Suelo llegar al
trabajo poco después de las ocho de la mañana. La hora oficial de entrada son
las ocho y media, pero siendo el encargado de la sección de Conceptos Generales,
quiero dar ejemplo, y que mis subordinados me encuentran en mi sitio cuando
lleguen. Somos funcionarios, y hay una tendencia evidente a cumplir nuestro
cometido sin poner nada de nuestra parte, pero yo quiero cambiar esa falta de
consideración hacia el contribuyente, que, después de todo, es quien nos paga.
Sé que entre mis subordinados abundan los que me tienen manía, e incluso
quienes me consideran un tirano, pues saben que por mucho que nos esforcemos,
la Administración no nos va a pagar ni un céntimo más, y no les parece justo Me
duele que piensen así, y que el dinero sea el único acicate de sus vidas. Pero
soy intransigente, y a las ocho y media les quiero como clavos en sus puestos.
A pesar de todo, en algunas ocasiones en las que los veo alicaídos, no puedo
remediar acercarme a ellos, y tratar de motivarles hablándoles de la
satisfacción del deber cumplido y cosas por el estilo. Algo que la mayoría de
las veces no surte ningún efecto, y hace que, por el contrario, opinen de mí lo
apuntado más arriba. Para ser más concreto, el otro día López, un trabajador
incansable y un hombre cabal donde los haya, perdió los estribos y me dijo “¡No
te jode, Julián, para ti es muy fácil, casado con una marquesa, y con una renta
vitalicia de diez mil euros mensuales por un campo con cinco mil olivos!”. No
tendré en cuenta su falta de consideración ni sus modales. Es un buen hombre, y
sería inútil tratar de convencerle que para mí el dinero es lo de menos.
Entro en el
aparcamiento, cuyo acceso, por cierto, no es nada sencillo. Su trazado es como
el de una escalera de caracol con peralte, aunque afortunadamente sin
escalones. Cuando por fin logro aparcar después de haberme dejado los bajos del
vehículo en la bajada, pienso de inmediato en acudir a la cabina de control
para exponer una queja razonada. Sin embargo, cuando estoy a punto de abrir la
puerta para salir, me entra un sueño tremendo, y decido dar una cabezadita para
que mis argumentos parezcan razonables, y no fruto del sopor que con frecuencia
suscitan ciertos opiáceos. Cuando me despierto consulto el reloj, y para mi
asombro compruebo que han pasado dos horas, lo que me deja muy preocupado
pensando si me sucede algo grave, o en adelante debo prepararme para sufrir ataques
de narcolepsia (que no es moco de pavo). Durante al menos quince minutos sigo
dándole vueltas al asunto, y cuando por fin me decido a salir, veo para mi
asombro una mano de mujer que se posa en mis rodillas, y al levantar la vista,
a su propietaria al completo, que se dirige a mÍ con una voz aterciopelada
recomendándome calma. Soy tu ángel de la guardia, dice, y en esos momentos ya
puedo contemplarla por completo, dándome cuenta que aunque efectivamente tiene
manos, no tiene sujetador ni nada que se le parezca. Su mano, sin embargo no
parece satisfecha, y continúa una exploración que me hace cerrar los ojos y
olvidar por completo quien soy y que hago en aquel lugar a esas horas. Poco
después, olvido también la queja que pensaba presentar, y al subir de nuevo la
rampa de salida, me hago la firme promesa de acudir con frecuencia a aquel
aparcamiento subterráneo, donde al parecer a los clientes se les recompensa con
generosidad, aunque enseguida deban hacer una visita a la tintorería.
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