viernes, 28 de noviembre de 2014

TELÉFONOS

Dentro del paquete de medidas que el gobierno piensa adoptar para ahorro de ondas electromagnéticas, se incluye la utilización restringida de los teléfonos móviles. Al parecer, ha acabado confirmándose que el número disponible de las mismas no es infinito, como se suponía, sino equiparable al volumen de combustibles fósiles en nuestro planeta, por poner un ejemplo comprensible para todo el mundo. De entrada, quedará prohibido su utilización a bordo de cualquier tipo de semoviente, especialmente los coches. De esta manera se volverán a instalar los teléfonos habituales en las zonas de servicios de las carreteras. Quedarán, por lo tanto, prohibidos también los “manos libres” o bluetooths, de los que tanto disfrutaban los pasajeros en los trayectos de larga distancias, y especialmente durante los atascos de fin de semana, que los hacían más soportables. Con esta medida, el gobierno intenta que el progreso no suponga una huida hacia adelante, que nos podría llevar a la catástrofe. El sol, que está en el origen de cualquier tipo de energía, está dando los primeros síntomas de agotamiento, y en lo que se pueda, los seres humanos no deben colaborar a que tal hecho se acelere. Lo más preocupante, y lo que ha puesto en situación de alerta a la corporación científica, es la merma en número e intensidad de las eyecciones solares, que suele ser un síntoma claro del estado interior de nuestra estrella. Por otro lado, el color de las mismas está virando peligrosamente hacia el rojo, lo que solo podría significar dos cosas: que el sol se está alejando o que la temperatura de dichas eyecciones esté disminuyendo. Como resulta evidente que el sol sigue donde estaba, les ha resultado fácil deducir que se trata de lo segundo, algo gravísimo para que todo siga igual en el sistema solar, como viene aconteciendo en los últimos cuatro mil quinientos millones de años (aproximadamente). Si esto fuera así, las glaciaciones que se han sucedido en nuestro planeta a través de su historia, serían cosa de risa. Ni siquiera los pingüinos o el oso polar tendrían la menor oportunidad de sobrevivir. O, como en lenguaje popular afirma Artemio Santesmases, astrofísico de sistema de telescopios del Roque de los Muchachos en la isla de la Palma: apaga y vámonos.

La solución no es sencilla, y aunque después e los primeros cálculos matemáticos, el hecho mencionado, no influiría en La Tierra hasta dentro de unos tres mil millones de años, el gobierno quiere ser previsor, y que las generaciones venideras sean conscientes de que tiempo atrás el gobierno de la nación ya velaba por sus intereses. Es cierto, añade el ministro de Medio Ambiente, que los eones hacen variar con frecuencia la percepción de la realidad, pero quiere que su iniciativa suponga un paso adelante para la conservación del Sistema Solar, tal como nos fue legado por nuestros antepasados. “En ese tiempo es también posible, afirma, que la tectónica de placas haya hecho variar notablemente la estructura y forma de las tierras emergidas, pero en cualquiera de los casos, siempre será distinguible desde el cosmos, la inmarcesible bandera de nuestra patria” afirmó con rotundidad. Su intervención en el Congreso de los Diputados, seguida de inmediato por la del presidente del gobierno, fue acogida con una gran ovación, a la que se sumaron todos los partidos con representación en la Cámara, a excepción, como no podía ser menos, de los representantes de Podemos, que echando mano de su periclitada ideología comunista sentenció “a esas alturas todos calvos”.

jueves, 27 de noviembre de 2014

INSTRUCCIONES PARA LAVARSE LOS DIENTES

Los perros tienen dientes pero también tienen rabo, algo que no teniendo a primera vista ninguna relación, puede ser importante para ellos, como veremos más adelante. Claro que en este orden de cosas también podríamos afirmar que no todos los animales tienen rabo (ni siquiera dientes), pues la madre naturaleza les dotó con otro apéndice al que llamamos cola. Es igual pero no es lo mismo, algo que, como mucha gente sabe, ya se estudia en las matemáticas elementales, y que no debiera escapar a quien simplemente se mira al espejo para peinarse (si ha lugar). En cualquier caso, sea uno o la otra, no pocos los emplean para matar moscas, como dice la canción popular, ignorando los bonitos versos de Antonio Machado en los que su contemplación más que molestar, induce una cierta melancolía poética. Y no quiero abandonar este excurso fuera de lugar (puesto que no había aún ningún “curso” que seguir) para hacer tres puntualizaciones de las que usted puede prescindir tranquilamente, sin que su vida se vea alterada en lo más mínimo.
Primera: Las ballenas, por hablar de un pescado (hay quien si se le deja, se las come) tiene cola, pero no tiene rabo. También tienen unos dientes muy raros que no son tales, y que para no complicarnos la vida, hemos dado en llamar “ballenas”, como a su propietaria (también se les llama “barbas”, que de barbas ni esto). Por otro lado, la cola de las ballenas no tienen nada que ver con el rabo.
Segunda: Los seres humanos no tenemos rabo ni cola (en principio), a no ser metafóricamente, y que cada cual busque su sentido (las mamás con bebes lo tienen claro en el segundo de los casos, y en el primero: sin comentarios). También tenemos dientes, y sin ellos los dentistas estarían en la indigencia.
Tercera: Los caballos y los équidos en general, no tienen rabo, pero si cola. Y como en los  casos anteriores también tienen dientes, cuya misión principal es actuar como carnet de identidad en las ferias de ganado.
Valga lo dicho como preámbulo a lo que sigue que, recordemos, trataba de la forma apropiada de lavarse los dientes. Para empezar, digamos que no todo el mundo se los “lava” en el sentido literal de la palabra, sino que se los “limpia”, algo que al igual que con el rabo y la cola, siendo igual no es lo mismo. Lavárselos implica la utilización de agua, posiblemente porque es más higiénico que utilizar otros “dentífricos”. La hierba, la arena, la corteza de ciertos árboles y el bicarbonato de soda podrían cumplir la misma función, pero posiblemente los estomatólogos no iban a dar abasto. Que quede claro que por mi parte no tengo inconveniente en que usted utilice los métodos alternativos que le venga en gana: la responsabilidad recaerá sobre usted exclusivamente. De hecho, que yo sepa, ningún bicho emplea el cepillo de dientes y ahí están, algo han debido hacer para no estar aquejados de piorrea masivamente. Otras alternativas: ácido ascórbico, bisulfito de sodio y sal marina. Allá usted.
Y metiéndonos ya plenamente en el tema que enunciaba el título, digamos de entrada que para proceder a su lavado, es necesario contar con el objeto del que venimos hablando. It is to say: los dientes. Los lactantes y los ancianos desdentados no se los lavan porque carecen de ellos; en el primero de los casos, por que su madre o el biberón sufrirían más de la cuenta, y en el segundo (¡qué más quisieran!) porque hacerlo con el contenido del vaso de agua en la mesilla de noche, no puede llamarse en propiedad tal cosa. Aunque lo laven. Si separa los labios los verá de inmediato, están ahí, son los guardianes de la cavidad que se oculta tras de ellos, y en ese sentido son los cancerberos de un mundo misterioso, que solo descubren las radiografías y las autopsias (abrir desmedidamente la boca está mal visto). Su color, como norma general es blanco, aunque se admiten varias tonalidades de los ocres en tonos discretos, que cuando viran decididamente al negro son otra cosa: ya no son dientes. Su función principal es preparar al alimento para pasar en condiciones al aparato digestivo, ocupando de esta manera el primer lugar del mismo. Deben en primer lugar morder (cortar) y después masticar, que como se dijo a propósito de los rabos y las colas (y los dientes y las barbas), siendo parecidos no son lo mismo. Una precisión que lo aclarará: Drácula mordía a sus víctimas, pero, que se sepa, no las masticaba, claro que lo que le interesaba no era masticable como todo el mundo sabe, y no es cuestión en estos momentos trasladarse a los Cárpatos en busca de más detalles.
En los seres humanos la dentadura consta de treinta y dos piezas (muelas del juicio incluidas), situadas por igual en las mandíbulas superior e inferior. Los frontales, cumplen la función de morder y son más finos y cortantes que los situados más atrás, llamadas muelas que son más planas con una especie de meseta superior que les facilita la masticación y la formación del llamado “bolo alimenticio” para facilitar el paso de la comida por la garganta. En la naturaleza existen sin embargo animales que prescinden de estas sutilezas (con toda la razón del mundo), y se tragan a sus víctimas sin pasar por esta segunda función, ejemplo de los cuales podrían ser los leones, algo, sin embargo mucho más evidente en los cocodrilos y las boas constrictoras, que las engullen con cuernos y pezuñas sin escrúpulos de ningún tipo (en mi opinión los cocodrilos exageran, y su increíble dentadura solo puede obedecer a un error evolutivo o a una pura exhibición narcisista, y no difiere mucho del interés de algunos seres humanos por la física cuántica, que, en ese sentido, tampoco sirve para nada).
Los dientes (que no son móviles) se fijan mediante unas raíces bastante profundas a través de las llamadas encías, mucosa firme pero delicada, que hay que cuidar con cierto mimo, si queremos evitar su sangrado, que no augura nada bueno. En los seres humanos, cumplen además otra función primordial entre los miembros de su especie, pues a través de los mismos pueden tener noticia de la relación cordial (o no) que mantengan entre ellos. Enseñarlos, como norma general, es una buena señal, pues suele acompañar a un gesto conocido como “sonrisa”, que indica que la relación es buena, aunque en ocasiones sean utilizados cínicamente para el engaño, como en la conocida expresión “¡dientes, dientes!” (que es lo que les jode), de tantas fotografías. Sin embargo, si quien le enseña a usted los dientes es un lobo o su perro de compañía, haría bien en mantener cierta distancia, e incluso disponer de una pistola a mano (los dientes caninos o incisivos, de los que no hemos hablado, son en ambos casos, definitivos). Se dice que las hienas sonríen, y que al hacerlo emiten un sonido sugerente, pero los científicos aseguran que es falso, y que uno no debe dejarse tentar por tal artificio si no quiere acabar convertido en menudillo (lo mismo cabe decir del cocodrilo y su simulación del llanto). La mayoría de los animales se valen, sin embargo, del rabo como sustituto para mostrar su estado de ánimo. Moverlo enérgicamente hacia los lados suele ser señal de alegría, como bien saben los amantes de los perros. En los hipopótamos, sin embargo, no es el caso, y suele ser utilizado para expeler sus excrementos en señal de desafío o desorden amoroso, lo cual no tiene nada que ver con lo expuesto anteriormente. Claro que a estas alturas hay que especificar que “enseñar los dientes” (normalmente se emplea en sentido contrario al que aquí se viene manteniendo) no siempre es señal de contento, pues este hecho viene más bien definido por la elongación de los músculos de la cara, que amplían la boca y achinan la mirada. Los animalitos también tienen músculos en la cara, pero no los emplean para esos menesteres, entre otras cosas porque, para ello, sus cerebros tendrían que ser capaces de definir con cierta precisión conceptos tales como “el ridículo”, “el absurdo”, “la contradicción”, etc, y no son capaces de hacerlo, dado su reducido volumen en relación a su peso corporal. Y dicho esto, ya está dicho casi todo en el apartado que podríamos denominar “generalidades”.
Vayamos pues, para terminar, con la parte central de estas normas, que consisten básicamente en instruir en la manera de lavarse los dientes adecuadamente y con la mayor eficacia posible. En primer lugar, abra la boca e introduzca en la misma su cepillo de dientes, con la parte alícuota de la pasta necesaria para tal función. Luego, puede mantenerla abierta o cerrada a voluntad. Coloque el cepillo delante de los dientes, y proceda a frotarlos con un movimiento de arriba hacia abajo y viceversa, a lo largo de ambas hileras (superior e inferior). No descuide, cuando haya terminado, de hacerlo asimismo sobre las mesetas de las muelas, ni con cierta fruición por los intersticios entre los dientes, el lugar más adecuado para que se amontonen las sobras de la comida y las bacterias, que son muy aficionadas a las mismas. Para ello es aconsejable, una vez repasada someramente la parte posterior de los dientes, utilizar hilo dental en cualquiera de sus variantes (nylon solo, nylon con cera, nylon con filamentos) o el water-pik, un pequeño artilugio capaz de lanzar un chorro de agua con energía. De esta manera, usted podrá mantener lejos de su dentadura los peligros que la acechan: el sarro, las caries, la halitosis y la periodontitis, y postergará todo lo posible la amenaza de la dentadura postiza en el vaso de agua durante la noche, y la pasta Corega durante el día. Sus amistades y sus seres queridos se lo agradecerán.
FIN DE ESTAS INSTRUCCIONES. Para más detalles, dirigirse a un dentista. En cualquier caso, al finalizar el lavado, es también recomendable cepillar con cuidado la lengua hacia el exterior, algo hasta hace poco solo practicado por los higienistas, los muy escrupulosos y los dados al vicio.

