Me costó
bastante tiempo decidirme, pero una vez que lo hice supe que ya no habría vuelta
atrás. Y no la habría no porque fuera físicamente imposible, sino porque en mi
interior tenía el convencimiento de que no me quedaban fuerzas para intentar
otra cosa. Soy lo que en plan pedante se llama un intelectual, algo que, sin
embargo, asumo con orgullo porque es a lo que me he dedicado toda mi vida. Me
refiero a la cultura, la razón, la argumentación, todo lo que nos distingue con
claridad de un animal strictu senso, al que nunca se le ha sorprendido leyendo
o escribiendo una novela, dicho sea esto con todo mi respeto por los toros de
lidia, los artrópodos o las gallinas, por decir algo. Y por los bonobobos, por
poner un ejemplo más próximo, según dicen los evolucionistas. De los perros en
concreto no hablaré para no herir ciertas sensibilidades muy a flor de piel con
estos animales, que siempre me han caído tan bien.
Trasladarme al desierto de Almería con mi
mujer y los cuatro trastos que teníamos no iba a ser fácil. Quiero decir con
esto, que vivir en pleno centro de Madrid (en un ático de la calle de Serrano,
para ser más exactos) y mudarse a un terreno pedregoso, donde el mero hecho de
andar con cierta soltura suponía casi una hazaña, no era en principio nada
agradable. Hacía falta una voluntad decidida, pero sobre todo una desesperación
notable que lo aconsejara. Y ese era mi caso, y al final lo hice. Ana se alojó
en un hotel cerca del puerto de la ciudad, donde por aquella época también lo
hacían con frecuencia los actores de los famosos spaghetti westerns, tan de
moda entonces; al menos allí podría entretenerse mientras tierra adentro, yo me
intentaba sacar adelante mi locura. Había heredado de mi padre una buena
cantidad de dinero, una fortuna si debo ser sincero, y no se me ocurrió nada
mejor que adquirir unos terrenos y construir un hotel en el desierto de Tabernas,
remedando las construcciones de Capadocia, donde había vivido una temporada
muchos años atrás rodando una película cuando me dio por el cine.
De hecho, mi
intención era construir un complejo hotelero que comprendiera al propio hotel y
una zona recreativa, en la que los clientes pudieran disfrutar de varias
instalaciones, con el plato fuerte de un paseo de tres horas por las inmediaciones
en camello, caballo, pony o burro, a voluntad. La flora y la fauna del lugar no
es que fueran especialmente llamativas o únicas, pero sí interesantes, y
siempre se podrían mejorar tiempo adelante introduciendo algunas variedades
exóticas. Ya se sabe que los turistas convencionales están mucho más dispuestos
que los ecologistas para admitir estas extravagancias, y esperaba que por su
propio interés, el ayuntamiento de la pedanía más próxima me apoyara. Finalmente,
si las cosas iban bien, podría añadir una réplica (a escala, claro está), de Santa Sofía, La
Mezquita Azul y el Gran Bazar de Estambul. Desde luego desde un principio se
construiría una zona de recreo adosada al hotel, con piscina, y en la planta
baja del mismo una zona comercial, con spa incluido, si la demanda de plazas
empezaba a requerirlo. Claro que la idea básica no era construir un resort
gigante, pues la oferta, dado el entorno, iba dirigida principalmente a un
público con recursos pero con veleidades ambientales y naturistas, al que le
preocupara el respeto al entorno y la conservación del medio natural. En
cualquier caso, no era descartable tener previsto una modesta flotilla de
furgonetas y jeeps para llevar a la playa (a 20 kms) a los voluntarios, que
dado el calor asfixiante en la zona en la temporada alta, no serían pocos. Por
supuesto que quienes quisieran quedarse tendrían, como ya se ha dicho, una
piscina con todas las instalaciones precisas para que no se sintieran de repente
en pleno desierto (que era la pura verdad). Para las tardes, después de la cena,
sería conveniente contar con algún conjunto de música en directo de cierta
calidad, para que los residentes antes de retirarse tuvieran al crepúsculo la
impresión de encontrarse en un lugar mágico que no desmereciera de las dunas
del Sahara, o de los desiertos de Arizona que hicieron famosos John Ford. Pero
sin cactus y con aire acondicionado a mano, claro está. Nunca se debe olvidar
que los viajeros, vayan donde vayan, siempre lo hacen acompañados de una buena
dosis de sugestión que les facilita imaginar lo que desean por encima de la
cruda realidad.
