viernes, 7 de noviembre de 2014

CORAZONADAS

Me costó bastante tiempo decidirme, pero una vez que lo hice supe que ya no habría vuelta atrás. Y no la habría no porque fuera físicamente imposible, sino porque en mi interior tenía el convencimiento de que no me quedaban fuerzas para intentar otra cosa. Soy lo que en plan pedante se llama un intelectual, algo que, sin embargo, asumo con orgullo porque es a lo que me he dedicado toda mi vida. Me refiero a la cultura, la razón, la argumentación, todo lo que nos distingue con claridad de un animal strictu senso, al que nunca se le ha sorprendido leyendo o escribiendo una novela, dicho sea esto con todo mi respeto por los toros de lidia, los artrópodos o las gallinas, por decir algo. Y por los bonobobos, por poner un ejemplo más próximo, según dicen los evolucionistas. De los perros en concreto no hablaré para no herir ciertas sensibilidades muy a flor de piel con estos animales, que siempre me han caído tan bien.
     Trasladarme al desierto de Almería con mi mujer y los cuatro trastos que teníamos no iba a ser fácil. Quiero decir con esto, que vivir en pleno centro de Madrid (en un ático de la calle de Serrano, para ser más exactos) y mudarse a un terreno pedregoso, donde el mero hecho de andar con cierta soltura suponía casi una hazaña, no era en principio nada agradable. Hacía falta una voluntad decidida, pero sobre todo una desesperación notable que lo aconsejara. Y ese era mi caso, y al final lo hice. Ana se alojó en un hotel cerca del puerto de la ciudad, donde por aquella época también lo hacían con frecuencia los actores de los famosos spaghetti westerns, tan de moda entonces; al menos allí podría entretenerse mientras tierra adentro, yo me intentaba sacar adelante mi locura. Había heredado de mi padre una buena cantidad de dinero, una fortuna si debo ser sincero, y no se me ocurrió nada mejor que adquirir unos terrenos y construir un hotel en el desierto de Tabernas, remedando las construcciones de Capadocia, donde había vivido una temporada muchos años atrás rodando una película cuando me dio por el cine.
De hecho, mi intención era construir un complejo hotelero que comprendiera al propio hotel y una zona recreativa, en la que los clientes pudieran disfrutar de varias instalaciones, con el plato fuerte de un paseo de tres horas por las inmediaciones en camello, caballo, pony o burro, a voluntad. La flora y la fauna del lugar no es que fueran especialmente llamativas o únicas, pero sí interesantes, y siempre se podrían mejorar tiempo adelante introduciendo algunas variedades exóticas. Ya se sabe que los turistas convencionales están mucho más dispuestos que los ecologistas para admitir estas extravagancias, y esperaba que por su propio interés, el ayuntamiento de la pedanía más próxima me apoyara. Finalmente, si las cosas iban bien, podría añadir una réplica (a  escala, claro está), de Santa Sofía, La Mezquita Azul y el Gran Bazar de Estambul. Desde luego desde un principio se construiría una zona de recreo adosada al hotel, con piscina, y en la planta baja del mismo una zona comercial, con spa incluido, si la demanda de plazas empezaba a requerirlo. Claro que la idea básica no era construir un resort gigante, pues la oferta, dado el entorno, iba dirigida principalmente a un público con recursos pero con veleidades ambientales y naturistas, al que le preocupara el respeto al entorno y la conservación del medio natural. En cualquier caso, no era descartable tener previsto una modesta flotilla de furgonetas y jeeps para llevar a la playa (a 20 kms) a los voluntarios, que dado el calor asfixiante en la zona en la temporada alta, no serían pocos. Por supuesto que quienes quisieran quedarse tendrían, como ya se ha dicho, una piscina con todas las instalaciones precisas para que no se sintieran de repente en pleno desierto (que era la pura verdad). Para las tardes, después de la cena, sería conveniente contar con algún conjunto de música en directo de cierta calidad, para que los residentes antes de retirarse tuvieran al crepúsculo la impresión de encontrarse en un lugar mágico que no desmereciera de las dunas del Sahara, o de los desiertos de Arizona que hicieron famosos John Ford. Pero sin cactus y con aire acondicionado a mano, claro está. Nunca se debe olvidar que los viajeros, vayan donde vayan, siempre lo hacen acompañados de una buena dosis de sugestión que les facilita imaginar lo que desean por encima de la cruda realidad.
En cualquier caso, el elemento fundamental era el propio hotel, que constaría en principio de cinco edificaciones del tipo de las de Capadocia, como dije más arriba, dos de ellas aprovechando la propia orografía del terreno, y por lo tanto, prácticamente cuevas (que deberían excavarse), y las otras tres construidas sobre el propio terreno, imitando la formas de las de Anatolia, con material rústico como las de adobe castellanas, convenientemente reforzado y enjalbegado. Cada una de ellas constaría a su vez de cinco habitaciones independientes con un espacio común recreativo, con televisión, juegos de azar y una pequeña biblioteca con libros de viaje y aventuras. Nada de filosofía ni autores rusos del diecinueve, que llevaran a los huéspedes a interrogarse por el sentido de su existencia e inducirles a abandonar el lugar de inmediato, o a quedarse dormidos al cabo de poco rato.
Las obras, a pesar del buen ritmo que impuso la empresa constructora, duraron cerca de dos años, durante los cuales yo estuve prácticamente siempre presente, pues lo que no quería bajo ningún concepto era que me hicieran cualquier faena de las que son normales en estos casos. Mi mujer, con los avatares que más adelante detallaré, estuvo casi siempre en Almería aprovechando el sol y buen tiempo habitual en esa costa durante todo el año, aunque cuando las cosas se ponían feas y el Mediterráneo no hacía honor a su fama, se quitaba de en medio una temporada y se iba a Madrid a casa de Teresa, una amiga de toda la vida a la que consideraba verdaderamente como una hermana. Habían estudiado juntas en el Pilar, y era por lo tanto unas verdaderas pijas en el sentido habitual que hoy en día suele darse a ese adjetivo. Gente de buena familia, con recursos (no era el caso de Ana), y que se considera por encima de la media, e incluso “por encima de la media de la media”, valga el juego de palabras. Cuando esto sucedía, yo iba a verla en avión desde Málaga, aunque en algunas ocasiones me quedaba por la zona remoloneando, e intentando buscar algún apaño que me resolviera el vacío del fin de semana, cosa no tan difícil si se tiene en cuenta la población extranjera que se han quedado allí definitivamente (especialmente ingleses y alemanes). En general se trataba de jubilados, pero en ocasiones aparecían grupos de gente joven que venían a desintoxicarse del ambiente lúgubre y plomizo de sus metrópolis por aquella época, y gozar del sol y la luz de nuestra costa, que ellos ingenuamente tendían a confundir con el trópico. Tuve alguna aventura relajante que nunca pasó de ser lo que podría calificarse como el desfogue de un sexagenario en apuros, que por otro lado tenía bien claro que ya habían quedado muy lejos los “días de esplendor en la hierba”, que diría Wordsworth.
Procuraba que la melancolía no me apresara, y el siguiente fin de semana me acercaba a Madrid, donde solía alquilar una habitación de un hotel como es debido (léase el Palace e incluso el Ritz) para que  Ana siguiera considerando que valía la pena estar casada con un vejete que la trataba tan bien. Yo sabía que esto era así y no me hacía demasiadas ilusiones respecto al futuro, pues estaba claro que no faltaba demasiado para que probablemente la pobre, más de veinte años menor que yo, tuviera que empujar una silla de ruedas. La mía, sin ir más lejos.
Todo transcurría normalmente hasta que pasado poco más de un año, ocurrió algo que modificó de alguna manera mis planes. Un día sin previo aviso se presentó por allí Roberto, mi hermano el ácrata, con el que tiempo atrás había tenido una relación muy próxima, pero del que por entonces solo tenía noticias esporádicas. Al igual que yo  había heredado de mi padre una suma respetable, pero al poco tiempo, llevado sin duda por un sentido de la solidaridad que no tenía demasiado que ver conmigo, decidió emplearlo en varias ONGs y organismos de caridad que prácticamente le habían desplumado sin que se diera cuenta. Venía, según me dijo, a colaborar conmigo con lo poco que había podido salvar de la quema, ofreciéndose para ocupar el puesto que yo juzgara adecuado a sus cualidades (de las que yo, sin embargo, no tenía demasiada idea). Como aparte de ser un desastre era un tipo bastante espabilados y de tonto no tenía un pelo a pesar de los antecedentes mencionados, decidí hacer de él una especie de ayudante/controlador, encargado de supervisar las obras al detalle, una vez que le hube puesto al tanto de las mismas.  Tal cosa me dio una libertad inesperada, que me permitió  pasar algunos días en Almería o Madrid con mi mujer, algo que me sentó muy bien, harto como estaba del trabajo en el campo, donde en ocasiones tenía la sensación de haberme convertido en algo así como un capataz distinguido.
Pero los hechos se precipitaron a una velocidad que nunca hubiera supuesto, y si las obras continuaban a buen ritmo, otro tipo de preocupaciones vinieron pronto a ocupar su lugar. Hasta ese momento Ana y yo habíamos mantenido una relación digamos que correcta, motivado cada cual por los estímulos propios de unas personas de nuestra edad y condición, en la que cada cual aportaba, al parecer, lo que el otro necesitaba. Pero aquel viernes en el que me dijo que se iba a Madrid en su coche (un mini no se cuantos), la situación tomó un sesgo inesperado. El sábado dejé a mi hermano en la obra y me acerqué a dar un paseo por la ciudad para recordar viejos tiempos. Había hecho el servicio militar cerca, y decidí visitar la Alcazaba, que al parecer la habían remozado hacía poco tiempo y quería ver qué tal había quedado, pues la recordaba de entonces hecha un pena, casi en ruinas. El hecho es que cuando estaba empezando el recorrido por el adarve de la fortaleza, el corazón me dio un vuelco cuando al mirar hacia abajo creí ver a Ana metiéndose en su coche en compañía de un tipo inconfundible, un actor americano que se alojaba en nuestro hotel, cuya característica más definida era que era más negro que el betún, algo que, y procuro no ser racista, a él debía tenerle sin cuidado, pues le había visto por los salones del hotel pavoneándose (era un tipo enorme y con buena planta que creía recordar de alguna película de las de Sergio Leone). Me pareció que Ana miró un instante hacia donde yo estaba, pero casi de inmediato el mini salió zumbando y no pudo ver nada más con detalle.
La Alcazaba estaba mucho mejor, desde luego, pero en esos momentos yo tenía la cabeza en otro lugar para ser demasiado riguroso, y de hecho enseguida di la visita por terminada y salí para tomarme una ginebra sola en un chiringuito cercano para aturdirme o espabilarme un poco (no tenía claro cual de ambas cosas me vendría mejor). Una Larios nacional, pera ser exactos. La verdad era que no tenía la seguridad de que lo que había visto fuera absolutamente cierto, pero tenía la casi total certeza de que sí. Impresionado como estaba, y sumido en la confusión de haber visto a Ana con otro hombre, estuve reflexionando sobre como actuar en aquellos momentos, y llegué a la conclusión de que no debía precipitarme, pues de resultar las cosas como me habían parecido, ella también debía encontrarse con un buen estrés encima. Lo que más me vejaba, sin embargo, era el hecho de que se tratara de un tipo como aquel, y no de un anciano en ciernes como yo. Por ejemplo, me hubiera molestado mucho menos que se tratara de Woody Allen o de Andy Warhol, por poner los dos primeros ejemplos de gente importante pero entrada en años que se me vinieron a la cabeza. E indudablemente eso significaba algo muy concreto, que no es necesario poner aquí por escrito.
