sábado, 20 de junio de 2015

EL CURA II Canon 1



Recordé entonces vívidamente mi relación con Aurelio aquella tarde en su casa. Era la primera vez que nos acostábamos, y Aurelio, que hasta entonces se había comportado como una persona extraordinariamente correcta, parecía fuera de sí, y ya en la cama se había empeñado en correrse en mi cara. Yo puse alguna pega, pero él insistía “déjate de hostias – ¡Díos mío en boca de un cura!- que te lo vas a tragar todo”.  ¡La polla de Aurelio sobre mi cara!, aquello era lo que recordaba de él con mayor nitidez, y lo que pude responder a Fernando Su enorme cipote delante de mis ojos, debajo de su rostro congestionado por el deseo. Y a pocos centímetros del glande, colgando de una larga cadena sujeta al cuello, un crucifijo de plata. ¡Dios mío- pensé entonces sacrílegamente- una especie de cristo empalmado y enfurecido me exigía que me lo comiera todo! ¡Me la vas a rebañar bien, que me has puesto a mil y ha llegado el momento de que te enteres de que uno puede ser un cura, e incluso un ex cura reprimido, pero no un gilipollas. ¡Como hay Dios que esta te la comes! dijo dando un empellón y metiéndome aquel cacharro entre los labios. ¿Aquel era Aurelio o una ensoñación, un espejismo? La pregunta de Fernando me había transportado tiempo atrás, y desde aquel momento la reunión del Gijón pareció perderse entre la humareda del café. Voces, carcajadas, música, todo había pasado a segundo plano, aunque yo como una autómata siguiera charlando con todo el mundo. Mi mente, sin embargo, se fue a aquel primer día con Aurelio al poco de conocerle: cura que abandona la iglesia por motivos ideológicos y al que yo enseguida me empeñé en conquistar. Bueno, quizás ese no sea el verbo más adecuado, de hecho, me había propuesto motivarlo, ponerlo cachondo y sacarlo de quicio ¡Un cura! para mi aquello era, mira por donde, “bocatto di cardinale”, o si se quiere, con todas las diferencias evidentes “teta de monja”, que en esto de la castidad y el sexo ya se sabe que abundan las expresiones.
Y empecé pegando fuerte de entrada. Quería que tuviese claro que tenía frente a sí, sin ningún género de dudas, más que a una contertulia de los Martes y los Jueves que no hacía ascos a hablar de temas culturales, científicos, políticos, religiosos o lo que fuese,  a una mujer de verdad, no fuera a ser que con tanto devaneo intelectual llegara en su



ofuscamiento, a confundirme con Rosalía de Castro o Margaret Thatcher. O Teresa de Jesús, con la que el asunto místico, en cualquier caso, no está totalmente claro.
Al poco de conocernos, y en uno de nuestros frecuentes apartes en el Gijón o el Oliver, le dije que iba a prestarle un libro muy divertido que podía gustarle, una novela gótica del dieciocho cargada de humor, que tenía cierta relación con su estado civil. Se trataba de “El monje” de Matthew G. Lewis que me hizo mucha gracia cuando empecé a leerla. “El hábito no hace al monje, pero disimula sus erecciones” era la cita con la que comenzaba, y me interesaba su reacción ante este tipo de proposiciones, así que poco después de prestárselo le pregunté qué le había parecido. “Lo cierto – me dijo- es que no he tenido tiempo, pero ya te diré cuando lo haga…” “pero bueno- le dije poniendo cara de inocente aludiendo a la cita mencionada- por lo menos habrás leído como empieza…” “Bueno, solo un poco…” “Y qué te parece lo del monje y el hábito”,  me decidí atacar para no eternizarnos con el tema. “Ah! ¿Cuál?...sí, ya recuerdo…la cita esa…bueno, es divertida…” “Es divertida, pero no es real- me lancé en tromba- porque Aurelio, tú sabes muy bien que ni la saya más gruesa disimula un pene erecto de tamaño medio ¡y no digamos si se trata de un pene como Dios manda!…” Aurelio acusó el impacto a pesar de lo académico de su lenguaje, y balbuceó a duras penas “¡Hombre, Raquel, desde luego que la cita no es exacta, que lo que el autor pretende es un golpe de efecto, pero en fin…” “O sea que estás de acuerdo conmigo-dije adoptando una actitud casi doctoral…que un pene medio, digamos de quince o dieciséis centímetros, no podría esconderse así de fácilmente…” El pobre Aurelio se había puesto rojo, pero intentaba mostrarse comedido y no afectado por mis palabras. “Por cierto, Aurelio - continué sin darle tiempo a templar gaitas -¿el pene erecto debe siempre considerarse con el glande fuera o eso no tiene importancia?…¿sería poco agradable ¿no?”. El aluvión de barbaridades que le solté, incluidos todos los tecnicismos del mundo, hizo que el cura aprovechando una inoportuna interrupción del lila de Alfonso, aprovechase la ocasión para largarse sin decirme ni siquiera adiós. Aquella fue la primera carga de profundidad en la conciencia de Aurelio. Aquel día debió tener claro que yo era una mujer pidiendo guerra, y tengo la convicción de que aquella noche, a pesar de su precipitada fuga, no durmió en paz hasta no haberse consolado personalmente a mi salud.


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