En cualquier
caso, el elemento fundamental era el propio hotel, que constaría en principio
de cinco edificaciones del tipo de las de Capadocia, como dije más arriba, dos
de ellas aprovechando la propia orografía del terreno, y por lo tanto,
prácticamente cuevas (que deberían excavarse), y las otras tres construidas
sobre el propio terreno, imitando la formas de las de Anatolia, con material
rústico como las de adobe castellanas, convenientemente reforzado y enjalbegado.
Cada una de ellas constaría a su vez de cinco habitaciones independientes con
un espacio común recreativo, con televisión, juegos de azar y una pequeña
biblioteca con libros de viaje y aventuras. Nada de filosofía ni autores rusos
del diecinueve, que llevaran a los huéspedes a interrogarse por el sentido de
su existencia e inducirles a abandonar el lugar de inmediato, o a quedarse
dormidos al cabo de poco rato.
Las obras, a
pesar del buen ritmo que impuso la empresa constructora, duraron cerca de dos
años, durante los cuales yo estuve prácticamente siempre presente, pues lo que
no quería bajo ningún concepto era que me hicieran cualquier faena de las que
son normales en estos casos. Mi mujer, con los avatares que más adelante
detallaré, estuvo casi siempre en Almería aprovechando el sol y buen tiempo
habitual en esa costa durante todo el año, aunque cuando las cosas se ponían
feas y el Mediterráneo no hacía honor a su fama, se quitaba de en medio una
temporada y se iba a Madrid a casa de Teresa, una amiga de toda la vida a la
que consideraba verdaderamente como una hermana. Habían estudiado juntas en el
Pilar, y era por lo tanto unas verdaderas pijas en el sentido habitual que hoy
en día suele darse a ese adjetivo. Gente de buena familia, con recursos (no era
el caso de Ana), y que se considera por encima de la media, e incluso “por
encima de la media de la media”, valga el juego de palabras. Cuando esto
sucedía, yo iba a verla en avión desde Málaga, aunque en algunas ocasiones me
quedaba por la zona remoloneando, e intentando buscar algún apaño que me
resolviera el vacío del fin de semana, cosa no tan difícil si se tiene en cuenta
la población extranjera que se han quedado allí definitivamente (especialmente
ingleses y alemanes). En general se trataba de jubilados, pero en ocasiones
aparecían grupos de gente joven que venían a desintoxicarse del ambiente
lúgubre y plomizo de sus metrópolis por aquella época, y gozar del sol y la luz
de nuestra costa, que ellos ingenuamente tendían a confundir con el trópico.
Tuve alguna aventura relajante que nunca pasó de ser lo que podría calificarse
como el desfogue de un sexagenario en apuros, que por otro lado tenía bien
claro que ya habían quedado muy lejos los “días de esplendor en la hierba”, que
diría Wordsworth.
Procuraba que la
melancolía no me apresara, y el siguiente fin de semana me acercaba a Madrid,
donde solía alquilar una habitación de un hotel como es debido (léase el Palace
e incluso el Ritz) para que Ana siguiera
considerando que valía la pena estar casada con un vejete que la trataba tan
bien. Yo sabía que esto era así y no me hacía demasiadas ilusiones respecto al
futuro, pues estaba claro que no faltaba demasiado para que probablemente la
pobre, más de veinte años menor que yo, tuviera que empujar una silla de
ruedas. La mía, sin ir más lejos.
Todo transcurría
normalmente hasta que pasado poco más de un año, ocurrió algo que modificó de
alguna manera mis planes. Un día sin previo aviso se presentó por allí Roberto,
mi hermano el ácrata, con el que tiempo atrás había tenido una relación muy
próxima, pero del que por entonces solo tenía noticias esporádicas. Al igual
que yo había heredado de mi padre una
suma respetable, pero al poco tiempo, llevado sin duda por un sentido de la
solidaridad que no tenía demasiado que ver conmigo, decidió emplearlo en varias
ONGs y organismos de caridad que prácticamente le habían desplumado sin que se
diera cuenta. Venía, según me dijo, a colaborar conmigo con lo poco que había
podido salvar de la quema, ofreciéndose para ocupar el puesto que yo juzgara
adecuado a sus cualidades (de las que yo, sin embargo, no tenía demasiada
idea). Como aparte de ser un desastre era un tipo bastante espabilados y de
tonto no tenía un pelo a pesar de los antecedentes mencionados, decidí hacer de
él una especie de ayudante/controlador, encargado de supervisar las obras al
detalle, una vez que le hube puesto al tanto de las mismas. Tal cosa me dio una libertad inesperada, que
me permitió pasar algunos días en
Almería o Madrid con mi mujer, algo que me sentó muy bien, harto como estaba
del trabajo en el campo, donde en ocasiones tenía la sensación de haberme
convertido en algo así como un capataz distinguido.
Pero los hechos
se precipitaron a una velocidad que nunca hubiera supuesto, y si las obras
continuaban a buen ritmo, otro tipo de preocupaciones vinieron pronto a ocupar
su lugar. Hasta ese momento Ana y yo habíamos mantenido una relación digamos que
correcta, motivado cada cual por los estímulos propios de unas personas de
nuestra edad y condición, en la que cada cual aportaba, al parecer, lo que el
otro necesitaba. Pero aquel viernes en el que me dijo que se iba a Madrid en su
coche (un mini no se cuantos), la situación tomó un sesgo inesperado. El sábado
dejé a mi hermano en la obra y me acerqué a dar un paseo por la ciudad para
recordar viejos tiempos. Había hecho el servicio militar cerca, y decidí
visitar la Alcazaba, que al parecer la habían remozado hacía poco tiempo y
quería ver qué tal había quedado, pues la recordaba de entonces hecha un pena,
casi en ruinas. El hecho es que cuando estaba empezando el recorrido por el
adarve de la fortaleza, el corazón me dio un vuelco cuando al mirar hacia abajo
creí ver a Ana metiéndose en su coche en compañía de un tipo inconfundible, un
actor americano que se alojaba en nuestro hotel, cuya característica más
definida era que era más negro que el betún, algo que, y procuro no ser
racista, a él debía tenerle sin cuidado, pues le había visto por los salones
del hotel pavoneándose (era un tipo enorme y con buena planta que creía
recordar de alguna película de las de Sergio Leone). Me pareció que Ana miró un
instante hacia donde yo estaba, pero casi de inmediato el mini salió zumbando y
no pudo ver nada más con detalle.
La Alcazaba
estaba mucho mejor, desde luego, pero en esos momentos yo tenía la cabeza en
otro lugar para ser demasiado riguroso, y de hecho enseguida di la visita por
terminada y salí para tomarme una ginebra sola en un chiringuito cercano para
aturdirme o espabilarme un poco (no tenía claro cual de ambas cosas me vendría
mejor). Una Larios nacional, pera ser exactos. La verdad era que no tenía la
seguridad de que lo que había visto fuera absolutamente cierto, pero tenía la
casi total certeza de que sí. Impresionado como estaba, y sumido en la
confusión de haber visto a Ana con otro hombre, estuve reflexionando sobre como
actuar en aquellos momentos, y llegué a la conclusión de que no debía precipitarme,
pues de resultar las cosas como me habían parecido, ella también debía
encontrarse con un buen estrés encima. Lo que más me vejaba, sin embargo, era
el hecho de que se tratara de un tipo como aquel, y no de un anciano en ciernes
como yo. Por ejemplo, me hubiera molestado mucho menos que se tratara de Woody
Allen o de Andy Warhol, por poner los dos primeros ejemplos de gente importante
pero entrada en años que se me vinieron a la cabeza. E indudablemente eso
significaba algo muy concreto, que no es necesario poner aquí por escrito.
Estuve varias
horas dando vueltas sin rumbo fijo por la ciudad y ya bastante tarde me metí a
comer a un restaurante en las inmediaciones de La Chanca, el barrio más típico
y célebre de Almería. Al terminar, después de una ensalada y un pescado que
vendían como gallo (cuyo extraño sabor efectivamente se aproximaba al del
pollo), decidí que era el momento de coger al toro por los cuernos, ver lo que
pasaba y aceptar la teoría del sálvese quien pueda aplicada a mí mismo. Respiré
hondo y la llamé animado por media botella de vino de la casa y dos pacharanes.