Nota.- Pareciéndolo, los dientes no forman parte de ningún exoesqueleto. Para tal cosa sería aconsejable estudiar a las tortugas que, por cierto, también tienen dientes.



miércoles, 26 de noviembre de 2014

APARCAMIENTOS

Suelo llegar al trabajo poco después de las ocho de la mañana. La hora oficial de entrada son las ocho y media, pero siendo el encargado de la sección de Conceptos Generales, quiero dar ejemplo, y que mis subordinados me encuentran en mi sitio cuando lleguen. Somos funcionarios, y hay una tendencia evidente a cumplir nuestro cometido sin poner nada de nuestra parte, pero yo quiero cambiar esa falta de consideración hacia el contribuyente, que, después de todo, es quien nos paga. Sé que entre mis subordinados abundan los que me tienen manía, e incluso quienes me consideran un tirano, pues saben que por mucho que nos esforcemos, la Administración no nos va a pagar ni un céntimo más, y no les parece justo Me duele que piensen así, y que el dinero sea el único acicate de sus vidas. Pero soy intransigente, y a las ocho y media les quiero como clavos en sus puestos. A pesar de todo, en algunas ocasiones en las que los veo alicaídos, no puedo remediar acercarme a ellos, y tratar de motivarles hablándoles de la satisfacción del deber cumplido y cosas por el estilo. Algo que la mayoría de las veces no surte ningún efecto, y hace que, por el contrario, opinen de mí lo apuntado más arriba. Para ser más concreto, el otro día López, un trabajador incansable y un hombre cabal donde los haya, perdió los estribos y me dijo “¡No te jode, Julián, para ti es muy fácil, casado con una marquesa, y con una renta vitalicia de diez mil euros mensuales por un campo con cinco mil olivos!”. No tendré en cuenta su falta de consideración ni sus modales. Es un buen hombre, y sería inútil tratar de convencerle que para mí el dinero es lo de menos.


Entro en el aparcamiento, cuyo acceso, por cierto, no es nada sencillo. Su trazado es como el de una escalera de caracol con peralte, aunque afortunadamente sin escalones. Cuando por fin logro aparcar después de haberme dejado los bajos del vehículo en la bajada, pienso de inmediato en acudir a la cabina de control para exponer una queja razonada. Sin embargo, cuando estoy a punto de abrir la puerta para salir, me entra un sueño tremendo, y decido dar una cabezadita para que mis argumentos parezcan razonables, y no fruto del sopor que con frecuencia suscitan ciertos opiáceos. Cuando me despierto consulto el reloj, y para mi asombro compruebo que han pasado dos horas, lo que me deja muy preocupado pensando si me sucede algo grave, o en adelante debo prepararme para sufrir ataques de narcolepsia (que no es moco de pavo). Durante al menos quince minutos sigo dándole vueltas al asunto, y cuando por fin me decido a salir, veo para mi asombro una mano de mujer que se posa en mis rodillas, y al levantar la vista, a su propietaria al completo, que se dirige a mÍ con una voz aterciopelada recomendándome calma. Soy tu ángel de la guardia, dice, y en esos momentos ya puedo contemplarla por completo, dándome cuenta que aunque efectivamente tiene manos, no tiene sujetador ni nada que se le parezca. Su mano, sin embargo no parece satisfecha, y continúa una exploración que me hace cerrar los ojos y olvidar por completo quien soy y que hago en aquel lugar a esas horas. Poco después, olvido también la queja que pensaba presentar, y al subir de nuevo la rampa de salida, me hago la firme promesa de acudir con frecuencia a aquel aparcamiento subterráneo, donde al parecer a los clientes se les recompensa con generosidad, aunque enseguida deban hacer una visita a la tintorería.

