sábado, 20 de junio de 2015

EL CURA III Canon 2



Era cierto que aquellas tertulias eran mucho más que mis coqueteos con Aurelio, por otro lado inadvertidos por el resto, con quienes mantenía una relación compensatoria no fueran a creerse que yo tenía alguna aventura con el misionero. Pero también es cierto que tras aquel día comencé un asedio sistemático. Algunos días mantenía con él charlas cordiales y serias sobre cualquier cosa, pero en cuanto podía intentaba que notara mi interés. Por ejemplo, era frecuente que dejase que una de mis rodillas rozase con otra de las suyas el tiempo suficiente para que él se diese cuenta de que aquello no era casual. Otros días, sin embargo, me mostraba esquiva y reticente, o incluso fingía cierta indolencia o desagrado ante él, percibiendo entonces su confusión y desasosiego, por lo que sin duda interpretaba como un doloroso abandono. Otros días, los menos, cuando percibía que el pobre lo estaba pasando realmente mal, me acercaba insinuante, juguetona, seductora, haciéndole unas confidencias tan íntimas que debía ponerle al borde de un ataque de nervios.
 “Aurelio -le dije un día que mi metodología de asedio cartesiana tenía previsto como de no retorno- como tú que eres o has sido cura, quiero hacerte una pregunta muy personal. La verdad es que me da cierta vergüenza, pero creo que con la confianza que tenemos es mejor hacértela. Sucede que en mi vida hay algunos momentos en los que no puedo reprimir cierto sentimiento de culpa”. “Por ejemplo, cuando me masturbo”, corté por lo sano.  “Ah! ¿Te masturbas?” jadeó Aurelio. “Por favor- le dije simulando estar casi ofendida- soy una mujer adulta, separada hace años…” “Tú dirás -insistí fingiéndome compungida ante su aparente incomprensión- compréndelo, Aurelio, hay noches en que me siento muy sola, y necesitaría un hombro donde reclinar mi cabeza, unos brazos fuertes rodeándome…la vida es dura sin un cariño próximo. Es en esos momentos, querido Aurelio, cuando siento el impulso de tocarme buscando cierto alivio, creo que no es tan difícil de comprender…” Aurelio, evitando entrar en detalles, se ofuscó entonces mezclando una serie de argumentos y contra argumentos, que aunaban la doctrina cristiana de la culpa original  con interpretaciones antropológicas de otras culturas, en las que el goce onanista (y más si se trata de una mujer) es considerado como un pecado grave ante una supuesta ley natural. Incluso, si no recuerdo mal, terminó aludiendo a la ablación del clítoris en ciertas culturas africanas. “El goce, Raquel, no siempre tiene que pasar por la zona genital…” concluyó un sofocado Aurelio, que había echado mano de todo su bagaje cultural como artillería pesada, sin duda para acallar lo más rápidamente posible los latidos de su polla que debía estar a punto de enloquecer detrás de la bragueta.
En otra vuelta de tuerca de aquel proceso de seducción erótica, se me metió en la cabeza que debía llevarle a un grado tal de calentamiento, que hiciera que se corriese allí mismo, o que tuviera que visitar los Servicios para aliviarse. La ocasión no tardó en presentarse. Yo había estudiado previamente las posibilidades de que Aurelio, y solo él, pudiera verme el chocho allí mismo, sin que los otros se dieran cuenta. Se trataba de sentarnos a la mesa de forma que los dos nos quedáramos solos a un lado, y a la suficiente distancia para que el pudiera observarlo si que yo tuviese que hacer una tabla de gimnasia. Cualquier día con poca gente en el local y los contertulios suficientes para disimular sería bueno. Bastaría que yo me sentase en una de las esquinas frente a los ventanales, de forma que la situación no pudiese ser obvia  más que para él. Y así fue. Aquel mes de mayo caluroso, empecé a ir sistemáticamente a la tertulia, sin bragas, y a la tercera fue la vencida.
Ya metidos en harina, en una increíble conversación (aquello se estaba poniendo demasiado pesado) sobre la importancia de que en el proceso terapéutico el paciente colabore con el analista (cuyo “ponente” era Alejandro Buñatis, un psiquiatra recién incorporado al grupo), aproveché la ocasión para abrir bien las piernas en dirección a Aurelio, manteniéndolas así durante unos segundos, para continuar punto y seguido con todo un ajetreo de abrirlas y cerrarlas, con el ángulo de los muslos necesario para que no hubiese duda de que me veía. “Lo” veía, quiero decir. Yo, para que no tuviera ninguna duda de qué era exactamente lo que tenía ante los ojos, iba con una falda blanca plisada, bastante demodé para la época, por cierto, pero que me permitía una gran facilidad de movimientos, al tiempo que, por contraste con ella, lo hacía bastante evidente. En casa, además, me había cerciorado de que me vería haciendo pruebas frente a un espejo de cuerpo entero. Fue un triunfo en toda regla, estoy segura. Aquella tarde, además, había mucha luz en el Gijón, y me encargué de respetar rigurosamente los movimientos ensayados, que hacían que se viera con toda claridad el rosa asalmonado de mi vulva abriéndose. Aurelio no tardó en disculparse y bajar precipitadamente a las toillettes, donde estoy seguro que se hizo la mayor paja de su vida. Tardó casi un cuarto de hora en subir, y al incorporarse al grupo, parecía tranquilo pero agotado. Posiblemente fueron dos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario