Adela y yo
finalmente volvimos a la playa una semana después de su salida del hospital. Al
parecer había perdido mucha sangre y tenía una anemia bastante rebelde, sobre
todo andaba baja de hierro y se tendría que tomar unos comprimidos para
recuperarse por lo menos durante tres meses. Su hermano, o lo que fuese,
despareció de la misma manera que llegó, misteriosamente, y no quise preguntar a
mi amiga si era de verdad su hermano o un amigo para emergencias de algún tipo.
Me intrigaba pero me tenía sin cuidado. Convencí a Adela de ir a la misma
playa, pero ella insistió en que no quería de ninguna manera volver a ver aquel
paisaje porque podía darla algo. Recurrimos a unas gafas oscuras, casi opacas,
que no hubieran desentonado de ser utilizadas por un ciego, a lo que ella
añadió un bastón con el puño de plata (para mí, imitación) que tenia en casa
perteneciente a un antiguo tío ya fallecido. Adela me descubría de esta manera
su faceta de comediante que yo desconocía hasta entonces; según ella, puestas a
hacer la pantomima, debíamos llevarla hasta el final y si utilizaba unas gafas
de ese tipo, por qué no acompañarlas con el bastón, que, después de todo, sería
lo que haría un invidente de verdad. Gracias a esta artimaña, Adela pudo
superar el paso del paisaje horroroso sin ningún incidente. Poco antes de
llegar a la playa, el autobús en su última parada nos dejaba prácticamente al
borde de la arena, surgió una situación nueva, pues una familia que nos había
viajado con nosotros hasta el final, al ver a Adela con dificultades, se brindó
a acompañarnos, insistiendo de tal manera que fuimos incapaces de negarnos. Ya
en playa plantaron su sombrilla cerca de la nuestra, dispuestos a pasar la
mañana con nosotras, que fuimos incapaces de disuadirlas. Nos dijeron que se
notaba que lo de mi amiga era reciente, porque todavía la veían algo torpe y no
con la soltura de los ciegos de nacimiento, que lo hacen con gran soltura. Les
dijimos unos cuantos embustes difíciles de creer, pero que ellos parecieron aceptar
sin problemas, posiblemente porque el hecho de la ceguera era una coartada para
acercarse a nosotras y no estar solos. Se trataba de una pareja, supongo que
matrimonio, ya mayor y una anciana minúscula muy atildada con sombrero
(posiblemente la madre del señor, que la llamaba mamá) que se apoyaba en ambos,
con los que la marcha hasta nuestro lugar en la arena debía parecer algo así
como un desfile de tullidos tipo película de Buñuel. Además de utilizar el
bastón, Adela se cogía de mi mano, y pude darme cuenta que para disimular aún
más verdaderamente iba con los ojos
cerrados, con lo que efectivamente no debía resultarle sencillo. Quizás en ese
punto de la comedia que estábamos viviendo, había decidido llevarla hasta sus
últimas consecuencias, tomándose su papel totalmente en serio, pues incluso
empezó a trastabillar con algunos pliegues de la arena o al hundirse en ella, y
tuve que hacer un esfuerzo auténtico para que no se fuera al suelo.
Ya colocados
cada cual en su sitio, tuve todavía un acceso de pánico por el asunto de la
sombrilla y la bolsa (la mochila), pero afortunadamente solo duró unos minutos
porque enseguida el sol se puso a brillar en lo alto, rompiendo cualquier
posibilidad de problema: sombrilla abierta y mochila a la sombra colgada en su
interior, asunto resuelto. Permanecimos de esta guisa un buen cuarto de hora,
hasta que la familia acompañante, que había montado su campamento solo unos
pasos más allá, nos invitó a acompañarles al agua. Adela, a pesar de mis
titubeos iniciales, se prestó de inmediato, y en cinco minutos nuestra caravana
de cinco integrantes inició el camino del agua, apenas una línea azul a no
menos de trescientos metros. Adela parecía obstinada en interpretar su papel
con total veracidad, y avanzaba tambaleante e insegura agarrada a mi mano (el
bastón lo dejamos bajo la sombrilla). La familia en cuestión nos miraba con
cierto ensimismamiento, como si más de tratarse de una situación ordinaria en
la que alguien acompaña a un ciego para darse un baño, fuéramos unos personajes
del Nuevo Testamento y nos dirigiéramos a la piscina del evangelio donde Jesús
iba a obrar un milagro, y el enfermo fuera de pronto a ver. Pero lo que sucedió
a continuación, pertenece no ya a una película de Buñuel, con todo el tremendismo
humorístico que muchas de ellas tienen, sino a una de Berlanga en la que como
es habitual, el esperpento está siempre presente. De repente, Adela se quitó
las gafas, se soltó de mi mano y se puso a caminar hacia el agua con paso
decidido, haciendo además unas piruetas inverosímiles y dando saltos, ante el
asombro de la pareja y la viejecita, que no daban crédito a lo que estaban
viendo. Poco después, mi amiga se volvió y se dirigió hacia ellos muy decidida,
se paró a unos cuantos metros y les gritó “¡veo, veo…milagro, milagro…!” y
luego se puso a reír como una loca de atar. “¡Que siempre he visto señores, que
simplemente padezco el mal de Sthendal inverso, el mal de Florencia
¿comprenden? ¡odio la fealdad! y no soporto ese verde tan cursi de la
carretera”. Dicho lo cual se alejó corriendo hacia las olas, cosa que hice yo
de inmediato. La familia en cuestión dio media vuelta y pronto desapareció a lo
lejos, aunque tuve la impresión de que a la anciana le había dado un ataque de
risa y los otros se la tuvieron que llevar, como quien dice, en volandas.
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