Ana cogió el teléfono enseguida y la encontré animada y hasta alegre, lo que me
sorprendió e hizo pensar de inmediato en que yo andaba mal de la vista, pues en
las circunstancias que yo creía haber vivido, qué menos que sentirse culpable y
que se le notara. Pero en absoluto. Me dijo que estaba comiendo con Teresa en
casa Lucio en la Cava Baja, que les había puesto unos huevos estrellados de
infarto, y que teníamos que ir la próxima vez que estuviéramos juntos en
Madrid. Como sin embargo seguía con mis dudas le dije que me pasara a su amiga
para saludarla, pero me contestó que estaba en el servicio, a lo que yo aun más
mosqueado le dije que me pasara al mismísimo Lucio para preparar nuestra
próxima comida, a lo que me contestó que precisamente hacía un momento que
había pasado para saludarlas y que no era cuestión de molestarle de nuevo. Y que, en todo caso, ya
se encargaba ella. En resumen, que cuando colgué tenía bien claro que de Madrid
nada y que de huevos estrellados menos, a no ser que se tratara de una metáfora
popular y un tanto barriobajera, impropia de mi mujer. Pude llamar a casa de
Teresa para comprobar que no estaba (o que sí), pero me sentí lo
suficientemente vejado como para no seguir dándome caña durante más tiempo.
Volví al hotel, me metí en la cama y no salí de la habitación hasta el lunes.
Ana no volvió el domingo por la noche, como
era lo habitual. Ni el lunes. Ni el martes. Ni contestaba al móvil, lo que me
confirmó que no era necesario que fuera al oculista: lo que había visto el
domingo en la alcazaba de Almería era la pura verdad, algo que, además,
coincidía con la ausencia del actor en el hotel durante esos días. Quiero decir
del puñetero negro. No quise confirmar nada a través de su amiga de Madrid, y
verdaderamente no hizo falta, porque el miércoles por la tarde recibí un correo
de Ana desde Los Ángeles diciéndome cuanto lo sentía, pero que había sido un
amor a primera vista y no había podido controlar sus sentimientos, y que a
partir de ese momento viviría en Hollywood con aquel tipo que, aunque no lo
creyera, era una buena persona y le había prometido un futuro brillante a su
lado como actriz. La muy hija de puta.
Mi situación,
pues, había dado un giro de ciento ochenta grados, y a partir de ese momento
todo a mi alrededor se volvió irreal. El intelectual que yo me creía, como dije
al principio, estaba absolutamente trastornado, y no se le ocurría ningún
argumento sólido para contrarrestar la penosa deriva de los acontecimientos. La
realidad era que mi mujer me había abandonado y que me encontraba en el
desierto de Tabernas en Almería, donde no se me había perdido nada, empeñado en
construir un complejo hotelero disparatado (y posiblemente ruinoso) en el que
había empleado todo el dinero del que disponía. Y para más inri, en compañía de
un individuo, mi hermano, que verdaderamente no debía estar demasiado bien de
la cabeza.
No volví a la obra hasta el viernes diciéndole
a Roberto que estaba indispuesto, pero que no viniera a verme porque lo mío,
aunque suponía que leve, podía ser contagioso. Mi hermano pareció creerse el
camelo a pies juntillas, y no supe nada de él hasta ese día cuando me presenté
allí por la mañana. Al verle, el sorprendido fui yo. Roberto prácticamente no
abrió la boca e hizo un gesto con el que
supongo que quiso decirme que no había novedad, aunque lo mismo hubiera querido
decir cualquier otra cosa (que pretendía echarse a volar, por ejemplo), pues
consistió en levantar la vista al cielo y abrir los brazos hasta la altura de
los hombros reiteradamente. Tenía mal aspecto, estaba más delgado que una
semana antes, y con un color cerúleo que no auguraba nada bueno. Su habitación
estaba toda patas arriba, y llena de botellas de whisky vacías por el suelo, lo
que mostraba bien a las claras que durante esos días la dirección de las obras
había estado en manos de un borracho que, además, o mucho me equivocaba, o
empezaba a dar los primeros síntomas de una cirrosis galopante. No le dije nada
de lo sucedido, le metí en la cama y avisé al médico, que después de
auscultarle brevemente, me dijo que había que trasladarle enseguida al
hospital, porque aquel tipo (sic) podía estar en las últimas si no se le
trataba enseguida. Lo hice de inmediato y se quedó ingresado en urgencias, de
donde salió una semana después para pasar a planta en observación. Cuando se
recuperó después de aquel episodio, que al parecer solo se debió a la ingesta
masiva de alcohol, pero sin consecuencias para el hígado, me dijo que tenía que
hablar conmigo seriamente. Como yo quería dar por finiquitado aquel incidente
para poder centrarme en las obras, le dije que desembuchara enseguida si
consideraba que realmente se trataba de algo importante.
