sábado, 20 de junio de 2015

EL GORDO II El gordo



Cuando quise darme cuenta, me había sentado a su lado. No sé como. Debí actuar como una sonámbula. Pero allí estaba, junto a mi adorable gordo, que al sentirme cerca se había vuelto ostensiblemente hacia la barra y apenas osaba levantar la mirada de lo que resultó ser un Campari con sifón. Pero yo estaba decidida a no darle tregua. Si huía de mí iba a tener que largarse pronto, porque yo no iba a dejar escapar aquella oportunidad. Todo estaba resultando bastante increíble.  Aquella persona no me gustaba en absoluto, sentía un malestar casi físico ante su solo presencia, pero lo más inverosímil es que al mismo tiempo no paraba de fantasear con aquella extraña situación. Humillación, esa era la clave. Recordé entonces mi anterior relación con Raúl, y pensé  que debía existir algún tipo de conexión entre ambas situaciones.
     ¡Hola! le dije con voz bajita y grave, que sé que es lo que le gusta a los tíos, una voz un tanto cazallera que les motiva, porque deben sentirse intimidados y a la vez atraídos ante la voz de un barítono con tetas. El gordo se movió discretamente, o mejor dicho, ladeó la cabeza y me miró a los ojos. Los suyos eran lo que supuse, un par de ciruelas claudias, acuosos y traslúcidos, parecidos a los de un besugo en la vitrina de una pescadería. ¡Hola! exclamó con una voz asexuada y dulzona ¡Hola! le contesté, y le miré largamente abismándome en la inexpresión de sus ojos de maquinita tragaperras.  A través de su mirada recibí una súplica que enseguida quise complacer, y sin demasiados preámbulos me lo llevé en mi destartalado taca-taca hasta mi destartalado apartamento Castellana arriba, despidiéndome apenas de mis atónitas amigas. La verdad es que era un apartamento estupendo, que solo mis ajetreos de los últimos tiempos me lo habían desmontado un tanto.
Rafael, que así resultó llamarse el gordito, se dejaba hacer. En el coche, al que accedió tras varios intentos infructuosos, no dijo ni pío, limitándose a mirar hacia adelante, aunque creo recordar que me contó no sé qué historias de su madre, fallecida años atrás, pero al parecer siempre presente en su corazón de plantígrado. Frente al Bernabeu, para mi asombro, ya me sentía completamente empapada. “Estoy toda mojadita cariño”, le dije, en parte porque era la pura verdad, y en parte para ver como reaccionaba. No contestó, posiblemente ni siquiera comprendió el sentido, o supuso que me refería a la lluvia que afuera comenzaba a chispear. Me irritaba tanta pasividad, así que en el ascensor no pude evitar meterme un dedito debajo de la braga, empaparlo bien, y pasárselo por su naricita de bellota. De nuevo aquel mentecato pareció no darse cuenta, confirmándome la tesis del meteoro. ¡La lluvia, ya se sabe! exclamó el desgraciado. La lluvia, la lluvia…Il pleut dans la ville comme il pleut dans mon coeur…recordé vagamente aquellos versitos de Verlaine, que solía utilizar de jovencita para ligar con los escasos chicos sensibles que se atrevían a acercárseme. Pero ahora no era cuestión de dejarse arrastrar por añejos arrebatos líricos, ni por pinitos en francés para impresionar.
   Al entrar en el apartamento, Rafa dejó caer su inmensa mole sobre mi desvencijado sofá, superviviente de no sé cuantas mudanzas. “Cariño, ten un poco de cuidado-le dije con una entonación cargada de mala hostia- que no eres ningún peso pluma…” “Perdóname, perdona- se precipitó a excusarse después de soltar un fenomenal bufido. “Ponte cómodo, corazón, anda, dame la chaqueta y quítate la corbata que te vas a asfixiar. Relájate que en cuanto me ponga cómoda te voy a preparar uno de esos Camparis que tanto te gustan.
La situación resultaba de lo más surrealista. Aquel gordo horrendo parecía un rinoceronte mancornado que hubiese irrumpido en el desbarajuste de aquel antro, plagado de estrafalarias imitaciones de iconos, láminas de Bacon y Hopper y de puñetitas de corcho y cuero, que se empeñó en regalarme alguna vez el chalado de Luis, procedentes al parecer de un extraño negocio que había montado un pariente en Extremadura, a donde finalmente se fue a trabajar dejándome a la luna de Valencia. ¡Humillación! ¡Este se va a enterar de quien es Raquel! Estoy segura que en su melón se ha empezado a despejar la niebla, y ya tiene idea de qué va el asunto. “Hay algo en ti que me recuerda a mamá” exclamó Rafael con cierto regocijo, como si hubiera resuelto un jeroglífico en el momento que entré en el salón con el Campari en la mano. “¿No será esto – le solté a quemarropa- abriéndome lascivamente el batín de seda chino, y dejándole ver el felpudito durante unos segundos? “¡Dios mío -gritó el gordito incorporándose a duras penas- Esto es demasiado!” “¿Demasiado? -repliqué yo- ¡cállate ya, inútil, que en tu vida has visto cosa igual, cállate y siéntate, que te vas a enterar!”.

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