Esta piedra no
me habla pero no se lo tengo en cuenta. No puedo reprochárselo, a pesar de no
tener la total certeza de que es incapaz de ello. No tiene cerebro, eso es
evidente, no hay nada parecido en su interior, pero nunca se sabe. La naturaleza
oculta misterios a contra corriente de lo que juzgamos razonable, y basado en
esta consideración, siento nacer en mí cierta animadversión hacia ella que
mucho me temo que no haga sino aumentar.
Me dicen que mi
necesidad de hablar sin parar está adquiriendo niveles enfermizos, pero no me
van a impedir hacerlo. Ellos sin duda tiene sus razones para opinar así, pero
yo también las tengo para no cerrar la boca, y deben hacer el mismo esfuerzo
que yo hago yo para comprender su mutismo. Después de todo tienen muchas
opciones para no oírme. Y los tapones en los oídos es la menor que se me
ocurre.
Esta tarde voy
por fin a ver una obra del teatro de vanguardia que al parecer hace furor en
Centroeuropa y en algunas regiones del lejano Oriente. Se trata de unos
individuos (hombres y mujeres) cuya actuación consiste en imitar al público que
los contempla hasta en sus mínimos detalles, de tal manera que este (del que yo
formaré parte esta tarde) tenga la impresión de hallarse ante un espejo. Voy
disfrazado de avestruz, y no creo que el elenco de la compañía que nos visita
esté preparado para ello, a no ser que alguien esconda la cabeza, claro está (al
parecer valen las metáforas).
Salgo a la calle
y enseguida me llaman: “oye, tú, hola, buenas…” Toda esa retahíla de palabras y
expresiones al uso que se emplean cuando hay mucha confianza. Me llaman, es
cierto, pero nunca me nombran, como si tal cosa les infundiera un temor
incomprensible o un miedo cerval, lo que es posible que mitiguen acudiendo a
tales subterfugios. O quizás sucede todo lo contrario, y mi nombre más que
pavor les provoque un ataque de risa, a la que no podrían hurtarse una vez
dicho. Claro que ahora que lo pienso, ni yo mismo recuerdo si tengo un nombre
verdadero o solo soy una amalgama de letras que no vale la pena pronunciar.
Se me reprocha
el mero hecho de ser quien soy, como si una vez constituido en un sólido (con
todos los matices que se quiera), uno tuviese la capacidad de hacer flap y
convertirse en otra cosa. Aunque, bien pensado, no pierdo nada por intentarlo y
convertido en un okapi o un casuario, llevar una vida plena de sentido en la
selva africana o la fronda australiana. Nunca se sabe.
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