de un negro norteamericano, estaba
cogiendo color y ya parecía mulato. Quien sabe lo que puede pasar con todas
estas cosas de la medicina moderna A lo mejor le han puesto sangre de un pintor
impresionistas o amante de esa época, y por ahí van los tiros. En cualquier
caso no voy a preguntarlo en el hospital no vaya a ser que sea a mí a quien
tomen por loca. Una vez de vuelta en casa, me olvido totalmente de Adela y me
concentro en el asunto que me tiene últimamente preocupada en la playa: la
conveniencia o no de llevar una bolsa cargada de cachivaches inútiles que
apenas voy a utilizar. Finalmente decido comprarme una mochila pequeña en la
que cabe lo imprescindible, y que es mucho más cómoda de transportar.
Al día siguiente
vuelvo por lo tanto a la playa con el sentimiento eufórico de quien ha resuelto
un problema complicado. Al llegar, procedo como es habitual y después de
plantar la sombrilla, extender la toalla y ponerme crema, me tiendo al sol
dispuesta a disfrutar de un día espléndido sin las cavilaciones de los últimos
tiempos. La temperatura es ideal y el sol calienta tibiamente entre unas nubes
blancas ligeras como algodones. Sin embargo, al poco de permanecer tumbada
llena de pensamientos positivos en los que llego acordarme con afecto de mi
amiga en el hospital, una duda se cuela insidiosamente en mi cabeza y comienza
a crearme una inquietud inesperada. ¿Qué sentido tiene tener totalmente abierta
la sombrilla con un sol apenas perceptible, cuando, por otro lado, lo que llevo
en la mochila no sufriría en absoluto aunque se calentara ligeramente? Las sombrillas
están para dar sombra y tenerla en esos momentos desplegada es un dispendio (o
como quiera llamarse al empleo inadecuado de cualquier cosa). Es una idiotez,
lo sé, pero me cuesta aceptar situaciones que no considero totalmente
razonables. Por otro lado, la sombrilla incluso plegada, con la lona y las
varillas daría sombra suficiente para albergar en ella a mi minúscula mochila.
Para terminar, finalmente me levanto y no solo pliego la sombrilla sino que la
echo al suelo, donde sin duda cogerá arena, pero esa es otra historia que
deberé resolver otro día.
Soy consciente,
ya en el autobús de vuelta, que alterarme por estas minucias es una completa
idiotez, y decido que una vez en casa debo meditar sobre el tema y llegar a
conclusiones definitivas a este respecto, que no me compliquen la vida
inútilmente. Algo a sí como un compendio que podría ser recogido bajo el título
de “Situaciones que merecen o no merecen ser tenidas en cuenta para ser
solucionadas correctamente y no alterarse”. Una vez decidido esto, me concentro
en el paisaje exterior, y tras unos instantes de duda, decido que no estoy de
acuerdo con Adela. El rojo y el amarillo de amapolas y girasoles son colores
cálidos, es cierto, pero también en buena medida hirientes, agresivos e incluso
un tanto desquiciantes. Es posible que surgieran en la zona pintores inspirados
en Van Gogh, pero también que aumentaran exponencialmente los casos de
demenciados, y sobre todo psicóticos, que son los más peligrosos, y el
experimento no habría valido la pena. Algo de de eso, por cierto, debía saber
el propio pintor flamenco cuando evocara lo que fue su oreja izquierda antes de
cortársela de malas maneras.
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