viernes, 21 de noviembre de 2014

LATINES

Eduardo confiesa que ha sido muy feliz, que su vida ha estado colmada de dicha, y que puestos a elegir algo, lo mejor ha sido el simple hecho de poder hablar. No se imagina la tragedia que podría haber sido en su caso no poder hacerlo; y en su opinión, los mudos son los seres más desgraciados de La Tierra. Manifiesta, sin embargo, un pesar, que a sus años considera ya irreparable: le hubiera gustado hablar en latín. Pero puntualiza que no solo hablar, sino haberlo hecho de forma habitual. Dirigirse a su mujer, sus hijos y amistades en la lengua del César, o como sin duda lo habían hecho las legiones romanas cuando se aprestaban a conquistar Egipto. O Lucio Anneo Séneca cuando conversaba con su discípulo Nerón. Hablar español, catalán o gallego, siempre le pareció un triste remedo de la lengua del Imperio. Y lo mismo le hubiera resultado hablar en francés, inglés o alemán, lenguas todas ellas venidas a menos.
Por eso, su última voluntad, ahora que el momento se aproxima, es ser enterrado en Roma, cerca del Coliseo o las termas de Caracalla. Y en caso de que tal cosa no fuera posible, se conformaría con una tumba en el más modesto de los cementerios de Roma.

 Opción 1) El vehículo de la policía se detuvo al lado del mío en el semáforo. El guardia me dijo que bajara la ventana y de inmediato me advirtió: “acaba usted de realizar un giro prohibido ¿me escucha o prefiere que se lo diga por escrito?” Le contesté que no me había dado cuenta, y que de hecho la señal de prohibición la había interpretado referida a la calle anterior, que transcurría en paralelo a la nuestra. “Ándese con ojo la próxima vez que ustedes los abuelos me tiene harto”. Le dije que desde luego y que perdonara mi despiste. “Ande, ande, que no quiero volver a verle” me contestó acelerando en plan Fórmula uno y dejándome atrás boquiabierto.


Opción 2) El vehículo de la policía se detuvo al lado del mío al llegar el semáforo, uno de los agentes me hizo un gesto enérgico ordenándome que bajara la ventanilla. “Oye, abuelo, tú es que haces lo que se te pone en los cojones? me dijo. Le respondí que no sabía a qué se refería. “El puto Alzheimer, cabrón, ya no deberías conducir” me contestó, al tiempo que se mesaba los cuatro pelos que le quedaban en la cabeza. No se había afeitado y daba la impresión de tener dos copas encima, y de repente sentí que no tenía que disculparme, sino atacar para que aquel desgraciado se viera sorprendido y no pensara que el hecho de ser un agente de la autoridad le permitía actuar como le saliera de los cojones con un ciudadano que paga a Hacienda y, como norma, respeta la ley. Le llamé hijo de puta, y salí zumbando con el semáforo en rojo. Me traía sin cuidado lo que pudiera pasarme en ese momento y estaba decidido a meterme en la M-30 y hacer una gymkhana con aquellos retrasados. Por el retrovisor vi que me seguían con las luces giratorias y la sirena. Estaba dispuesto a morir y demostrarles que me importaba un huevo su uniforme y su cara de suficiencia, después de todo de alguna manera hay que morir y aquella situación podía tener algo de heroico. ¡No te jode el guindilla que se cree Napoleón! Se va a enterar, y si me cogen tengo un cuchillo en la guantera. A ver quien acaba diciendo la última palabra. Cabrones.

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