sábado, 20 de junio de 2015

EL CURA IV Podéis ir en paz



Al día siguiente, Aurelio no se presentó en la tertulia, pero me llamó por teléfono. Me pidió que fuese a su casa porque quería devolverme “El monje”, y sobre todo enseñarme un diccionario literario italiano muy bueno, que acababa de comprar y que por su volumen no podía llevar al Gijón. Pero yo lo tenía claro: el cura no podía más y quería echarme un polvo. Al entrar en su casa se mostró tan educado y cortés como siempre, como si nada hubiese pasado entre los dos. Después de la copa de rigor y de que él se hubiese despachado a gusto sobre las bondades del Bompiani, me acomodé en un butacón frente al suyo, cerré los ojos, me bajé las bragas despacito para punto seguido tirárselas a la cara y abrí las piernas. Con la falda bien subida empecé a tocarme y enseguida a masturbarme lentamente. “Tú mira, Aurelio”, fue todo lo que le dije. Fantaseaba con los ojos cerrados en el infinito placer que debía experimentar el cura después de tanto tiempo de provocación. Mis dedos se desplazaban cada vez más rápido arrancándome gemidos de placer que encontraban su eco adecuado en los jadeos de Aurelio.
Lo que sigue ya se contó con anterioridad, y aquel hombre supuestamente santo se convirtió de repente en lo más parecido que nunca he visto de un sátiro endemoniado.
¡Qué recuerdos tan chocantes en un día de luto, aunque pensándolo bien, quizás era el mejor homenaje que podía tributarse a Aurelio al día siguiente de pasar a mejor vida.
Al despedirnos, bueno chicos, nos vemos, etcétera, etcétera, Paco me guiñó un ojo y me sacó la lengua de forma juguetona. Tenía cogida a Carla por los hombros. Ella también me guiñó un ojo. Debían de haberse reconciliado. En cualquier caso, esto no se acaba aquí, me dije al salir. Afortunadamente.

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