martes, 25 de noviembre de 2014

INSTRUCCIONES PARA NAVEGAR

Si usted vive en el desierto del Sahara abandone toda esperanza y ponga su ilusión en otra cosa. Claro que lo mismo podría sucederle si vive en el desierto de Gobi. O en los de Namibia, Atacama, Kalahari, Australiano o Arábigo, por mencionar solo unos cuantos. Navegar, tal como lo entiende la mayoría de la gente, necesita algo más que arena, un pedregal o una tierra yerma. Aunque si hay que decirlo todo, gran parte de estos lugares estuvieron en otra época cubiertos por el océano y fueron propicios para las ballenas y los tiburones. Pero ya no es el caso, y sería un tanto inútil intentarlo. Puede no obstante probar en un oasis, donde la laguna central a pesar de sus reducidas dimensiones quizás le ofrezca un mínimo de agua que lo haga posible. Son, además, lugares de una belleza arrebatadora que bien merecen una vela. Y digo vela por mencionar uno de los artificios más antiguos de los que se ha servido el hombre para alejarse de la costa. Queda así suficientemente claro que navegar en el sentido tradicional de la expresión, consiste en hacerlo sobre una superficie líquida, aunque no se nos escapa que a estas alturas, hay quienes llevados por una pasión deportiva o aventurera, se inventan artefactos más o menos insólitos para hacerlo por la arena del desierto o el césped de las praderas, con poco más que un patín y una vela.
Claro que si para empezar hablamos de “navegar”, estamos en cierta medida empezando la casa por el tejado, pues para ello son imprescindibles don condiciones previas, definidas por los verbos flotar y deslizar. Toda navegación necesita una sustentación sobre un fluido (aquí descartamos la navegación aérea, objeto de otro artículo), y tal cosa se la proporciona como el agua, cuya densidad, ya se trate de la salada o la dulce, le permite hacerlo ateniéndose como es bien sabido al principio de Arquímedes, por más que en ocasiones no tengamos la certeza de que un trasatlántico de hierro de 250 metros de eslora y catorce cubiertas,  sea capaz. Pero hay que creérselo, puesto que los vemos amarrados a los muelles o navegando, y en ambos casos repletos de turistas. Pero ya que hemos hablado de velas, habrá que convenir que no es el único medio de propulsión (aunque sin duda sí el más poético), pues ahí están los remos (ya utilizados desde antiguo por las flotas mediterráneas del Mundo Antiguo), la propulsión mecánica a base de petróleo y la atómica, tan socorrida desde  la II G.M. en los submarinos, con sus hiroshimas en potencia. La profesión de remero no era nada aconsejable, teniendo en cuenta que debían remar en condiciones desastrosas, dirigidos, vigilados y castigados si no lo hacía bien, por un tipo con malas pulgas dotado de un tambor para marcar el ritmo y un látigo aficionado a sus espaldas. Y con frecuencia, amarrados a la bancada, donde se sentaban (“Amarrado al duro banco de una galera turquesca…” como dicen los famosos versos de don Luis de Góngora y Argote).
Así pues, como hemos visto poco más arriba, la condición sine qua non para navegar es que la embarcación, sea del tipo que sea, flote, ateniéndose a las leyes de la física, que el sabio griego descubrió con total independencia de que por entonces Platón hablase de un mundo ideal que nadie percibía, y Aristóteles afirmara que el firmamento consistía en siete círculos de estrellas que rodeaban a la Tierra. A la larga, de todo ello, lo que él dijo resultó ser lo único verificable. Por otro lado, para comprobar que cualquier objeto sólido flota, basta con introducirlo en el agua. Si se va al fondo, podremos afirmar con todas las de la ley que el artefacto en cuestión no flota, si se hunde pero no llega al fondo tendremos a un aprendiz de submarino, muy eficaz en las guerras modernas, y si se queda en la superficie, deberemos alegrarnos: flota. Si no tiene nada a mano para llevar a cabo el experimento, puede utilizar su propio cuerpo, siendo una piscina cubierta el lugar ideal si estamos en invierno y la latitud en la que habitamos ronda los 45º N. Se recomienda hacer la plancha o el muerto, porque la flotabilidad aumenta con la superficie de rozamiento, como usted debe saber si terminó el Bachillerato Superior. Si se hunde recuerde que no tiene branquias, cierre la boca y acérquese al borde lo antes posible.
El segundo factor imprescindible para que un objeto navegue, es que pueda deslizarse sobre la superficie de un líquido, para lo cual son necesarias dos condiciones añadidas, la primera que la densidad del mismo sea la idónea, y la segunda, que su estructura le permita hacerlo. Afortunadamente la primera de ellas es la que impera en todo el mundo, pues que se sepa no abundan los mares de mercurio ni de puré de guisantes, que harían el deslizamiento más trabajoso, como sin duda se comprende. La segunda condición requiere que la parte de delante del mencionado artefacto le permita hacerlo con facilidad, razón por la cual la proa de los barcos suele ser afilada (de hecho en nomenclatura marinera se llama tajamar). Sobre todo no lo olvide si, llevado de sus aficiones, decide construirse un yate para pasar las vacaciones de verano. Si a pesar de su buena voluntad, le sale la proa muy ancha, no se preocupe, dé la vuelta al artefacto y ya tiene la popa. Hay que ser prácticos. Teniendo todo lo anterior en cuenta, hay sin embargo que considerar que no todo lo que flota y se desliza sobre el agua, navega. Usted, por ejemplo, si es un hombre joven, y se mete en el agua de cualquier playa en pleno verano, para a continuación adentrarse en el mar vigorosamente, no podrá decir que “navega”, sino que “nada”, diferencia que puede tener su razón de ser en el hecho de que los barcos no tienen brazos. Algo no obstante un tanto discutible si se tiene en cuenta que aún existen embarcaciones a remo, que no teniéndolos, lo parece. Estas nociones tan elementales, no lo son tanto para los niños de determinado país de la cuenca mediterránea, en el que, cuando sus mamás les enseñan un barco, les suelen preguntar, por raro que parezca, “si tienen piernas” (*), a lo que estas suelen contestar en plan afirmativo para no contrariarles o meter en sus tiernas cabecitas conceptos demasiado abstractos. Son niños muy delicados, aunque al crecer no hayan dudado en organizar revoluciones que han pasado a la historia.
Con lo dicho con anterioridad creo que ya es suficiente para que usted pueda embarcarse en un barco de recreo, un buque de la Armada o un yate de lujo, sin que forzosamente tenga que hacer el ridículo. No obstante, a continuación se añade un apéndice que esperamos pueda ayudarle a mantener un nivel discreto ante los consumados lobos de mar que uno se encuentra con frecuencia en ciertos pantalanes, y en casi todos los bares de copas de cierto nivel de la capital de España.
APENDICE:    NOMENCLATURA MARINERA MÍNIMA

PROA: Parte delantera de un barco.
POPA: Parte de atrás.
COSTADOS: ambos lados.
BABOR: Parte izquierda del barco cuando este avanza.
ESTRIBOR: Parte derecha del mismo en esa situación.
AMURA: Cualquiera de los costados del barco próximas a la proa.
ALETA: Lo mismo en su parte próxima a la popa
ESLORA: Longitud del barco.
MANGA: Anchura máxima del mismo (Manga por hombro no tiene nada que ver).
OBRA VIVA: Parte del barco por debajo de la línea de flotación.
OBRA MUERTA: Lo mismo por encima de la línea de flotación
OJO DE BUEY/ TAPACOÑOS y CONDÓN DEL OBISPO: Ver wikipedia.
CABECEO: Movimiento del barco en sentido longitudinal.
BANDAZO: Movimiento lateral del mismo.

En las embarcaciones a vela
CEÑIR: tomar el viento por cualquiera de las dos amuras para que el barco avance (también ORZAR)
NAVEGAR DE BOLINA. Navegar cara al viento de proa (caso extremo de ceñir).
NAVEGAR VIENTO EN POPA: Sin comentarios.
NAVEGAR A OREJAS DE BURRO: En algunas embarcaciones de recreo o deportivas, navegar con dos velas desplegadas, una por cada banda (como las orejas, de burro o similar, siempre que sean grandes).

Otros:
ENTRAR POR OJO: Dícese de las embarcaciones que naufragan al meter la proa en el agua y seguirla el resto de la estructura hacia el fondo. Suele darse con la mar de proa, al coincidir el cabeceo (machetazo) con el seno de una ola enorme. No es recomendable.
CAPEAR EL TEMPORAL: Arte marinera que consiste, cuando hay temporal, en desplegar una vela de poca altura entre varios palos y arriar el resto, para que, perdiendo rumbo, el barco al menos no naufrague.
ETCÉTERA.


(*) Canción francesa infantil muy conocida, que trata de una conversación en la cual un niño pregunta a su mamá si los barcos tiene piernas, a lo que esta le responde que desde luego, porque de otra manera no podrían avanzar. “Maman, les p’tis bateaux ont-ils des jambes?” dice el niño.  « Mais oui ! mon grand bêta, car s'ils n'en avaient pas, ils ne marcharaient pas » responde la madre. ¡Pura lógica !

viernes, 21 de noviembre de 2014

PORRAS

-José Manuel, el terapeuta, me dice que seguir de esta manera es inútil, pues para mi curación es preciso que yo adopte otra actitud. Me ve muy negativo, y considera que solo si estoy dispuesto a colaborar con él, tengo alguna esperanza de recuperarme y volver a ser aquel adolescente feliz del que le hablo, y del que él, sin embargo, no ha tenido noticia en todo este tiempo. Le digo que precisamente en eso estriba mi dificultad, y que tal es el motivo de que haya venido a su consulta. Me dice  que eso es demasiado fácil querer que otro te soluciones tus problemas sin poner nada de tu parte. Le respondo que los doscientos euros que le pago por sesión podían ser un buen acicate para buscar soluciones al dilema, a lo que a su vez me responde escueta pero claramente que “por los cojones”. Ante su forma de abordar mis problemas (esa incapacidad para moverme o esos ataques de pánico repentinos), le aseguro que está llegando el momento en el que me voy a ver obligado a tomar otras medidas que pueden acabar siéndole poco agradables, entre las que se baraja la posibilidad de no pagarle un céntimo o levantarme y partirle la cara allí mismo. Permanece entonces en silencio, y cuando me levanto del diván, veo detrás de mí a un tipo totalmente desconocido de dos metros de altura, bien musculado, con una porra en sus manos y cara de pocos amigos.


-Mari Nieves siempre está muy preocupada por mí, aunque no venga a cuento. Pase lo que pase, siempre me pregunta: ¿pero tú estás bien? No lo entiendo, porque si hay algo que me distingue es mi capacidad para sentirme feliz y ver siempre la parte buena de cualquier situación, aunque acaben de decirme que solo me quedan unos días de vida (lo que afortunadamente no es el caso). Supongo que de tal manera pretende que me de cuenta de cuanto me quiere y lo pendiente que está de mí. Pero lo cierto es que pasado cierto tiempo en el que su actitud me hacía gracia, y hasta lograba enternecerme, me está cargando, pues tengo la impresión de que en el fondo es una manera de hacerme responsable de su diligencia, y culpable de no estar pendiente de ella de la misma manera. He pensado que, cambiando radicalmente de actitud, en delante voy a contestarle cualquier inconveniencia, del tipo “estoy de puta madre, precisamente ahora voy a tomarme unas copas con los amigos para celebrarlo”, o algo por el estilo. No sé cual será su reacción, acostumbrada como está a mis buenas palabras y a los mimos. Quien sabe si en el fondo su comportamiento solo obedece a una culpabilidad inconfesada, y es una manera de hacerme creer que me tiene presente mientras espera la llegada de quien realmente le interesa.

LATINES

Eduardo confiesa que ha sido muy feliz, que su vida ha estado colmada de dicha, y que puestos a elegir algo, lo mejor ha sido el simple hecho de poder hablar. No se imagina la tragedia que podría haber sido en su caso no poder hacerlo; y en su opinión, los mudos son los seres más desgraciados de La Tierra. Manifiesta, sin embargo, un pesar, que a sus años considera ya irreparable: le hubiera gustado hablar en latín. Pero puntualiza que no solo hablar, sino haberlo hecho de forma habitual. Dirigirse a su mujer, sus hijos y amistades en la lengua del César, o como sin duda lo habían hecho las legiones romanas cuando se aprestaban a conquistar Egipto. O Lucio Anneo Séneca cuando conversaba con su discípulo Nerón. Hablar español, catalán o gallego, siempre le pareció un triste remedo de la lengua del Imperio. Y lo mismo le hubiera resultado hablar en francés, inglés o alemán, lenguas todas ellas venidas a menos.
Por eso, su última voluntad, ahora que el momento se aproxima, es ser enterrado en Roma, cerca del Coliseo o las termas de Caracalla. Y en caso de que tal cosa no fuera posible, se conformaría con una tumba en el más modesto de los cementerios de Roma.

 Opción 1) El vehículo de la policía se detuvo al lado del mío en el semáforo. El guardia me dijo que bajara la ventana y de inmediato me advirtió: “acaba usted de realizar un giro prohibido ¿me escucha o prefiere que se lo diga por escrito?” Le contesté que no me había dado cuenta, y que de hecho la señal de prohibición la había interpretado referida a la calle anterior, que transcurría en paralelo a la nuestra. “Ándese con ojo la próxima vez que ustedes los abuelos me tiene harto”. Le dije que desde luego y que perdonara mi despiste. “Ande, ande, que no quiero volver a verle” me contestó acelerando en plan Fórmula uno y dejándome atrás boquiabierto.


Opción 2) El vehículo de la policía se detuvo al lado del mío al llegar el semáforo, uno de los agentes me hizo un gesto enérgico ordenándome que bajara la ventanilla. “Oye, abuelo, tú es que haces lo que se te pone en los cojones? me dijo. Le respondí que no sabía a qué se refería. “El puto Alzheimer, cabrón, ya no deberías conducir” me contestó, al tiempo que se mesaba los cuatro pelos que le quedaban en la cabeza. No se había afeitado y daba la impresión de tener dos copas encima, y de repente sentí que no tenía que disculparme, sino atacar para que aquel desgraciado se viera sorprendido y no pensara que el hecho de ser un agente de la autoridad le permitía actuar como le saliera de los cojones con un ciudadano que paga a Hacienda y, como norma, respeta la ley. Le llamé hijo de puta, y salí zumbando con el semáforo en rojo. Me traía sin cuidado lo que pudiera pasarme en ese momento y estaba decidido a meterme en la M-30 y hacer una gymkhana con aquellos retrasados. Por el retrovisor vi que me seguían con las luces giratorias y la sirena. Estaba dispuesto a morir y demostrarles que me importaba un huevo su uniforme y su cara de suficiencia, después de todo de alguna manera hay que morir y aquella situación podía tener algo de heroico. ¡No te jode el guindilla que se cree Napoleón! Se va a enterar, y si me cogen tengo un cuchillo en la guantera. A ver quien acaba diciendo la última palabra. Cabrones.

OLAS

Este verano está haciendo un tiempo horroroso, y después de dos días con sol llevamos una semana con el cielo encapotado, e incluso a ratos lloviendo a mares. Silvia y yo hemos decidido que no vamos a volver por aquí; es todo muy bonito y aprovechamos el mal tiempo para visitar algunas iglesias románicas de los alrededores y comer como es debido (incluso más), pero el balance no es positivo. Luego el invierno en casa es terrible, y echamos de menos el sol que es lo que de verdad nos gusta. A pesar de todo hoy hemos decidido arriesgarnos y vamos a bajar a la playa. Hay muchas nubes y la televisión incluso pronostica lluvia en el Cantábrico. Nos da igual, y vamos a meternos en el agua para volver con un poco de color con el viento, el yodo y todas esas cosas tan saludables. He logrado convencer a Silvia de que se tire de cabeza por debajo de las olas, que con la marejada hoy deben ser poco menos que gigantes. Es una ingenua, y aunque apenas sabe nadar estoy convencido que me hará caso. Tiene una fe ciega en mí, y tengo que aprovecharlo y poner algo de mi parte si es preciso. No es descartable un accidente, y con el tiempo que hace es seguro que nos llamarán locos. Bueno, me lo llamarán a mí, porque desgraciadamente ella ya no estará ahí para contarlo. Es cruel, pero Teresa me dijo que ya no aguantaba más, y que si a la vuelta no había tomado una decisión, no quería volver a verme. No hará falta.


Papá ha desaparecido, y Julia y le buscamos muy inquietos desde que le hemos echado en falta esta tarde. Es un hombre muy mayor (acaba de cumplir noventa años), viudo, pero con espíritu juvenil irreductible, que en ocasiones nos hace pasar malos ratos. Por ejemplo, cuando vuelve a casa a las tantas, o se emborracha y tenemos que recogerlo en cualquiera de los bares de la zona harto de vino. Dice que la edad está solo en la cabeza, y que la suya no tiene más de veinte años. Y es inútil decirle que desgraciadamente el cuerpo no es solo la cabeza, porque es peor y acaba desnudándose para mostrarnos el suyo. En un estado bastante lamentable, todo hay que decirlo, pero no hay manera, y sigue presumiendo de él, en su opinión asombro de los vestuarios cuando fue campeón del peso welter de Castilla la Vieja. “Me veían y mis rivales no querían subir al ring”, afirma llevado de su euforia, y Julia y yo ayudados por algún voluntario, nos las vemos y nos las deseamos para subirle a casa. Hemos pensado en una residencia donde puedan controlar sus movimientos, y tenga que atenerse a un horario estricto que no le permita volver a la hora que le da la gana, pero se niega en redondo. A las nueve, después de investigar por los alrededores, avisamos a la policía y volvemos a casa esperando tener alguna noticia pronto. A las dos de la madrugada recibimos una llamada, en la que nos indican que una casa de alquiler de automóviles les ha avisado de que un tipo muy mayor (pero con el carnet de conducir en regla) había alquilado esa tarde un BMW de 200 caballos, que tenía que devolver a medianoche. No lo ha hecho y están preocupados. Se trata efectivamente de papá, y nuestra inquietud se ha hecho aún mayor cuando la policía nos ha advertido que cuando dicho individuo salió con el coche, les dijo a los de la casa de alquiler que podían llamarle Juan Luis Fangio.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

COLEGIOS

-Salgo a la calle temprano por la mañana y me encuentro con una sorpresa. Donde antes existía un edificio de seis pisos con balcones, hay ahora un colegio del que no llego a ver el nombre. A su entrada se apiñan muchos niños (no niñas) organizando una algarabía poco corriente, pues gritan y se pegan con cierta ferocidad. Mi primer impulso es dirigirme a ellos y tratar de calmarles, pero lo pienso un poco mejor y prefiero quedarme observando la situación desde el otro lado de la calle. Algunos más que chicos son ya adolescentes, y si llego a intervenir podría correr peligro, son grandes y fuertes. De repente se abre una puerta (por cierto bastante estrecha para tal cantidad de niños) y un tipo con pinta de animal con un vozarrón enorme, les ordena ponerse en fila. Lo hacen de inmediato, sin duda impresionados por la pinta de gorila del que imagino que debe ser el conserje. Ya en fila, observo que un chico mayor está maltratando a otro mucho más pequeño que está delante, le das coscorrones y le acaba pateando. El ujier o lo que aquel tipo sea, se acerca rápidamente con cara de pocos amigos, y tras observar detenidamente la escena se retira y acaba sentenciado: ¡bien hecho, aquí no queremos maricas!