Estuve varias horas dando vueltas sin rumbo fijo por la ciudad y ya bastante tarde me metí a comer a un restaurante en las inmediaciones de La Chanca, el barrio más típico y célebre de Almería. Al terminar, después de una ensalada y un pescado que vendían como gallo (cuyo extraño sabor efectivamente se aproximaba al del pollo), decidí que era el momento de coger al toro por los cuernos, ver lo que pasaba y aceptar la teoría del sálvese quien pueda aplicada a mí mismo. Respiré hondo y la llamé animado por media botella de vino de la casa y dos pacharanes. Ana cogió el teléfono enseguida y la encontré animada y hasta alegre, lo que me sorprendió e hizo pensar de inmediato en que yo andaba mal de la vista, pues en las circunstancias que yo creía haber vivido, qué menos que sentirse culpable y que se le notara. Pero en absoluto. Me dijo que estaba comiendo con Teresa en casa Lucio en la Cava Baja, que les había puesto unos huevos estrellados de infarto, y que teníamos que ir la próxima vez que estuviéramos juntos en Madrid. Como sin embargo seguía con mis dudas le dije que me pasara a su amiga para saludarla, pero me contestó que estaba en el servicio, a lo que yo aun más mosqueado le dije que me pasara al mismísimo Lucio para preparar nuestra próxima comida, a lo que me contestó que precisamente hacía un momento que había pasado para saludarlas y que no era cuestión de  molestarle de nuevo. Y que, en todo caso, ya se encargaba ella. En resumen, que cuando colgué tenía bien claro que de Madrid nada y que de huevos estrellados menos, a no ser que se tratara de una metáfora popular y un tanto barriobajera, impropia de mi mujer. Pude llamar a casa de Teresa para comprobar que no estaba (o que sí), pero me sentí lo suficientemente vejado como para no seguir dándome caña durante más tiempo. Volví al hotel, me metí en la cama y no salí de la habitación hasta el lunes.
 Ana no volvió el domingo por la noche, como era lo habitual. Ni el lunes. Ni el martes. Ni contestaba al móvil, lo que me confirmó que no era necesario que fuera al oculista: lo que había visto el domingo en la alcazaba de Almería era la pura verdad, algo que, además, coincidía con la ausencia del actor en el hotel durante esos días. Quiero decir del puñetero negro. No quise confirmar nada a través de su amiga de Madrid, y verdaderamente no hizo falta, porque el miércoles por la tarde recibí un correo de Ana desde Los Ángeles diciéndome cuanto lo sentía, pero que había sido un amor a primera vista y no había podido controlar sus sentimientos, y que a partir de ese momento viviría en Hollywood con aquel tipo que, aunque no lo creyera, era una buena persona y le había prometido un futuro brillante a su lado como actriz. La muy hija de puta.
Mi situación, pues, había dado un giro de ciento ochenta grados, y a partir de ese momento todo a mi alrededor se volvió irreal. El intelectual que yo me creía, como dije al principio, estaba absolutamente trastornado, y no se le ocurría ningún argumento sólido para contrarrestar la penosa deriva de los acontecimientos. La realidad era que mi mujer me había abandonado y que me encontraba en el desierto de Tabernas en Almería, donde no se me había perdido nada, empeñado en construir un complejo hotelero disparatado (y posiblemente ruinoso) en el que había empleado todo el dinero del que disponía. Y para más inri, en compañía de un individuo, mi hermano, que verdaderamente no debía estar demasiado bien de la cabeza.
 No volví a la obra hasta el viernes diciéndole a Roberto que estaba indispuesto, pero que no viniera a verme porque lo mío, aunque suponía que leve, podía ser contagioso. Mi hermano pareció creerse el camelo a pies juntillas, y no supe nada de él hasta ese día cuando me presenté allí por la mañana. Al verle, el sorprendido fui yo. Roberto prácticamente no abrió la boca  e hizo un gesto con el que supongo que quiso decirme que no había novedad, aunque lo mismo hubiera querido decir cualquier otra cosa (que pretendía echarse a volar, por ejemplo), pues consistió en levantar la vista al cielo y abrir los brazos hasta la altura de los hombros reiteradamente. Tenía mal aspecto, estaba más delgado que una semana antes, y con un color cerúleo que no auguraba nada bueno. Su habitación estaba toda patas arriba, y llena de botellas de whisky vacías por el suelo, lo que mostraba bien a las claras que durante esos días la dirección de las obras había estado en manos de un borracho que, además, o mucho me equivocaba, o empezaba a dar los primeros síntomas de una cirrosis galopante. No le dije nada de lo sucedido, le metí en la cama y avisé al médico, que después de auscultarle brevemente, me dijo que había que trasladarle enseguida al hospital, porque aquel tipo (sic) podía estar en las últimas si no se le trataba enseguida. Lo hice de inmediato y se quedó ingresado en urgencias, de donde salió una semana después para pasar a planta en observación. Cuando se recuperó después de aquel episodio, que al parecer solo se debió a la ingesta masiva de alcohol, pero sin consecuencias para el hígado, me dijo que tenía que hablar conmigo seriamente. Como yo quería dar por finiquitado aquel incidente para poder centrarme en las obras, le dije que desembuchara enseguida si consideraba que realmente se trataba de algo importante.
