Cuando quise
darme cuenta, me había sentado a su lado. No sé como. Debí actuar como una
sonámbula. Pero allí estaba, junto a mi adorable gordo, que al sentirme cerca
se había vuelto ostensiblemente hacia la barra y apenas osaba levantar la
mirada de lo que resultó ser un Campari con sifón. Pero yo estaba decidida a no
darle tregua. Si huía de mí iba a tener que largarse pronto, porque yo no iba a
dejar escapar aquella oportunidad. Todo estaba resultando bastante
increíble. Aquella persona no me gustaba
en absoluto, sentía un malestar casi físico ante su solo presencia, pero lo más
inverosímil es que al mismo tiempo no paraba de fantasear con aquella extraña
situación. Humillación, esa era la clave. Recordé entonces mi anterior relación
con Raúl, y pensé que debía existir
algún tipo de conexión entre ambas situaciones.
¡Hola! le dije con voz bajita y grave, que
sé que es lo que le gusta a los tíos, una voz un tanto cazallera que les motiva,
porque deben sentirse intimidados y a la vez atraídos ante la voz de un
barítono con tetas. El gordo se movió discretamente, o mejor dicho, ladeó la
cabeza y me miró a los ojos. Los suyos eran lo que supuse, un par de ciruelas
claudias, acuosos y traslúcidos, parecidos a los de un besugo en la vitrina de
una pescadería. ¡Hola! exclamó con una voz asexuada y dulzona ¡Hola! le
contesté, y le miré largamente abismándome en la inexpresión de sus ojos de
maquinita tragaperras. A través de su mirada
recibí una súplica que enseguida quise complacer, y sin demasiados preámbulos
me lo llevé en mi destartalado taca-taca hasta mi destartalado apartamento
Castellana arriba, despidiéndome apenas de mis atónitas amigas. La verdad es
que era un apartamento estupendo, que solo mis ajetreos de los últimos tiempos
me lo habían desmontado un tanto.
Rafael, que así
resultó llamarse el gordito, se dejaba hacer. En el coche, al que accedió tras
varios intentos infructuosos, no dijo ni pío, limitándose a mirar hacia
adelante, aunque creo recordar que me contó no sé qué historias de su madre,
fallecida años atrás, pero al parecer siempre presente en su corazón de
plantígrado. Frente al Bernabeu, para mi asombro, ya me sentía completamente empapada.
“Estoy toda mojadita cariño”, le dije, en parte porque era la pura verdad, y en
parte para ver como reaccionaba. No contestó, posiblemente ni siquiera
comprendió el sentido, o supuso que me refería a la lluvia que afuera comenzaba
a chispear. Me irritaba tanta pasividad, así que en el ascensor no pude evitar
meterme un dedito debajo de la braga, empaparlo bien, y pasárselo por su
naricita de bellota. De nuevo aquel mentecato pareció no darse cuenta,
confirmándome la tesis del meteoro. ¡La lluvia, ya se sabe! exclamó el desgraciado.
La lluvia, la lluvia…Il pleut dans la ville comme il pleut dans mon
coeur…recordé vagamente aquellos versitos de Verlaine, que solía utilizar de
jovencita para ligar con los escasos chicos sensibles que se atrevían a
acercárseme. Pero ahora no era cuestión de dejarse arrastrar por añejos
arrebatos líricos, ni por pinitos en francés para impresionar.
Al entrar en el apartamento, Rafa dejó caer
su inmensa mole sobre mi desvencijado sofá, superviviente de no sé cuantas
mudanzas. “Cariño, ten un poco de cuidado-le dije con una entonación cargada de
mala hostia- que no eres ningún peso pluma…” “Perdóname, perdona- se precipitó
a excusarse después de soltar un fenomenal bufido. “Ponte cómodo, corazón, anda,
dame la chaqueta y quítate la corbata que te vas a asfixiar. Relájate que en
cuanto me ponga cómoda te voy a preparar uno de esos Camparis que tanto te
gustan.
La situación
resultaba de lo más surrealista. Aquel gordo horrendo parecía un rinoceronte
mancornado que hubiese irrumpido en el desbarajuste de aquel antro, plagado de
estrafalarias imitaciones de iconos, láminas de Bacon y Hopper y de puñetitas
de corcho y cuero, que se empeñó en regalarme alguna vez el chalado de Luis,
procedentes al parecer de un extraño negocio que había montado un pariente en
Extremadura, a donde finalmente se fue a trabajar dejándome a la luna de
Valencia. ¡Humillación! ¡Este se va a enterar de quien es Raquel! Estoy segura
que en su melón se ha empezado a despejar la niebla, y ya tiene idea de qué va
el asunto. “Hay algo en ti que me recuerda a mamá” exclamó Rafael con cierto
regocijo, como si hubiera resuelto un jeroglífico en el momento que entré en el
salón con el Campari en la mano. “¿No será esto – le solté a quemarropa-
abriéndome lascivamente el batín de seda chino, y dejándole ver el felpudito
durante unos segundos? “¡Dios mío -gritó el gordito incorporándose a duras
penas- Esto es demasiado!” “¿Demasiado? -repliqué yo- ¡cállate ya, inútil, que
en tu vida has visto cosa igual, cállate y siéntate, que te vas a enterar!”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario