A la mañana
siguiente vuelvo al hospital y en la habitación de Adela me recibe un tipo con
pinta de etíope que me pregunta si soy la jefa de planta, porque su hermana
tiene un problema. Me identifico y no parece haber problema por ningún lado.
Saludo a la convaleciente y me siento a su lado, al parecer se encuentra mucho
mejor y es posible que al día siguiente le den el alta. Su hermano ha salido al
pasillo, y aprovecho el momento para decirle que no se parecen nada, a lo que
ella me contesta con un gesto que puede significar lo que yo ella quiera o no
significar nada. Una forma elegante de no responder. En esos momentos pienso
que quizás ni siquiera son familia, y que quizás se trata de un amante. Adela
es terriblemente reservada y tampoco me extrañaría. Cuando vuelve Eulogio, que
así se llama el africano, parece bastante alterado y dice que no encuentra a
ninguna enfermera y que eso no es normal. Le digo que tengo la impresión de que
no frecuenta demasiado los hospitales públicos, y él cambia de inmediato de
tema y me dice que en su opinión el hecho de que la producción de sidra se
limite a Asturias le parece una vergüenza porque manzanos, lo que se dice
manzanos, podrían cultivarse en todo el norte de el país, y la sidra ser un
producto exportable por todo el mundo como hace Francia con el Möet Chandon,
por poner un ejemplo de calidad. “Es lo que han hecho los italianos con la
pizza que ahora se fabrica y se vende por todo el mundo”. Le digo que sí para
ver si se calla, y añado que aún con más posibilidades me parecen el gazpacho y
la paella. E incluso el salmorejo. El tipo parece haber captado la indirecta, y
a partir de ese momento se sienta en el único sillón de la habitación y no
vuelve a abrir la boca.
Adela que nos ha
estado observando como si se tratara de un partido de tenis, me dice que en un
par de días piensa volver a la playa y espera que yo la acompañe. Le respondo
que cuente conmigo, y ella añade de inmediato que mejor iremos a otra hasta que
no cambie el paisaje, como me dijo el otro día. El actual no lo soporta, y
piensa escribir una carta al alcalde la pedanía proponiéndoselo, añadiendo que
sin duda sería una atracción turística de primer grado. “Y si tú quieres que
vayamos a la misma, utilizamos otro recorrido”, concluye con firmeza sin darme
ninguna opción, como por ejemplo, hacer el trayecto con los ojos cerrados o con
antifaz, que era lo que se me había ocurrido de buenas a primeras. En cualquier
caso soy consciente de que ese tema no me interesa, y que mi verdadero problema
en esos instantes para volver a ir a la playa es si debo o no debo utilizar la
sombrilla. Hacerlo con poco sol es una necedad, pero dejarla sobre la arena es
un asco, porque luego debo pasarme un buen rato quitándosela, y no digamos nada
si hay un poco de viento. Doy por supuesto de que en caso de nublado o sol
tibio tenerla puesta es una idiotez, aunque se me acaba ocurriendo que quizás
sea una forma de colaborar para tener una visión más estética de la playa, lo
que de alguna manera me alivia
Soy de nuevo
consciente del bajo nivel de mis pensamientos (y de los de Adela y su hermano,
por cierto), pero al mismo tiempo me tranquilizo pensando que la gente como yo,
que solo se ocupa de las cosas menores, somos personas incapaces de hacer el
mal, algo que sin embargo no ocurre con los grandes pensadores, los que se
ocupan de la economía, la geoestrategia o simplemente de la filosofía, pues al
cabo de cierto tiempo, más bien pronto que tarde, ellos o quienes les
interpretan acaban organizando unos conflictos terribles que suelen terminar en
unas guerras espantosas. Y el que no me
crea que se acuerde de Hegel, Marx o Maquiavelo, cuyas doctrinas han originados
grandes catástrofes internacionales que han terminado en unas escabechinas de
aúpa. “Small is beautiful”, me digo para mis adentros recordando a Schumacher
(me suena de algo, pero no sé de qué), y me voy sin despedirme. A saber lo que
pasará por la noche en esa habitación del hospital, donde el que dice ser
hermano de Adela, al parecer se va a quedar a dormir de acompañante.
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