- El lunes Germán ha salido temprano a la calle como en él es habitual cuando va al trabajo, pero esta vez se queda en la acera al lado de la puerta del edificio. La situación es sorprendente, y todos los vecinos nos extrañamos sabiendo sus costumbres. Además su actitud es un tanto extraña, o para ser más preciso, absolutamente extraña. Está en pijama, sin afeitar y con todo el aspecto de no haberse aseado en absoluto, algo inverosímil teniendo en cuenta que se trata de un tipo extremadamente pulcro, que en ocasiones podría ser llamado cursi con todo merecimiento. Después de echar un vistazo como si quisiera cerciorarse de donde se encuentra, se sienta en una silla de enea que llevaba sujeta por el respaldo y se sienta. Según salimos, el resto de vecinos le contemplamos con asombro pero no nos atrevemos a decirle nada, porque la situación parece tan ridícula que preferimos no molestarle, y dejar que los acontecimientos den algún sentido a ese momento tan extraño. Finalmente acabamos haciendo un corro a su alrededor, intrigados por su comportamiento y a la espera de que él mismo nos diga que le pasa, pero no dice nada y al rato se retira sin abrir la boca. A la mañana siguiente se repite el mismo escenario, solo que ahora a Germán se le han unido Javier y Teodosio. Y al otro día ya son siete los sentados, y el jueves la mayoría de vecinos ocupan la acera con la misma actitud. El viernes me uno yo, que era el único que quedaba sin hacerlo. El sábado llegan los bomberos y el domingo las ambulancias.

PERSUASIONES

Cuando me dirijo a Clodoveo para preguntarle algo que en estos momentos no recuerdo, me responde en un lenguaje ininteligible  que, sin embargo, él parece dominar a la perfección. Debe de extrañarse de mi cara de perplejidad, porque de inmediato se hace evidente que trata de esmerarse abriendo y cerrando la boca exageradamente, como si se tratara de alguien que se dirige a un niño o a un extranjero. La situación es ridícula porque él parece poner toda su buena voluntad para hacerse entender. Debe estar mal de la cabeza o sufrir algún tipo de enfermedad de la que no parece ser consciente, aunque finalmente caigo en la cuenta de que por épocas a aquel hombre le gusta tomar el pelo a la gente, pues está dotado de unas cualidades interpretativas fuera de lo común. Se me ocurre que lo que quería saber verdaderamente no tiene la menor importancia, y a partir de ese momento me dedico a imitarle con algunos matices, como rascarme y agitar la cabeza descontroladamente. Al cabo de ciertos minutos Clodoveo parece tranquilizarse y termina hablando en perfecto castellano, para a continuación entrar en una fase de ataraxia aguda y acabar dormido en el suelo.


Vamos a ver José Antonio, el hecho de que te llames como te llamas, no justifica tu actitud de querer pegar fuego al teatro de la Comedia, porque las cosas no han resultado como tú querías. El hecho de que te encante ponerte camisa azul y adores detenerte en las esquinas para arengar a la gente y recordarle que España es un país a la deriva, no es cosa mía. Puedes hacer lo que te venga en gana, después de todo en Londres como bien sabes está instaurado un sistema parecido, donde la persona que tiene algo interesante que decir se sube a una peana (o no) y se dirige a los paseantes para contarles todo lo que se le viene a la cabeza. Deberías viajar a Londres y preguntar por el Speaker`s corner, aunque a ti eso de los idiomas nunca se te dio demasiado bien. Podías aprender maneras, que creo definitivamente es lo que te falla, porque una cosa es tratar de que te escuchen (y lo que tú quieres decirles es sin duda importante, incluso trascendental), y otra sacar del bolsillo una pistola, y acabar apuntándoles si no te dan la razón o no están absolutamente de acuerdo contigo. Debes aprender, y ya no voy a cansarte más, la importancia de las formas y el matiz. La eficacia es en buena medida deudora de la razón y la capacidad de persuasión, y convencerte de que lo que tú digas no tiene que ser aceptado por cojones.

lunes, 17 de noviembre de 2014

INSTRUCCIONES PARA BEBER

Como todo el mundo tiene una idea aproximada de lo que se quiere decir con el título que encabeza estas líneas, no nos entretendremos tratando de explicarlo, pues aunque es posible que haya un porcentaje que no lo tenga claro, no sería significativo. Estando de acuerdo en esto, puede, sin embargo, existir gente que dude del significado exacto de lo enunciado, porque una cosa es estrictamente beber, y otra “empinar el codo”, como popularmente se dice.
 En cualquiera de ambos casos, nos atrevemos a afirmar, que lo que debe hacerse en esa tesitura es beber algo en estado líquido, quedando prohibidos los sólidos y los materiales gaseosos. Y esto de ninguna de las maneras puede considerarse una discriminación, sino debido a la estructura de de la garganta y el aparato digestivo, pero sobre todo, a los diferentes estados de la materia sobre la superficie del planeta y su utilidad para los seres que lo habitan. Otro aspecto que cabe aquí considerar, antes de meternos en la cuestión a fondo, es que una vez que se decide beber, debe comprarse de antemano la viscosidad del líquido (que no llegue a la de la silicona, por decir algo evidente), y que no es venenoso, por lo que se desaconsejan la lejía, el amoniaco, y en general, los líquidos desatascadores y matarratas. Y el sidol.
Dicho esto a modo de advertencia previa, podemos seguir adelante con la seguridad de no haber inducido a error a los lectores que creyesen que podían beber cualquier tipo de líquido, con independencia de su composición. Y no es así, por lo que se ruega encarecidamente que tampoco beban ácido sulfúrico.
Para empezar vaya por delante que para beber usted debe tener boca, algo que puede comprobar de varias maneras, como por ejemplo, llevándose una mano hacia la zona de la cara donde suele estar ubicada, y empujando varios dedos hacia adentro. Si logra penetrar, está claro: sí la tiene, aunque para ello haya tenido que apartar los dientes (el cómo, no nos atañe). Otra forma posible es mirarse al espejo, separar los labios, y comprobar que existe un agujero. Si es así, no le dé más vueltas: se trata de eso. Otra manera posible, sería verificar si sabe hacer lo que  en el diccionario de la Real Academia de la Lengua (y otros) define como “tragar”. Para ello debe realizar una serie de movimientos (parecidos al peristaltismo intestinal) al fondo de esa estructura que acabamos de mencionar, y comprobar que “sucede algo” en la parte delantera del cuello. Bien, pues a eso se llama tragar, acción fundamental para poder beber y para cualquier otro tipo de deglución. En los varones tal cosa resulta más sencilla al estar dotados de una nuez prominente, y resultar más visible el fenómeno. En cualquier caso, si quiere ahorrar tiempo y movimientos innecesarios, pruebe, por ejemplo, a decir “veintisiete”, si lo logra, no lo dude: usted tiene boca. Incluso si solo acierta a decir “mu”, como al parecer suele ser su costumbre. Si a pesar de todo, no quiere soportar las mínimas molestias de cualquiera de las acciones mencionadas más arriba, trate de recordar si esta mañana ha desayunado. En caso afirmativo: boca confirmada. En otro caso, no se alarme y proceda según lo indicado, teniendo en mente que en el peor de ellos podría ser hidratado por sonda. Y para terminar este apartado, le recordamos que la boca tiene labios, dientes, lengua, cielo de paladar y úvula, pero no se demore observándolos, porque a poco que lo haga podría morir de sed.
De todas maneras, como ya se apuntó más arriba, puede no tratarse de beber strictu sensu, sino de su necesidad imperiosa de darse una alegría a base de alcoholes en cualquiera de sus formas, ya sean por maduración o destilado. En ese caso sepa que verdaderamente “beber” se emplea como una metáfora de su significado primordial, aquel que se refiere al hecho de introducir agua en nuestro organismo para seguir vivos. Para evitar confusiones, en determinados países de América latina, cuando se trata de esta modalidad, se opta por el verbo “tomar”. De todas maneras, trate de no confundir el puro agua de manantial (o de grifo) con la ginebra, el resultado en caso de una ingesta masiva y precipitada de una botella de esta, le puede llevar a Urgencias con diagnóstico incierto. Fíjese en la etiqueta, suele figurar bien claro. En caso de beber agua del grifo no hay problema, porque no es habitual que el Canal suministre líquidos aguardentosos por esa vía. Sepa, en cualquier caso, que en las canalizaciones al efecto, viven (y, al parecer, disfrutan) millones de bacterias que puede resultarle perjudiciales si no está habituado. Se desaconseja vivamente beber directamente del grifo, porque en sus proximidades las susodichas parecen estar más alteradas y ser más peligrosas (y lo mismo podría decirse de las cantimploras poco utilizadas).
También pueden ingerirse otros tipos de líquidos beneficiosos para el organismo, siempre que sean tomados en cantidades discretas, a saber: refrescos de distintos sabores, té, infusiones variadas como el poleo y la manzanilla, y el café. Con este sin embargo ha de procurar ser comedido, si quiere irse a la cama sin riesgo de insomnio y la tensión por las nubes. Y lógicamente coca-cola envasada o a granel, en cualquiera de sus modalidades. Si el líquido resulta ser estrictamente blanco, casi con toda seguridad se trata de leche, un extraño producto que se obtiene de las vacas jalando con energía de sus ubres, algo que se ha vuelto habitual en Occidente desde hace centenares de años, convirtiéndose así sus habitantes en los únicos seres vivos que siendo adultos hacen tal cosa. Pregúntele a los leones, si tiene alguna duda. Los japoneses también son reacios a hacerlo a pesar de la presión a la que son sometidos por las industrias lácteas, pero afortunadamente prefieren quedarse son su bebida nacional, el sake. Y ante el peligro en ciernes, parece que el emperador se va a dirigir a la nación para que persevere en la veneración de sus tradiciones nacionales: los samurais y los kamikazes. Pero sobre todo, ese ancestral licor, que tantos héroes ha proporcionado a la nación del sol naciente (y sin el cual es posible que los anteriores no hubieran existido).


