Era cierto que
aquellas tertulias eran mucho más que mis coqueteos con Aurelio, por otro lado
inadvertidos por el resto, con quienes mantenía una relación compensatoria no
fueran a creerse que yo tenía alguna aventura con el misionero. Pero también es
cierto que tras aquel día comencé un asedio sistemático. Algunos días mantenía
con él charlas cordiales y serias sobre cualquier cosa, pero en cuanto podía
intentaba que notara mi interés. Por ejemplo, era frecuente que dejase que una
de mis rodillas rozase con otra de las suyas el tiempo suficiente para que él
se diese cuenta de que aquello no era casual. Otros días, sin embargo, me
mostraba esquiva y reticente, o incluso fingía cierta indolencia o desagrado
ante él, percibiendo entonces su confusión y desasosiego, por lo que sin duda
interpretaba como un doloroso abandono. Otros días, los menos, cuando percibía
que el pobre lo estaba pasando realmente mal, me acercaba insinuante, juguetona,
seductora, haciéndole unas confidencias tan íntimas que debía ponerle al borde
de un ataque de nervios.
“Aurelio -le dije un día que mi metodología de
asedio cartesiana tenía previsto como de no retorno- como tú que eres o has
sido cura, quiero hacerte una pregunta muy personal. La verdad es que me da
cierta vergüenza, pero creo que con la confianza que tenemos es mejor hacértela.
Sucede que en mi vida hay algunos momentos en los que no puedo reprimir cierto
sentimiento de culpa”. “Por ejemplo, cuando me masturbo”, corté por lo
sano. “Ah! ¿Te masturbas?” jadeó
Aurelio. “Por favor- le dije simulando estar casi ofendida- soy una mujer
adulta, separada hace años…” “Tú dirás -insistí fingiéndome compungida ante su
aparente incomprensión- compréndelo, Aurelio, hay noches en que me siento muy
sola, y necesitaría un hombro donde reclinar mi cabeza, unos brazos fuertes
rodeándome…la vida es dura sin un cariño próximo. Es en esos momentos, querido
Aurelio, cuando siento el impulso de tocarme buscando cierto alivio, creo que
no es tan difícil de comprender…” Aurelio, evitando entrar en detalles, se
ofuscó entonces mezclando una serie de argumentos y contra argumentos, que
aunaban la doctrina cristiana de la culpa original con interpretaciones antropológicas de otras
culturas, en las que el goce onanista (y más si se trata de una mujer) es
considerado como un pecado grave ante una supuesta ley natural. Incluso, si no
recuerdo mal, terminó aludiendo a la ablación del clítoris en ciertas culturas
africanas. “El goce, Raquel, no siempre tiene que pasar por la zona genital…”
concluyó un sofocado Aurelio, que había echado mano de todo su bagaje cultural
como artillería pesada, sin duda para acallar lo más rápidamente posible los
latidos de su polla que debía estar a punto de enloquecer detrás de la
bragueta.
En otra vuelta
de tuerca de aquel proceso de seducción erótica, se me metió en la cabeza que
debía llevarle a un grado tal de calentamiento, que hiciera que se corriese
allí mismo, o que tuviera que visitar los Servicios para aliviarse. La ocasión
no tardó en presentarse. Yo había estudiado previamente las posibilidades de
que Aurelio, y solo él, pudiera verme el chocho allí mismo, sin que los otros
se dieran cuenta. Se trataba de sentarnos a la mesa de forma que los dos nos
quedáramos solos a un lado, y a la suficiente distancia para que el pudiera
observarlo si que yo tuviese que hacer una tabla de gimnasia. Cualquier día con
poca gente en el local y los contertulios suficientes para disimular sería
bueno. Bastaría que yo me sentase en una de las esquinas frente a los
ventanales, de forma que la situación no pudiese ser obvia más que para él. Y así fue. Aquel mes de mayo
caluroso, empecé a ir sistemáticamente a la tertulia, sin bragas, y a la
tercera fue la vencida.
Ya metidos en
harina, en una increíble conversación (aquello se estaba poniendo demasiado
pesado) sobre la importancia de que en el proceso terapéutico el paciente
colabore con el analista (cuyo “ponente” era Alejandro Buñatis, un psiquiatra
recién incorporado al grupo), aproveché la ocasión para abrir bien las piernas
en dirección a Aurelio, manteniéndolas así durante unos segundos, para
continuar punto y seguido con todo un ajetreo de abrirlas y cerrarlas, con el
ángulo de los muslos necesario para que no hubiese duda de que me veía. “Lo”
veía, quiero decir. Yo, para que no tuviera ninguna duda de qué era exactamente
lo que tenía ante los ojos, iba con una falda blanca plisada, bastante demodé
para la época, por cierto, pero que me permitía una gran facilidad de
movimientos, al tiempo que, por contraste con ella, lo hacía bastante evidente.
En casa, además, me había cerciorado de que me vería haciendo pruebas frente a
un espejo de cuerpo entero. Fue un triunfo en toda regla, estoy segura. Aquella
tarde, además, había mucha luz en el Gijón, y me encargué de respetar
rigurosamente los movimientos ensayados, que hacían que se viera con toda
claridad el rosa asalmonado de mi vulva abriéndose. Aurelio no tardó en
disculparse y bajar precipitadamente a las toillettes, donde estoy seguro que
se hizo la mayor paja de su vida. Tardó casi un cuarto de hora en subir, y al
incorporarse al grupo, parecía tranquilo pero agotado. Posiblemente fueron dos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario