lunes, 20 de julio de 2015

SOMBRILLAS CUATRO



Adela y yo finalmente volvimos a la playa una semana después de su salida del hospital. Al parecer había perdido mucha sangre y tenía una anemia bastante rebelde, sobre todo andaba baja de hierro y se tendría que tomar unos comprimidos para recuperarse por lo menos durante tres meses. Su hermano, o lo que fuese, despareció de la misma manera que llegó, misteriosamente, y no quise preguntar a mi amiga si era de verdad su hermano o un amigo para emergencias de algún tipo. Me intrigaba pero me tenía sin cuidado. Convencí a Adela de ir a la misma playa, pero ella insistió en que no quería de ninguna manera volver a ver aquel paisaje porque podía darla algo. Recurrimos a unas gafas oscuras, casi opacas, que no hubieran desentonado de ser utilizadas por un ciego, a lo que ella añadió un bastón con el puño de plata (para mí, imitación) que tenia en casa perteneciente a un antiguo tío ya fallecido. Adela me descubría de esta manera su faceta de comediante que yo desconocía hasta entonces; según ella, puestas a hacer la pantomima, debíamos llevarla hasta el final y si utilizaba unas gafas de ese tipo, por qué no acompañarlas con el bastón, que, después de todo, sería lo que haría un invidente de verdad. Gracias a esta artimaña, Adela pudo superar el paso del paisaje horroroso sin ningún incidente. Poco antes de llegar a la playa, el autobús en su última parada nos dejaba prácticamente al borde de la arena, surgió una situación nueva, pues una familia que nos había viajado con nosotros hasta el final, al ver a Adela con dificultades, se brindó a acompañarnos, insistiendo de tal manera que fuimos incapaces de negarnos. Ya en playa plantaron su sombrilla cerca de la nuestra, dispuestos a pasar la mañana con nosotras, que fuimos incapaces de disuadirlas. Nos dijeron que se notaba que lo de mi amiga era reciente, porque todavía la veían algo torpe y no con la soltura de los ciegos de nacimiento, que lo hacen con gran soltura. Les dijimos unos cuantos embustes difíciles de creer, pero que ellos parecieron aceptar sin problemas, posiblemente porque el hecho de la ceguera era una coartada para acercarse a nosotras y no estar solos. Se trataba de una pareja, supongo que matrimonio, ya mayor y una anciana minúscula muy atildada con sombrero (posiblemente la madre del señor, que la llamaba mamá) que se apoyaba en ambos, con los que la marcha hasta nuestro lugar en la arena debía parecer algo así como un desfile de tullidos tipo película de Buñuel. Además de utilizar el bastón, Adela se cogía de mi mano, y pude darme cuenta que para disimular aún más  verdaderamente iba con los ojos cerrados, con lo que efectivamente no debía resultarle sencillo. Quizás en ese punto de la comedia que estábamos viviendo, había decidido llevarla hasta sus últimas consecuencias, tomándose su papel totalmente en serio, pues incluso empezó a trastabillar con algunos pliegues de la arena o al hundirse en ella, y tuve que hacer un esfuerzo auténtico para que no se fuera al suelo.
Ya colocados cada cual en su sitio, tuve todavía un acceso de pánico por el asunto de la sombrilla y la bolsa (la mochila), pero afortunadamente solo duró unos minutos porque enseguida el sol se puso a brillar en lo alto, rompiendo cualquier posibilidad de problema: sombrilla abierta y mochila a la sombra colgada en su interior, asunto resuelto. Permanecimos de esta guisa un buen cuarto de hora, hasta que la familia acompañante, que había montado su campamento solo unos pasos más allá, nos invitó a acompañarles al agua. Adela, a pesar de mis titubeos iniciales, se prestó de inmediato, y en cinco minutos nuestra caravana de cinco integrantes inició el camino del agua, apenas una línea azul a no menos de trescientos metros. Adela parecía obstinada en interpretar su papel con total veracidad, y avanzaba tambaleante e insegura agarrada a mi mano (el bastón lo dejamos bajo la sombrilla). La familia en cuestión nos miraba con cierto ensimismamiento, como si más de tratarse de una situación ordinaria en la que alguien acompaña a un ciego para darse un baño, fuéramos unos personajes del Nuevo Testamento y nos dirigiéramos a la piscina del evangelio donde Jesús iba a obrar un milagro, y el enfermo fuera de pronto a ver. Pero lo que sucedió a continuación, pertenece no ya a una película de Buñuel, con todo el tremendismo humorístico que muchas de ellas tienen, sino a una de Berlanga en la que como es habitual, el esperpento está siempre presente. De repente, Adela se quitó las gafas, se soltó de mi mano y se puso a caminar hacia el agua con paso decidido, haciendo además unas piruetas inverosímiles y dando saltos, ante el asombro de la pareja y la viejecita, que no daban crédito a lo que estaban viendo. Poco después, mi amiga se volvió y se dirigió hacia ellos muy decidida, se paró a unos cuantos metros y les gritó “¡veo, veo…milagro, milagro…!” y luego se puso a reír como una loca de atar. “¡Que siempre he visto señores, que simplemente padezco el mal de Sthendal inverso, el mal de Florencia ¿comprenden? ¡odio la fealdad! y no soporto ese verde tan cursi de la carretera”. Dicho lo cual se alejó corriendo hacia las olas, cosa que hice yo de inmediato. La familia en cuestión dio media vuelta y pronto desapareció a lo lejos, aunque tuve la impresión de que a la anciana le había dado un ataque de risa y los otros se la tuvieron que llevar, como quien dice, en volandas.

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