INSTRUCCIONES PARA AMAR

El título de este artículo puede parecer una contradicción, o empleando una figura literaria, un oxímoron, puesto que el amor para la mayoría de la gente es algo natural, que ni se aprende ni puede ser enseñado. Pero eso es algo que las líneas que siguen tratarán de demostrar que es falso, o que, teniendo un punto de verdad, no es toda la verdad. Hablar de amor es decir palabras mayores, y sin embargo es algo en lo que casi todo el mundo se cree un experto, y de lo que es capaz de hablar casi sin límites. Sin embargo, en mi opinión, se trata de un sentimiento muy complejo que en general trata de reducirse a algunas emociones que sentimos a lo largo de nuestras vidas. Por ello creo que es fundamental establecer pronto unos criterios para saber que cuando hablamos de amor, estamos hablando de lo mismo. Lo que decía Raymond Carver en el título de su libro (una colección de relatos) “De qué hablamos cuando hablamos de amor”.
En mi opinión se ha tendido a trivializarlo, incluyendo bajo ese concepto toda una gama de emociones que pueden estar muy alejadas de su verdadero sentido (si es que existe). Pero hay que ir poco a poco. Por mi parte, adelantaré que el amor es un sentimiento, es decir un afecto muy elaborado que sale de uno y se deposita en un objeto exterior, sea este cual sea (aunque ¿puede uno amar a un gato? ¿y a un árbol?). Amar implica por lo tanto una relación (es un verbo transitivo), pero una relación compleja, por más que en el lenguaje popular se hable con frecuencia del “amor a primera vista” (que debe ser otra cosa) El amor no es un instinto, y en ese sentido podemos llegar a afirmar que los animales no “aman”, sino que simplemente “necesitan”. Su cerebro es muy elemental y está centrado en la supervivencia. Nuestras mascotas posiblemente nos “adoran”, pero lo hacen porque han creado una dependencia muy fuerte de nosotros, en la que se juegan nada menos que sus vidas. Estoy seguro que aquí mucha gente disentiría de mí. Posiblemente dicho así lo que acabo de expresar es una simplificación, pero no le dé de comer a su perro durante días o trátele a patadas y verá cuanto tiempo tarda en buscarse otro amo (si lo encuentra, y sin que esto se interprete como una aprobación de los malos tratos). Aquí entramos en la famosa dicotomía amor/necesidad que tantas parejas tratan de dilucidar a lo largo de los años: ¿me quieres o me necesitas? Ni que decir tiene que el interrogado espera que le digan que le quieren, porque en otro caso sentirá que el otro no está con él/ella por lo que “es”, sino por lo que le “proporciona”. La necesidad aparece por lo tanto, en este tipo de relación bajo sospecha, cuando sin embargo es, en principio lo más básico.
Un bebé no quiere a su mamá, aunque suene fuerte decirlo; esencialmente, la necesita (de una forma parecida a como las mamás le necesita a él, misterios al parecer de la oxitocina, si no recuerdo mal). En cualquier caso, esta mala prensa de la que goza la necesidad debe tener su origen en la enorme influencia que ha tenido (sobre todo en el mundo occidental) el amor romántico (amor novelesco, etimológicamente), en comparación con el cual, cualquier otro tipo es menos considerado. La cantidad de tinta que se ha vertido, y de imágenes y música que se han creado en base a esa relación tan especial, que se genera cuando uno está bajo la influencia del llamado enamoramiento (esa sensación de felicidad exultante que algunos experimentan, y que Freud definió como un tipo de enfermedad). De todas maneras, creo que la tan denostada necesidad, bajo ese punto de vista, es lo fundamental, incluso más importante que el amor, porque está en la base de la supervivencia, sin la cual ni siquiera este se podría dar. Resumiendo para acabar con esta dicotomía, creo que se puede decir que cada uno de ambos conceptos tiene su campo de aplicación, y que mientras la necesidad es la base, el amor es un complemento magnífico, pero que puede no llegar a acontecer  en la vida de muchas personas.
A lo largo de los años se ha entendido como amor a una serie de emociones diferentes que se experimentan frente al otro, lo que hace difícil que pueda ser definido con precisión. No todos los afectos positivos son amor, y por eso resulta sospechoso lo que con frecuencia se observa en determinadas personas que manifiestan su amor a la humanidad, como si tal cosa fuera posible (tiene gracia lo que dicen algunos artistas en el escenario después de los aplausos “¡os quiero a todos!”). Uno solo puede   querer a seres concretos, no a imágenes colectivas, aunque estas pueden actuar como metáforas de ciertas personas a las que sí amamos. De hecho, el artista en el escenario llevado por la emoción de los aplausos sería mas sincero si dijese “os necesito” (¿puro narcisismo para prolongar una sensación de euforia?) Pero esta aparente confusión tiene una base muy firme arraigada en nuestro interior desde la primera infancia. Como decíamos más arriba, el bebé no quiere a su mamá, pero la necesita “a muerte” en el sentido literal de la expresión; sin ella (o quien haga su papel) moriría, y el apego que crea tal dependencia es tan intenso que más adelante tenderá a confundirse con el de otro tipo de relaciones, esencialmente con la sentimental.
Aunque pueda parecer una exageración, posiblemente sea esa la razón por la que determinadas personas se sientan literalmente morir o lleguen a desesperarse cuando son abandonados por su pareja. La semilla ya estaba sembrada y llega la confusión. A esa dependencia absoluta se la considera en muchas ocasiones como el amor verdadero, algo totalmente equivocado por mucho que se pueda vivir ese proceso como algo desgarrador o insoportable. Aún recuerdo una novela (que luego fue llevada al cine) donde un “amor” de este tipo condujo al enamorado hasta la muerte (Los reyes del mambo cantan canciones de amor).
Parece pues llegado el momento de precisar qué entendemos por amor, y lo primero que en mi opinión cabe decir es que no se trata de un sentimiento específico o exclusivo, sino que con los matices pertinentes puede darse en diferentes tipos de relaciones. El primero de ellos es el dirigido a los hijos, cuya característica principal es la de ser “protector”, algo basado en el instinto directamente relacionado con la supervivencia de la especie. Se da como bien es sabido en todo tipo de animales, y dura un cierto tiempo hasta que aquellos puedan defenderse por sus propios medios. De hecho en determinadas especies los progenitores llegan a expulsar a su prole con una actitud agresiva. En los seres humanos el tiempo de dependencia es mayor y la relación más compleja, lo que hace que el vínculo se prolongue (con los matices que se quiera) durante toda la vida. Otro tipo de amor que se puede considerar en cierta medida relacionado con este es el que se tiene a los padres, que en la vejez recobra ciertos aspectos del mencionado, esencialmente en su cuidado y protección. Los amigos íntimos merecen también ser incorporados en alguna medida a este sentimiento, son personas con las que uno llega a sentir una gran empatía y a las que llegado el caso haría lo posible para ayudarlas. Y antes de entrar en el amor de pareja, al que se ha dado en llamar sentimental, podemos finalmente considerar, a pesar de lo dicho más arriba, el amor “universal”, ese que llegan a sentir algunas personas por los seres humanos en su conjunto, bien porque se han llegado identificar con lo que hay de común en todos ellos, o por un mero ejercicio intelectual que les lleva a sentirse de alguna manera responsables, aunque no tenga ningún vínculo con ellos, y a emprender acciones concretas que están en la mente de todos. En todos estos tipos de relaciones es fundamental la empatía, la identificación con el otro, algo que debe estar codificado en nuestros genes, aunque antes de seguir adelante y estudiar el amor de pareja, se puede añadir que lo dicho no deja de ser una visión idealista, y que desgraciadamente, por unos u otros motivos, las cosas a veces no son tan idílicas como han sido presentadas. Todo el mundo es consciente de ello y conoce numerosos ejemplos en ese sentido.
Y finalmente tenemos al amor sentimental, de pareja o como quiera llamársele. Amor entre adultos, que incluye la relación erótica, que, por otro lado suele ser el origen de buena parte de los mismos. Y si no estrictamente erótica, sí de una atracción que normalmente acaba desembocando en ella. Pero como ya se ha dicho y estudiado en cantidad de libros y artículos (y por otra parte es de conocimiento general), la relación sexual decrece con el paso de los años, y la unión de la pareja tiene que basarse en otro tipo de vínculos que van adquiriendo mayor importancia. Es transcurrido ese tiempo cuando se puede confirmar que tal amor existe. Es entonces cuando el otro se vuelve verdaderamente “otro”, y los miembros de la pareja tendrán que hacer un esfuerzo importante para comprenderse y seguir unidos. Y es aquí donde las “instrucciones” del título de este artículo pueden tener algún sentido, pues se empezará a ver que quien nos acompaña es alguien diferente de nosotros mismos, al que no se le puede exigir que solo sea un reflejo de nuestros deseos o necesidades. Es entonces (dicen que a partir de los siete años de convivencia aproximadamente) cuando van a ser sometidos a una prueba para la que a lo mejor no estaban preparados. Se acabaron entonces los príncipes azules o las bellas durmientes, que no dejaban de ser puros egoísmos mediante los que tratábamos de convertir al otro en el más fantasioso de nuestros sueños juveniles, pura fantasía que suele romperse a pedazos. Y la razón es que, llegado ese momento, este tipo de amor (el amor romántico) para demostrarse auténtico tendrá que aceptar en el otro no solo su diferencia con nosotros, sino su debilidad. Amar a alguien que “todo lo tiene” o a quien admiramos en grado sumo, no tiene nada de poético ni de auténtico, después de todo puede incluso ser puro egoísmo: dame lo que a mí me falta. Por eso, y aquí volvemos a algo que podíamos haber pasado por alto, quien no se ama a sí mismo no puede amar al otro, porque lo que va a intentar es que este complemente lo que percibe en sí mismo como falta. De ahí la desesperación inconsolable de ciertas personas en algunas roturas, cuando el otro en realidad era uno mismo. De ahí posiblemente el contrasentido del maltrato, cuando los maltratadores son capaces de matar “a lo que más querían” (en ocasiones, los hijos incluidos). Quizás como corolario de esto último quepa incluir aquí una reflexión que me he hecho al ponerme a escribir estas líneas: ¿se puede amar a quien realmente no nos ama? (y, en mi opinión, no es tan difícil ser conscientes de ello). Las parejas pueden mantenerse unidas durante toda la vida por muchos motivos (la costumbre, el interés económico, el miedo a la soledad, etc), pero en mi opinión creo que el amor, este amor, tiene que ser recíproco. Estar con alguien que sabemos que nos desprecia, o nos envidia o nos tiene rencor, es desde luego una opción perfectamente humana, pero no creo que pueda ser llamado amor.

Seguro que todavía se podrían decir muchas cosas, pero como soy consciente de lo que acabo de decir, pondré en práctica lo que se ha podido deducir de lo anterior. Voy a dejarlo y a atender a mi señora que me llama para cenar desde el salón. ¡Ja!. Se me había olvidado: el amor sin humor tampoco es posible. Debe tratarse de otra cosa.

sábado, 15 de noviembre de 2014

INSTRUCCIONES PARA AYUDAR

Es posible, aunque quizás no tan probable, que en algunos momentos de su vida sienta la necesidad imperiosa de ayudar, y es importante que trate pronto de definir lo que antes se llamaba (con todas las de la ley), complemento directo. Y para ello es necesario hacerlo a priori de una forma genérica, porque no es lo mismo ayudar a alguien fuera de nosotros que a nosotros mismos. A partir de ese momento lo natural es que sintamos el impulso de echar una mano a alguien en apuros, o a estudiar con detalle lo que nos vendría bien personalmente para llevar una vida plena. Aunque pensándolo más a fondo, puede suceder que ambas cosas coincidan en la medida en que ayudar a los demás suele ser muy gratificante para quien lo hace. Etcétera.
Llegado a este punto, quien quiere ayudar a los demás debe evaluar en qué consiste tal ayuda, pues lo que para él puede suponer un problema, para otros resultar algo asumido o incluso visto de forma positiva. Y no solo eso, sino que debe tenerse en cuenta si la persona a quien se trata de ayudar lo admite, pues como es bien sabido, hay quienes lo consideran vejatorio, al estimar que la ayuda, en determinados casos es una forma muy elaborada de desprecio. Hay quienes probablemente prefieran vivir en alpargatas que ser ofendidos aceptando unos zapatos Sebago, por decir algo; incluso merece la pena valorar de antemano, si en el futuro el benefactor no será objeto por parte del otro de un profundo rencor. Desvaríos de la mente humana, capaz de anteponer con frecuencia el honor o una supuesta dignidad, al puro hecho de reconocer una necesidad y agradecer la ayuda. Esta es la doble cara de la caridad, en ocasiones justamente denostada, no solo porque no enseña al otro nada en concreto para defenderse en la vida (a pescar, como tantas veces se ha dicho), sino que lo señala como alguien que, después de todo, ha fracasado.
Ya sé que decir esto es una simplificación, y que los pobres en las aceras, en las salidas de los supermercados y en los semáforos, no están para estas sutilezas, y agradecen sin dobleces unos céntimos, pero hay que advertirlo para que la posible reacción negativa no nos coja por sorpresa. Esto no debe ser un inconveniente para ciertos momentos en los que la ayuda resulta imprescindible con independencia de toda consideración ética. Si alguien, por ejemplo, pide socorro desde el agua agitando los brazos y al mismo tiempo tiene dificultades para mantener la cabeza por encima de la misma, no debemos abismarnos en profundas reflexiones de orden moral, ni pensar que a esa distancia de la orilla, la persona en cuestión debe hacer pie y ella misma puede resolver su situación. Si sabemos nadar, debemos arrojarnos al agua y tratar de acercarle a la orilla, algo no siempre tan sencillo, pues en ocasiones el accidentado, llevado por los nervios y la angustia, puede propinarnos un puñetazo y a partir de ese momento ser dos las personas en apuros. Afortunadamente, en las piscinas públicas es obligatoria la presencia de socorristas, que saben nadar con cierta soltura, y han recibido un curso de información previo, o son diplomados en salvamento y saben como actuar en esas ocasiones. Además, también es obligatoria la instalación de salvavidas, que puedan ser lanzados al agua en caso de apuro. Morir ahogado debe ser un trago difícil de soportar (e incluso más de uno, valga el chiste). Otra posible solución sería que la persona en cuestión estuviera dotada de branquias o fuera un anfibio, algo en el primer de los casos, imposible, y en el segundo más que dudoso, por más que, al parecer, los seres humanos  salimos del mar hace millones de años, al parecer, en forma de lagartos.
La ayuda que suele ser requerida en más ocasiones es la de tipo afectivo o espiritual. Para ello debemos estar preparados con una mente abierta y el corazón dispuesto a transigir con situaciones de difícil encaje con nuestra personalidad. Ayudar a los iguales suele ser relativamente fácil, pero hacerlo cuando somos requeridos para ello por un individuo que dice sentir un deseo profundo de quitar de en medio a su vecino, o a patear el vientre de una embarazada, puede resultar complicado. Sobre todo si somos nosotros mismos el vecino aludido, o nos encontramos en el sexto mes de gestación. No obstante, excepto en esos casos u otros similares, en lo que lo más adecuado resulta poner de inmediato tierra de por medio, debemos templar nuestro espíritu y aprestarnos a la ayuda solicitada (si tal es el caso), considerando la ventaja que supone saber que nuestras neuronas tienen una plasticidad sorprendente hasta el mismo día de nuestro óbito, y que por lo tanto podremos hacer frente a las situaciones aparentemente más disparatadas.
El yoga a base asanas, el zazen, los estiramientos e incluso los masajes de un profesional cualificado, pueden ayudarnos para acercarnos a quien lo requiera con el espíritu dispuesto para la ayuda, considerando que, como dijo un famoso filósofo, (estrábico para más señas)(1), “nada humano me es ajeno”. No es preciso para ello ser un existencialista, e incluso uno puede abominar de Heidegger, que en opinión de muchos de sus colegas, no sabía lo que decía (2), pero que, sobre todo, era un perfecto hijo de puta (3), dicho esto en un castellano diáfano del que sin duda no renegarían en Valladolid, ni por lo tanto, don Miguel Delibes. Preparados pues de la forma antedicha, debemos escuchar a quien lo requiera con una actitud relajada que facilite la relación, y que haga que el otro se sienta cómodo y pueda confiarnos sus dificultades con la certeza de que no va a ser enjuiciado. Pueden ser momentos difíciles, ante los cuales haríamos bien en dejar de lado nuestros prejuicios, por más que lo que oigamos pueda perturbarnos. En ese sentido sería conveniente eliminar previamente algunas señales de nuestro lenguaje  corporal que pudieran poner al otro sobre aviso de nuestra disensión o malestar. Atentos, pues a los movimientos incontrolados de nuestras extremidades, al empleo excesivo de nuestras manos o nuestra gesticulación, y sobre todo a ciertos tics que nos delatarían sin remedio, como el parpadeo excesivo (incluso guiñando un ojo), el fruncimiento de la boca y el tocarse la nariz reiteradamente sin venir a cuento.
No nos vendría mal haber practicado con anterioridad la llamada “escucha pasiva” (4), algo muy utilizado por lo psicoterapeutas cuando los pacientes se ponen pesados;  es una forma más sofisticada de aquello que el saber popular conoce como “por un oído me entra y por otro me sale”. Claro que no debe pasar ni un momento más sin mencionar una palabra que abre todas las puertas en el mundo de la comunicación afectiva. Se llama “empatía”, esa facultad que nos hacer sentir como propios los sentimientos ajenos, y que le facilita al otro abrirnos su corazón. Y esto no deja de ser interesante, pues otro vocablo muy afín y con las mismas raíces, señala una situación muy diferente, se trata de “patología”, que tiene que ver con las emociones alteradas, y que convenientemente diagnosticado (o no), pueda uno acabar en un psiquiátrico o tomando una ensalada de pastillas para mantenerse en sus cabales.
Y creo que tratándose este artículo de una síntesis de las instrucciones elementales para ayudar a nuestro prójimo, ya es suficiente con lo dicho. Queda para otro día la segunda parte a la que se hizo alusión al empezar, la ayuda a nosotros mismos, hoy tan de moda en tantos libros, dvds, yutubes. Se trata de una industria que, independientemente de su eficacia, hace que con seguridad se sientan mejor sus promotores, al proporcionarles un estatus que para sí quisieran los destinatarios (quien tenga dudas que pregunte a Louise M. Hay, Paulo Coelho, y con matices, a Eduardo y Elsa Punset en España). Si usted no sabe con certeza quien es realmente, le recomiendo a algunos autores que podrían echarle una mano, por ejemplo Sigmund Freud y Carl G. Jung, pero mal empezamos (5). Si tiene la certeza de ser Napoleón o Jesucristo o su autor favorito se llama Ronald Laing(6) (un psiquiatra importantísimo que introdujo una visión totalmente diferente de la enfermedad mental), siento comunicarle que no puedo serle de ninguna ayuda. Un cordial saludo, en cualquier caso.
(1) Se trata de Jean Paul Sartre, uno de los padres de la corriente filosófica llamada existencialismo. Era bizco, que es una forma de estrabismo.
(2) Quien tenga alguna duda que intente leer “Ser y tiempo”, su obra capital.
(3) Heidegger, a pesar de sus elaboradísimas teorías, entre ellas el famoso “dasein”, fue en opinión de muchos colegas un ser humano repugnante que apoyó a Hitler y al nazismo, colaborando de esa manera a un descenso significativo del número de habitantes de este planeta.
(4) La escucha pasiva es conocida en el mundo de la teoría psicoanalítica como la actitud del psicoanalista mediante la cual, el profesional escucha lo que le dice el paciente y se queda solo con lo esencial, de una forma conocida como “atención flotante”.
(5) Carl G. Jung, fue un famoso psiquiatra suizo discípulo de Freud, de quien pronto disintió. No estaba de acuerdo con su maestro en que las enfermedades mentales de sus pacientes empezaban en la alcoba de sus padres. Dos de sus conceptos más conocidos fueron “el alma colectiva” y el “sí mismo”, que es lo que aquí viene al caso.
(6) Ronald Laing fue un importante psiquiatra inglés de los años setenta, conocido como el creador “antipsiquiatría” y especialista en la esquizofrenia (*). Escribió dos libros muy importantes de los que se vendieron miles de ejemplares, “El yo dividido” y “El yo y los otros”. Uno de sus colegas, Joseph Berke ayudó a una de sus pacientes, Mary Barnes, a escribir un libro que causó mucho impacto en su día: “Aquí no tuve que volverme loca”. Trata de la experiencia de esta en una casa de Londres, donde los antipsiquiatras  alojaban a sus pacientes en régimen muy especial. Uno de los entretenimientos más terapéuticos de estos consistía, al parecer, en pintar las paredes o a sí mismos con sus excrementos (sin: mierda).

