Finalmente, tras
deshacernos de la familia entrometida y darnos un baño, comimos en el
restaurante habitual (de alguna forma hay que llamar a aquel lugar infecto pero
muy barato) el menú del día, consistente en un gazpacho con tropezones,
pescadilla roscada, vino con casera y café, por 8 euros. Volvimos a casa en
autobús hacia las cuatro de la tarde, cuando el sol caía a plomo sobre la playa
y yo no hubiera tenido ningún problema para solucionar sin la menor duda el
dilema de la sombrilla, que me había tenido al borde del ataque de nervios
durante bastantes días. Durante el viaje, poco más de quince kilómetros, Adela
me indicó que lo de las gafas era un auténtico descubrimiento (lo descubría
ahora), y que me agradecía la idea hasta donde yo no podía ni imaginar. Al
parecer, con ellas el paisaje se transformaba completamente debido a sus
cristales levemente tornasolados, que cambiaban los verdes en amarillos, lo que
le hacía imaginar a los girasoles, y ciertas iridiscencias rojizas transformaban
los prados, que ya no tenían nada que envidiar a un campo de amapolas. Se
alegraba además porque de esa manera no tendría que escribir al alcalde del
lugar, ya que dirigirse a alguien con apenas las cuatro reglas, y sin duda una
visión estética de cuanto le rodeaba de lo más zafia, le hubiera supuesto todo
un reto.
Por la tarde,
después de la consabida siesta, salimos a tomar algo en alguno de los miles
bares de la población. Adela parecía eufórica, como si se hubiese dado un chute
de cualquier sustancia euforizante o tuviese la adrenalina disparada. Después de
un par de vinos me confesó que todo empezó días atrás con la visita de Eulogio
(que por cierto no se llamaba así) al hospital. Le había conocido años atrás en
la universidad y había tenido una aventura que había recomenzado después de una
llamada casual cuando estaba convaleciente. Mohammed, que ese era su verdadero
nombre, se había empeñado en visitarla, algo que se vio favorecido por el hecho
de que viviera en Oviedo, a poco más de cien kilómetros. A continuación, al
hilo de las copas que iban cayendo, me dio otra serie de detalles de los que
quizás el más reseñable era la que organizaron en el hospital la noche que los
vi juntos por primera vez. Al parecer, una vez que me fui y apagaron las luces,
ambos se enzarzaron en un cuerpo a cuerpo fuera de toda medida para el
establecimiento en el que se encontraban, hasta tal punto que tuvo que
intervenir la enfermera de guardia debido al descontrol evidente en su
habitación donde lo menos perceptible eran los jadeos de ambos, absolutamente entregados
a la labor después de años sin practicar. Afortunadamente era una chica joven
muy comprensiva y que tenía unas nociones muy al día de lo que se trataba, y
los tres acabaron riéndose juntos. Luego, ya lanzada, me acabó contando que
Mohamed era un cristiano maronita de Etiopía reconvertido al Islam, cosa por
otro lado bastante insólita. Era un auténtico atleta y tuvo que “emplearse a
fondo para estar a su nivel después de demasiado tiempo en secano, tú ya me entiendes”.
Y efectivamente, la entendía. Lo cierto, según me aclaró enseguida, era que a
él la religión en esos momentos le tenía sin cuidado y ni Alá ni Mahoma le
importaban demasiado. Para él el único Dios, si es que tenía que reconocer
alguno, era el difunto Haile Selassie, “el Negu”, a quien veneraba y del que siempre llevaba una fotografía en
la cartera. Aunque en este apartado, se podría decir que la auténtica religión
de Mohamed era la higiene personal y el aseo. Hasta tal punto esto era así, que
semanalmente se depilaba todo el cuerpo, y diariamente “se rasuraba las zonas
en las que el vello crece con más fuerza” (sic) a base de jabón y maquinilla de
afeitar. Al llegar a este punto, tengo que decir que me dio un auténtico ataque
de risa, del que tarde casi veinte minutos en recuperarme, aunque si hay que
decirlo todo, una vez en mis cabales sentí un cierto cosquilleo recorrer todo
mi cuerpo, y tuve que reconocer que el entusiasmo libidinoso de mi amiga logro
que mis hormonas se me revolucionasen más de la cuenta.
Acabamos a las
tantas, y al despedirnos me dijo que al día siguiente llegaba Mohamed y no
sabía que planes tendría, por lo que no podía confirmarme si me acompañaría a
la playa los días siguientes. “En cualquier caso seguro, que nos veremos y
podrás apreciar que es un tipo estupendo”, me dijo cuando entraba en su portal.
Yo esperaba que fuera así y que el africano, al que el sol no le hacía falta
para nada en absoluto, decidiera venir algún día a la playa con nosotras. No
quería enfrentarme de nuevo en soledad al dilema que tan inquieta me había
tenido días a tras sobre si era o no aconsejable utilizar la sombrilla.
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