Lo que sucedió a
continuación no tuvo nada que ver con el abandono de Ana (del que por cierto no
le dije nada, ni él tampoco pareció sospechar nada al no verla durante todos
aquellos días), pero dio lugar a unos hechos que hicieron que, al contrario que
con ella, fuera yo le despidiera, dándole de baja como ayudante. En resumidas
cuentas, me vino a decir dos cosas, que pueden resumirse de la manera siguiente.
Primero: tu hotel es una chapuza, te están robando y los cimientos se están
viniendo abajo. Y segundo: parecía mentira que en esos momentos de crisis,
personas como yo se dedicaran a montar negocios ruinosos con la cantidad de
gente necesitada a la que tan bien les vendría ese dinero. Después de oírle,
inquieto sobre todo por lo primero, pensé que era hasta posible que tuviera
razón, pero al preguntarle qué argumentos respaldaban sus palabras, me dijo que
ninguno, que era una simple corazonada, pero que las corazonadas eran lo
verdaderamente importante en la vida.Y quien sabe si en el fondo Roberto estaba
en lo cierto, y las corazonadas son más importantes que la razón por muy
intelectual que uno se considere.
En cualquier caso, debo decir que mi proyecto
de construir un complejo turístico de cierta importancia en el desierto de
Almería llegó a buen fin y tengo un buen número de reservas para el próximo
verano. Se alquilaron gran parte de los espacios para la zona comercial, la
piscina funciona a la perfección, y ayer mismo llegó la flotilla de microbuses
para el trayecto hasta la playa (de momento dos Nissan de 12 plazas cada uno
con transportines). La semana que viene llegan los animales para el paseo
turístico. De momento solo burros, que me han dicho que son muy resistentes y
divertidos (causan cierta hilaridad a la gente) y que en Mijas han sido un
éxito desde ya hace muchos años. Todo pues listo para la inauguración el
próximo mes de junio, a la que posiblemente venga el Presidente de la Comunidad
Andaluza. Sigo en contacto con las autoridades de Estambul, aunque si debo
decir la verdad aquí que nadie me oye, a mí los moros siempre me han causado
cierta desconfianza.
Desde Estados
Unidos a través del correo, esporádicamente me llegan noticias de Ana dándome
noticias de su situación y su camino hacia el estrellato. Parece preocupada por
mí, como si más que ser mi ex mujer, se tratase de una hija inquieta por el
porvenir de su padre, al que no debe ver con demasiados recursos para seguir
adelante. Quizás deba decirle que recuerde que Incosol no está demasiado lejos
y allí tampoco estaría tan mal. De mi hermano no he vuelto a tener noticias desde
el día que lo metí en el tren camino de Madrid.
En ambos casos, tengo sin embargo la corazonada, de que con un poco de
mala suerte y empeño por su parte, pueden acabar en situaciones nada
envidiables. Para ella preveo a corto plazo que acabe haciendo de correo de la
droga entre California y los famosos cárteles mejicanos de Jalisco, y para él,
no me cuesta nada imaginarle vendiendo pañuelos por las calles de Goya y
Serrano, o de aparcacoches voluntario en el Paseo del pintor Rosales. Al
tiempo. Claro que solo se trata de una corazonada.
Nota.- Adaptación libérrima de la película WINTER
SLEEP del director Nuri Bilge Ceylan.
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