Recordé entonces
vívidamente mi relación con Aurelio aquella tarde en su casa. Era la primera
vez que nos acostábamos, y Aurelio, que hasta entonces se había comportado como
una persona extraordinariamente correcta, parecía fuera de sí, y ya en la cama
se había empeñado en correrse en mi cara. Yo puse alguna pega, pero él insistía
“déjate de hostias – ¡Díos mío en boca de un cura!- que te lo vas a tragar
todo”. ¡La polla de Aurelio sobre mi
cara!, aquello era lo que recordaba de él con mayor nitidez, y lo que pude
responder a Fernando Su enorme cipote delante de mis ojos, debajo de su rostro
congestionado por el deseo. Y a pocos centímetros del glande, colgando de una
larga cadena sujeta al cuello, un crucifijo de plata. ¡Dios mío- pensé entonces
sacrílegamente- una especie de cristo empalmado y enfurecido me exigía que me
lo comiera todo! ¡Me la vas a rebañar bien, que me has puesto a mil y ha
llegado el momento de que te enteres de que uno puede ser un cura, e incluso un
ex cura reprimido, pero no un gilipollas. ¡Como hay Dios que esta te la comes!
dijo dando un empellón y metiéndome aquel cacharro entre los labios. ¿Aquel era
Aurelio o una ensoñación, un espejismo? La pregunta de Fernando me había
transportado tiempo atrás, y desde aquel momento la reunión del Gijón pareció
perderse entre la humareda del café. Voces, carcajadas, música, todo había
pasado a segundo plano, aunque yo como una autómata siguiera charlando con todo
el mundo. Mi mente, sin embargo, se fue a aquel primer día con Aurelio al poco
de conocerle: cura que abandona la iglesia por motivos ideológicos y al que yo
enseguida me empeñé en conquistar. Bueno, quizás ese no sea el verbo más
adecuado, de hecho, me había propuesto motivarlo, ponerlo cachondo y sacarlo de
quicio ¡Un cura! para mi aquello era, mira por donde, “bocatto di cardinale”, o
si se quiere, con todas las diferencias evidentes “teta de monja”, que en esto
de la castidad y el sexo ya se sabe que abundan las expresiones.
Y empecé pegando
fuerte de entrada. Quería que tuviese claro que tenía frente a sí, sin ningún
género de dudas, más que a una contertulia de los Martes y los Jueves que no
hacía ascos a hablar de temas culturales, científicos, políticos, religiosos o
lo que fuese, a una mujer de verdad, no
fuera a ser que con tanto devaneo intelectual llegara en su
ofuscamiento, a
confundirme con Rosalía de Castro o Margaret Thatcher. O Teresa de Jesús, con
la que el asunto místico, en cualquier caso, no está totalmente claro.
Al poco de conocernos,
y en uno de nuestros frecuentes apartes en el Gijón o el Oliver, le dije que
iba a prestarle un libro muy divertido que podía gustarle, una novela gótica
del dieciocho cargada de humor, que tenía cierta relación con su estado civil.
Se trataba de “El monje” de Matthew G. Lewis que me hizo mucha gracia cuando
empecé a leerla. “El hábito no hace al monje, pero disimula sus erecciones” era
la cita con la que comenzaba, y me interesaba su reacción ante este tipo de
proposiciones, así que poco después de prestárselo le pregunté qué le había
parecido. “Lo cierto – me dijo- es que no he tenido tiempo, pero ya te diré
cuando lo haga…” “pero bueno- le dije poniendo cara de inocente aludiendo a la
cita mencionada- por lo menos habrás leído como empieza…” “Bueno, solo un
poco…” “Y qué te parece lo del monje y el hábito”, me decidí atacar para no eternizarnos con el
tema. “Ah! ¿Cuál?...sí, ya recuerdo…la cita esa…bueno, es divertida…” “Es
divertida, pero no es real- me lancé en tromba- porque Aurelio, tú sabes muy
bien que ni la saya más gruesa disimula un pene erecto de tamaño medio ¡y no
digamos si se trata de un pene como Dios manda!…” Aurelio acusó el impacto a
pesar de lo académico de su lenguaje, y balbuceó a duras penas “¡Hombre,
Raquel, desde luego que la cita no es exacta, que lo que el autor pretende es
un golpe de efecto, pero en fin…” “O sea que estás de acuerdo conmigo-dije
adoptando una actitud casi doctoral…que un pene medio, digamos de quince o
dieciséis centímetros, no podría esconderse así de fácilmente…” El pobre
Aurelio se había puesto rojo, pero intentaba mostrarse comedido y no afectado
por mis palabras. “Por cierto, Aurelio - continué sin darle tiempo a templar
gaitas -¿el pene erecto debe siempre considerarse con el glande fuera o eso no
tiene importancia?…¿sería poco agradable ¿no?”. El aluvión de barbaridades que
le solté, incluidos todos los tecnicismos del mundo, hizo que el cura
aprovechando una inoportuna interrupción del lila de Alfonso, aprovechase la
ocasión para largarse sin decirme ni siquiera adiós. Aquella fue la primera
carga de profundidad en la conciencia de Aurelio. Aquel día debió tener claro
que yo era una mujer pidiendo guerra, y tengo la convicción de que aquella
noche, a pesar de su precipitada fuga, no durmió en paz hasta no haberse
consolado personalmente a mi salud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario