sábado, 15 de noviembre de 2014

INSTRUCCIONES PARA AYUDAR

Es posible, aunque quizás no tan probable, que en algunos momentos de su vida sienta la necesidad imperiosa de ayudar, y es importante que trate pronto de definir lo que antes se llamaba (con todas las de la ley), complemento directo. Y para ello es necesario hacerlo a priori de una forma genérica, porque no es lo mismo ayudar a alguien fuera de nosotros que a nosotros mismos. A partir de ese momento lo natural es que sintamos el impulso de echar una mano a alguien en apuros, o a estudiar con detalle lo que nos vendría bien personalmente para llevar una vida plena. Aunque pensándolo más a fondo, puede suceder que ambas cosas coincidan en la medida en que ayudar a los demás suele ser muy gratificante para quien lo hace. Etcétera.
Llegado a este punto, quien quiere ayudar a los demás debe evaluar en qué consiste tal ayuda, pues lo que para él puede suponer un problema, para otros resultar algo asumido o incluso visto de forma positiva. Y no solo eso, sino que debe tenerse en cuenta si la persona a quien se trata de ayudar lo admite, pues como es bien sabido, hay quienes lo consideran vejatorio, al estimar que la ayuda, en determinados casos es una forma muy elaborada de desprecio. Hay quienes probablemente prefieran vivir en alpargatas que ser ofendidos aceptando unos zapatos Sebago, por decir algo; incluso merece la pena valorar de antemano, si en el futuro el benefactor no será objeto por parte del otro de un profundo rencor. Desvaríos de la mente humana, capaz de anteponer con frecuencia el honor o una supuesta dignidad, al puro hecho de reconocer una necesidad y agradecer la ayuda. Esta es la doble cara de la caridad, en ocasiones justamente denostada, no solo porque no enseña al otro nada en concreto para defenderse en la vida (a pescar, como tantas veces se ha dicho), sino que lo señala como alguien que, después de todo, ha fracasado.
Ya sé que decir esto es una simplificación, y que los pobres en las aceras, en las salidas de los supermercados y en los semáforos, no están para estas sutilezas, y agradecen sin dobleces unos céntimos, pero hay que advertirlo para que la posible reacción negativa no nos coja por sorpresa. Esto no debe ser un inconveniente para ciertos momentos en los que la ayuda resulta imprescindible con independencia de toda consideración ética. Si alguien, por ejemplo, pide socorro desde el agua agitando los brazos y al mismo tiempo tiene dificultades para mantener la cabeza por encima de la misma, no debemos abismarnos en profundas reflexiones de orden moral, ni pensar que a esa distancia de la orilla, la persona en cuestión debe hacer pie y ella misma puede resolver su situación. Si sabemos nadar, debemos arrojarnos al agua y tratar de acercarle a la orilla, algo no siempre tan sencillo, pues en ocasiones el accidentado, llevado por los nervios y la angustia, puede propinarnos un puñetazo y a partir de ese momento ser dos las personas en apuros. Afortunadamente, en las piscinas públicas es obligatoria la presencia de socorristas, que saben nadar con cierta soltura, y han recibido un curso de información previo, o son diplomados en salvamento y saben como actuar en esas ocasiones. Además, también es obligatoria la instalación de salvavidas, que puedan ser lanzados al agua en caso de apuro. Morir ahogado debe ser un trago difícil de soportar (e incluso más de uno, valga el chiste). Otra posible solución sería que la persona en cuestión estuviera dotada de branquias o fuera un anfibio, algo en el primer de los casos, imposible, y en el segundo más que dudoso, por más que, al parecer, los seres humanos  salimos del mar hace millones de años, al parecer, en forma de lagartos.
La ayuda que suele ser requerida en más ocasiones es la de tipo afectivo o espiritual. Para ello debemos estar preparados con una mente abierta y el corazón dispuesto a transigir con situaciones de difícil encaje con nuestra personalidad. Ayudar a los iguales suele ser relativamente fácil, pero hacerlo cuando somos requeridos para ello por un individuo que dice sentir un deseo profundo de quitar de en medio a su vecino, o a patear el vientre de una embarazada, puede resultar complicado. Sobre todo si somos nosotros mismos el vecino aludido, o nos encontramos en el sexto mes de gestación. No obstante, excepto en esos casos u otros similares, en lo que lo más adecuado resulta poner de inmediato tierra de por medio, debemos templar nuestro espíritu y aprestarnos a la ayuda solicitada (si tal es el caso), considerando la ventaja que supone saber que nuestras neuronas tienen una plasticidad sorprendente hasta el mismo día de nuestro óbito, y que por lo tanto podremos hacer frente a las situaciones aparentemente más disparatadas.
El yoga a base asanas, el zazen, los estiramientos e incluso los masajes de un profesional cualificado, pueden ayudarnos para acercarnos a quien lo requiera con el espíritu dispuesto para la ayuda, considerando que, como dijo un famoso filósofo, (estrábico para más señas)(1), “nada humano me es ajeno”. No es preciso para ello ser un existencialista, e incluso uno puede abominar de Heidegger, que en opinión de muchos de sus colegas, no sabía lo que decía (2), pero que, sobre todo, era un perfecto hijo de puta (3), dicho esto en un castellano diáfano del que sin duda no renegarían en Valladolid, ni por lo tanto, don Miguel Delibes. Preparados pues de la forma antedicha, debemos escuchar a quien lo requiera con una actitud relajada que facilite la relación, y que haga que el otro se sienta cómodo y pueda confiarnos sus dificultades con la certeza de que no va a ser enjuiciado. Pueden ser momentos difíciles, ante los cuales haríamos bien en dejar de lado nuestros prejuicios, por más que lo que oigamos pueda perturbarnos. En ese sentido sería conveniente eliminar previamente algunas señales de nuestro lenguaje  corporal que pudieran poner al otro sobre aviso de nuestra disensión o malestar. Atentos, pues a los movimientos incontrolados de nuestras extremidades, al empleo excesivo de nuestras manos o nuestra gesticulación, y sobre todo a ciertos tics que nos delatarían sin remedio, como el parpadeo excesivo (incluso guiñando un ojo), el fruncimiento de la boca y el tocarse la nariz reiteradamente sin venir a cuento.
No nos vendría mal haber practicado con anterioridad la llamada “escucha pasiva” (4), algo muy utilizado por lo psicoterapeutas cuando los pacientes se ponen pesados;  es una forma más sofisticada de aquello que el saber popular conoce como “por un oído me entra y por otro me sale”. Claro que no debe pasar ni un momento más sin mencionar una palabra que abre todas las puertas en el mundo de la comunicación afectiva. Se llama “empatía”, esa facultad que nos hacer sentir como propios los sentimientos ajenos, y que le facilita al otro abrirnos su corazón. Y esto no deja de ser interesante, pues otro vocablo muy afín y con las mismas raíces, señala una situación muy diferente, se trata de “patología”, que tiene que ver con las emociones alteradas, y que convenientemente diagnosticado (o no), pueda uno acabar en un psiquiátrico o tomando una ensalada de pastillas para mantenerse en sus cabales.
Y creo que tratándose este artículo de una síntesis de las instrucciones elementales para ayudar a nuestro prójimo, ya es suficiente con lo dicho. Queda para otro día la segunda parte a la que se hizo alusión al empezar, la ayuda a nosotros mismos, hoy tan de moda en tantos libros, dvds, yutubes. Se trata de una industria que, independientemente de su eficacia, hace que con seguridad se sientan mejor sus promotores, al proporcionarles un estatus que para sí quisieran los destinatarios (quien tenga dudas que pregunte a Louise M. Hay, Paulo Coelho, y con matices, a Eduardo y Elsa Punset en España). Si usted no sabe con certeza quien es realmente, le recomiendo a algunos autores que podrían echarle una mano, por ejemplo Sigmund Freud y Carl G. Jung, pero mal empezamos (5). Si tiene la certeza de ser Napoleón o Jesucristo o su autor favorito se llama Ronald Laing(6) (un psiquiatra importantísimo que introdujo una visión totalmente diferente de la enfermedad mental), siento comunicarle que no puedo serle de ninguna ayuda. Un cordial saludo, en cualquier caso.
(1) Se trata de Jean Paul Sartre, uno de los padres de la corriente filosófica llamada existencialismo. Era bizco, que es una forma de estrabismo.
(2) Quien tenga alguna duda que intente leer “Ser y tiempo”, su obra capital.
(3) Heidegger, a pesar de sus elaboradísimas teorías, entre ellas el famoso “dasein”, fue en opinión de muchos colegas un ser humano repugnante que apoyó a Hitler y al nazismo, colaborando de esa manera a un descenso significativo del número de habitantes de este planeta.
(4) La escucha pasiva es conocida en el mundo de la teoría psicoanalítica como la actitud del psicoanalista mediante la cual, el profesional escucha lo que le dice el paciente y se queda solo con lo esencial, de una forma conocida como “atención flotante”.
(5) Carl G. Jung, fue un famoso psiquiatra suizo discípulo de Freud, de quien pronto disintió. No estaba de acuerdo con su maestro en que las enfermedades mentales de sus pacientes empezaban en la alcoba de sus padres. Dos de sus conceptos más conocidos fueron “el alma colectiva” y el “sí mismo”, que es lo que aquí viene al caso.
(6) Ronald Laing fue un importante psiquiatra inglés de los años setenta, conocido como el creador “antipsiquiatría” y especialista en la esquizofrenia (*). Escribió dos libros muy importantes de los que se vendieron miles de ejemplares, “El yo dividido” y “El yo y los otros”. Uno de sus colegas, Joseph Berke ayudó a una de sus pacientes, Mary Barnes, a escribir un libro que causó mucho impacto en su día: “Aquí no tuve que volverme loca”. Trata de la experiencia de esta en una casa de Londres, donde los antipsiquiatras  alojaban a sus pacientes en régimen muy especial. Uno de los entretenimientos más terapéuticos de estos consistía, al parecer, en pintar las paredes o a sí mismos con sus excrementos (sin: mierda).

(*) Un conocido psiquiatra español (y cordobés), Carlos Castilla del Pino se ocupó también de esta dolencia. Publicó en dos tomos una “Introducción a la psiquiatría” con gran repercusión en la profesión (e incluso entre sus pacientes). Era de la opinión que el delirio es un error necesario, y en tal sentido escribió un ensayo con ese nombre. En él afirma que el ser humano, en determinadas circunstancias, se ve obligado a delirar para ser “alguien”. Quizás, haciendo un paralelismo, sea esa la razón última por la que siendo un comunista radical, se permitió una vida muy acomodada con la venta de sus libros y los honorarios de sus pacientes Lo que parece perfectamente lógico.

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