Lo que sucedió a continuación no tuvo nada que ver con el abandono de Ana (del que por cierto no le dije nada, ni él tampoco pareció sospechar nada al no verla durante todos aquellos días), pero dio lugar a unos hechos que hicieron que, al contrario que con ella, fuera yo le despidiera, dándole de baja como ayudante. En resumidas cuentas, me vino a decir dos cosas, que pueden resumirse de la manera siguiente. Primero: tu hotel es una chapuza, te están robando y los cimientos se están viniendo abajo. Y segundo: parecía mentira que en esos momentos de crisis, personas como yo se dedicaran a montar negocios ruinosos con la cantidad de gente necesitada a la que tan bien les vendría ese dinero. Después de oírle, inquieto sobre todo por lo primero, pensé que era hasta posible que tuviera razón, pero al preguntarle qué argumentos respaldaban sus palabras, me dijo que ninguno, que era una simple corazonada, pero que las corazonadas eran lo verdaderamente importante en la vida.Y quien sabe si en el fondo Roberto estaba en lo cierto, y las corazonadas son más importantes que la razón por muy intelectual que uno se considere.
 En cualquier caso, debo decir que mi proyecto de construir un complejo turístico de cierta importancia en el desierto de Almería llegó a buen fin y tengo un buen número de reservas para el próximo verano. Se alquilaron gran parte de los espacios para la zona comercial, la piscina funciona a la perfección, y ayer mismo llegó la flotilla de microbuses para el trayecto hasta la playa (de momento dos Nissan de 12 plazas cada uno con transportines). La semana que viene llegan los animales para el paseo turístico. De momento solo burros, que me han dicho que son muy resistentes y divertidos (causan cierta hilaridad a la gente) y que en Mijas han sido un éxito desde ya hace muchos años. Todo pues listo para la inauguración el próximo mes de junio, a la que posiblemente venga el Presidente de la Comunidad Andaluza. Sigo en contacto con las autoridades de Estambul, aunque si debo decir la verdad aquí que nadie me oye, a mí los moros siempre me han causado cierta desconfianza.
Desde Estados Unidos a través del correo, esporádicamente me llegan noticias de Ana dándome noticias de su situación y su camino hacia el estrellato. Parece preocupada por mí, como si más que ser mi ex mujer, se tratase de una hija inquieta por el porvenir de su padre, al que no debe ver con demasiados recursos para seguir adelante. Quizás deba decirle que recuerde que Incosol no está demasiado lejos y allí tampoco estaría tan mal. De mi hermano no he vuelto a tener noticias desde el día que lo metí en el tren camino de Madrid.  En ambos casos, tengo sin embargo la corazonada, de que con un poco de mala suerte y empeño por su parte, pueden acabar en situaciones nada envidiables. Para ella preveo a corto plazo que acabe haciendo de correo de la droga entre California y los famosos cárteles mejicanos de Jalisco, y para él, no me cuesta nada imaginarle vendiendo pañuelos por las calles de Goya y Serrano, o de aparcacoches voluntario en el Paseo del pintor Rosales. Al tiempo. Claro que solo se trata de una corazonada.

Nota.-  Adaptación libérrima de la película WINTER SLEEP del director Nuri Bilge Ceylan.


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