miércoles, 22 de julio de 2015

SOMBRILLAS CINCO



Finalmente, tras deshacernos de la familia entrometida y darnos un baño, comimos en el restaurante habitual (de alguna forma hay que llamar a aquel lugar infecto pero muy barato) el menú del día, consistente en un gazpacho con tropezones, pescadilla roscada, vino con casera y café, por 8 euros. Volvimos a casa en autobús hacia las cuatro de la tarde, cuando el sol caía a plomo sobre la playa y yo no hubiera tenido ningún problema para solucionar sin la menor duda el dilema de la sombrilla, que me había tenido al borde del ataque de nervios durante bastantes días. Durante el viaje, poco más de quince kilómetros, Adela me indicó que lo de las gafas era un auténtico descubrimiento (lo descubría ahora), y que me agradecía la idea hasta donde yo no podía ni imaginar. Al parecer, con ellas el paisaje se transformaba completamente debido a sus cristales levemente tornasolados, que cambiaban los verdes en amarillos, lo que le hacía imaginar a los girasoles, y ciertas iridiscencias rojizas transformaban los prados, que ya no tenían nada que envidiar a un campo de amapolas. Se alegraba además porque de esa manera no tendría que escribir al alcalde del lugar, ya que dirigirse a alguien con apenas las cuatro reglas, y sin duda una visión estética de cuanto le rodeaba de lo más zafia, le hubiera supuesto todo un reto.
Por la tarde, después de la consabida siesta, salimos a tomar algo en alguno de los miles bares de la población. Adela parecía eufórica, como si se hubiese dado un chute de cualquier sustancia euforizante o tuviese la adrenalina disparada. Después de un par de vinos me confesó que todo empezó días atrás con la visita de Eulogio (que por cierto no se llamaba así) al hospital. Le había conocido años atrás en la universidad y había tenido una aventura que había recomenzado después de una llamada casual cuando estaba convaleciente. Mohammed, que ese era su verdadero nombre, se había empeñado en visitarla, algo que se vio favorecido por el hecho de que viviera en Oviedo, a poco más de cien kilómetros. A continuación, al hilo de las copas que iban cayendo, me dio otra serie de detalles de los que quizás el más reseñable era la que organizaron en el hospital la noche que los vi juntos por primera vez. Al parecer, una vez que me fui y apagaron las luces, ambos se enzarzaron en un cuerpo a cuerpo fuera de toda medida para el establecimiento en el que se encontraban, hasta tal punto que tuvo que intervenir la enfermera de guardia debido al descontrol evidente en su habitación donde lo menos perceptible eran los jadeos de ambos, absolutamente entregados a la labor después de años sin practicar. Afortunadamente era una chica joven muy comprensiva y que tenía unas nociones muy al día de lo que se trataba, y los tres acabaron riéndose juntos. Luego, ya lanzada, me acabó contando que Mohamed era un cristiano maronita de Etiopía reconvertido al Islam, cosa por otro lado bastante insólita. Era un auténtico atleta y tuvo que “emplearse a fondo para estar a su nivel después de demasiado tiempo en secano, tú ya me entiendes”. Y efectivamente, la entendía. Lo cierto, según me aclaró enseguida, era que a él la religión en esos momentos le tenía sin cuidado y ni Alá ni Mahoma le importaban demasiado. Para él el único Dios, si es que tenía que reconocer alguno, era el difunto Haile Selassie, “el Negu”, a quien veneraba  y del que siempre llevaba una fotografía en la cartera. Aunque en este apartado, se podría decir que la auténtica religión de Mohamed era la higiene personal y el aseo. Hasta tal punto esto era así, que semanalmente se depilaba todo el cuerpo, y diariamente “se rasuraba las zonas en las que el vello crece con más fuerza” (sic) a base de jabón y maquinilla de afeitar. Al llegar a este punto, tengo que decir que me dio un auténtico ataque de risa, del que tarde casi veinte minutos en recuperarme, aunque si hay que decirlo todo, una vez en mis cabales sentí un cierto cosquilleo recorrer todo mi cuerpo, y tuve que reconocer que el entusiasmo libidinoso de mi amiga logro que mis hormonas se me revolucionasen más de la cuenta.
Acabamos a las tantas, y al despedirnos me dijo que al día siguiente llegaba Mohamed y no sabía que planes tendría, por lo que no podía confirmarme si me acompañaría a la playa los días siguientes. “En cualquier caso seguro, que nos veremos y podrás apreciar que es un tipo estupendo”, me dijo cuando entraba en su portal. Yo esperaba que fuera así y que el africano, al que el sol no le hacía falta para nada en absoluto, decidiera venir algún día a la playa con nosotras. No quería enfrentarme de nuevo en soledad al dilema que tan inquieta me había tenido días a tras sobre si era o no aconsejable utilizar la sombrilla.


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