Aquella noche
fui al Morocco sin demasiadas ilusiones, de hecho ni me apetecía salir, pero
Carola y Fanny insistieron tanto que no tuve más remedio. Luis acababa de irse
y la cosa iba para largo. En el fondo, yo sabía que aquello era definitivo. No
me unía a él más que una gran simpatía y los cuatro o cinco polvos semanales
que echábamos en casa de de Andresito. Demasiado poco para un corazón como el
mío, al que le gustan las aventuras apasionadas, pero necesita una dosis mayor
de romanticismo. Era una relación placentera pero inocua. No basta con que te
la metan a fondo o se muevan muy bien para que una se sienta vinculada de
verdad al artista.
Así que en la media luz de la sala, dejé
vagar los ojos sin otra expectativa que la de pasar el rato, y que mis amigas pensaran que habían
hecho una buena obra sacándome a pasear. ¡Vamos, Raquel guapa, anímate, que no
es para tanto! me urgía la ingenua de Carola, pensando que echaba mucho de
menos a Luis, “el junco de del Puerto de Santa María”, como le llamaban sus
admiradoras. “Considera que después de todo hay otros hombres tan interesantes
o más que él”, matizaba la cursi de Fanny, que ejercía de poetisa o putón,
según las necesidades del momento. Lo cierto es que aquel ambiente me gustaba,
hacía tiempo que lo frecuentaba, y dentro de lo que ofrecía la noche de Madrid
me parecía el lugar más animado y acogedor. Gente de lo más variada. Gente de
la movida de otros tiempos y de la farándula de moda, mezclada con jovencitos y
jovencitas rompiendo aguas. Chuletas y despistados de última hora en Gran Vía.
Se estaba bien.
Eché un vistazo
a la barra. Al fondo, cerca de los servicios, un hatajo de macarras pelados al
cero vociferaba diciendo chorradas, tratando de llamar la atención de un grupo
de solteronas naufragadas en la noche buscando un romance imposible. Un poco
más cerca, tres maduritos, barriguita incluida, intentaban charlar pausadamente
con evidentes muestras de disgusto hacia sus alborotadores vecinos, que,
conscientes de ello, de vez en cuando soltaban alguna frase hiriente del tipo
¡pues que se jodan! en plan desafiante. Más allá, la barra se vaciaba hasta el
incombustible grupo de Raúl, que con el pelo engominado hacía posturitas rodeado
del correspondiente grupo de admiradoras de esa noche. ¡Pero mira que es tonto,
joder! pensé para mis adentros. Él estaba convencido de ser un duro de
película, y lo cierto era que aquel idiota se había tirado a más de la mitad de
las clientas habituales del Morocco…a mí incluida. ¡A mí! que en una noche
infausta quise probar si aquel idiota tenía en otro lugar de su anatomía algo
más consistente que su vacía cabezota. Y resultó un fiasco, porque me lo tuve
que hacer solita mientras él se la pelaba infructuosamente al pie de la cama.
¡Mira que está bueno! dijo esta vez el putón
de Fanny, mientras disimuladamente se metía una mano debajo de la falda, y
Carola, cabeceando, adoptaba una actitud analítica de entomóloga evaluando
especimenes, ratificándolo: ¡desde luego, desde luego! Nunca les confesé mi
desgraciada experiencia, y no porque no me apeteciera echar abajo el mito, sino
porque en el fondo me humillaba haber claudicado ante aquella especie de eunuco
engreído. Esa era la palabra clave: humillación. Me encontré de repente
divagando a todo trapo ¿qué hubiera pasado si aquel tipo me lo hubiera hecho
como Dios manda? ¿Qué hubiera pasado si en lugar de dar gatillazo, aquel chulo
putas de mierda me hubiera puesto a mil mientras me lo comía bien comidito, y
después me clava un pollón que me deja sin aliento? ¿Qué hubiera pasado si
después de todo eso me dice que buena estás, jodida…quiero verte otro día, y se
larga con ojitos de cordero enamorado dejándome hecha unos zorros, pero
temblorosa suspirando por otro polvo? Tan abstraída estaba con mis
elucubraciones, que tuve que disimular echando precipitadamente un trago de mi
tequila-cola, y ahogando un jadeo sobre el respaldo del canapé. Agua pasada, me
dije tratando de tranquilizarme paseando la vista sobre el grupito de aquel
mastuerzo.
Nada más, la barra hacia el fondo se
despoblaba hasta un tipo enorme despatarrado indolentemente sobre un taburete,
incapaz de contener semejante trasero. ¡Otro tequilita que la noche es joven!
me animé a mí misma, en vista de que Fanny y Carola se habían desentendido de
mí definitivamente, enfrascándose en una increíble conversación sobre el tamaño
de la polla de los tíos en función de la nariz y la longitud de los dedos del
propietario. ¡Qué antiguo! ¡Qué antiguas! El gordito, el jodido gordito ¿Quién
coño sería? Era la primera vez que aquella especie de hipopótamo debía
acercarse a un lugar como aquel. Bajo el haz de luz que de refilón descubría su
incipiente calva, el gordo parecía la persona más desamparada del mundo. De vez
en cuando hacía algún movimiento al ralentí, cogía la copa de la barra –seguro
que bebía una tónica- y con gestos despaciosos, amplios, casi ceremoniosos, la
apuraba y se repantigaba un poco más sobre el desfalleciente taburete, el
barrigón cayéndole en oleadas sobre las piernas. ¡Gordo de mierda! pensé más te
hubiera valido quedarte en casa con mamá, o viendo en la tele un folletín
sudaca. Por un momento me imaginé que se dirigía melosamente a mí diciéndome:
¡Mi amorcito, como sós de ingrata con alguien que os ama tanto…! ¡Había que
fastidiarse! aquella bola de sebo cargada de los más delicados sentimientos
hacia mi persona. ¡Mi amorcito…! ¡Mi amorcito…! Lo que me faltaba.
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