(*) Un conocido psiquiatra español (y cordobés), Carlos Castilla del Pino se ocupó también de esta dolencia. Publicó en dos tomos una “Introducción a la psiquiatría” con gran repercusión en la profesión (e incluso entre sus pacientes). Era de la opinión que el delirio es un error necesario, y en tal sentido escribió un ensayo con ese nombre. En él afirma que el ser humano, en determinadas circunstancias, se ve obligado a delirar para ser “alguien”. Quizás, haciendo un paralelismo, sea esa la razón última por la que siendo un comunista radical, se permitió una vida muy acomodada con la venta de sus libros y los honorarios de sus pacientes Lo que parece perfectamente lógico.

jueves, 13 de noviembre de 2014

INSTRUCCIONES PARA APEARSE

Como ya quedo dicho en anteriores artículos relacionados con la bipedestación, el requisito indispensable para apearse vuelve a ser el hecho de tener pies.  Aceptando que las cosas son así, y que resultaría un tanto inútil obcecarse con otras interpretaciones, cabe sin embargo añadir algunas matizaciones, de las que nos encargaremos a renglón seguido.
La primera objeción que cabría hacer a la afirmación mencionada al empezar, es que desgraciadamente no todo el mundo tiene pies (y no se trata aquí de hacer un recuento pormenorizado de las desgracias que han dado lugar a ello). No creo, sin embargo, que nadie dude de que un disminuido de tal clase no pueda apearse, ya que, como mucho, se podría puntualizar que en esos casos la expresión no es rigurosamente exacta. Sin duda alguna, un cojo (que en ocasiones solo tiene un pie), un mutilado severo (sin piernas), o una persona que tenga que trasladarse en silla de ruedas, también se apean cuando llegan el tren llega a su estación o el autobús a su parada, por mucho que más que apearse, “se bajen” (lógicamente ayudados). Podría decirse de estas personas que aunque careciendo de ellos, los pies “se les suponen”, de la misma manera que se supone el valor a un militar, algo, por cierto, no siempre demostrado. Pero ese es un asunto del que aquí no se trata.
Esta reflexión que puede parecer banal, nos orienta en el sentido de que con el verbo que nos ocupa, nos referimos más que al hecho real de “poner pie en/a tierra”, al de abandonar un artefacto móvil. Y esa es otra de sus características sorprendentes. No se trata por lo tanto de pasar de un nivel superior a otro más bajo, pues en tal caso lo mismo podría decirse al salir de la cama, o al bajar de una litera o de la copa de un árbol (o de esas horribles banqueta de patas largas, hoy desgraciadamente tan de moda), sino de otra cosa De estos artefactos uno no se apea, sino que solamente se baja, o como mucho, se desciende. La movilidad es por lo tanto un requisito importante para que alguien pueda apearse de algún sitio. Del tren, el coche o el autobús uno se baja, pero, con más propiedad, uno “se apea”. Hasta tal punto esto es así, que cuando no proliferaban los trenes tan veloces de hoy en día, existían pequeñas estaciones a las que se conocía vulgarmente como “apeaderos”. Sin duda esto es así porque se decidió que lo importante en los casos mencionados más arriba, era la posición en origen y no el acto en sí, especialmente si se estaba tumbado. De la cama es evidente que uno se levanta. De la litera o de un árbol se baja. De ninguno de ellos uno se apea.
Visto lo anterior, da la impresión de que apearse o “echar pie a tierra” supone de alguna manera “volver a la realidad”, dando de esta manera a los medios de transportes mencionados una cierta personalidad fantasmagórica (algo no tan descabellado si nos imaginamos viajar en el AVE o un bólido de carretera a 300 kilómetros por hora).
Tal expresión considerada en sentido negativo (no apearse), pueden metafóricamente expresar el hecho de no querer abandonar una opinión o idea, de forma obstinada, sin querer ver la realidad, para otros, sin embargo, evidente. Parece, pues, que apearse es una condición sine qua non para regresar al “mundo verdadero”, y en ese sentido a la tierra como auténtica base de nuestras vidas (lo que, después de todo, tiene bastante de cierto, teniendo en cuenta que no somos peces ni aves. Y menos pájaros, aunque nunca sabe). Ello no es óbice, sin embargo, para que los sedicentes ilustrados y los pedantes, opinen que mucha gente tiene una concepción demasiado “pedestre” (terrenal) de algunos temas.
Pudiera suceder (pero que yo sepa no existen testigos), que existiesen quienes al viajar en los medios de transportes mencionados (a los que se pueden añadir con matices el tractor y el metro), se desprendieran de los pies, y solo los recuperan al abandonarlos. Se debe pensar en ello. Hay que recordar que precisamente en el momento de apearse, uno, por la cuenta que le trae, los mira con cierta delectación, y cobra conciencia de su existencia. Durante el resto del día, qué duda cabe, “están ahí”, pero pasan desapercibidos, razón por la cual deberíamos sentirnos muy satisfechos. El que a otras partes del cuerpo les suceda lo mismo, no supone ningún inconveniente para,  alegrarnos de su presencia en esos cruciales momentos.
La norma básica para apearse, y hablamos ahora en plan operativo, consiste en tantear con un toque mínimo, casi imperceptible, la superficie a la que se desciende, comprobando así su solidez y su textura. Los adolescentes y aquellos que se hallen en plena juventud no lo necesitan, dando la impresión al hacerlo que más que pies tienen ruedas o patines. Se recomienda a los padres dar la mano a los niños impúberes, recordándoles que en ningún caso los bebés deben apearse por si mismos, pues aunque parezca sorprendente, hay padres hoy en día que pretenden cultivar las aptitudes atléticas de la prole desde su más tierna infancia. Los ancianos, sobre todo si llevan bastón (y los accidentados si van con muletas) deben esmerarse y tener mucho cuidado, y las mujeres con zapatos de tacón aún más, sobre todo si son de aguja, pues como norma, que se sepa, no existen narices de repuesto.
Algo que, después de lo que acaba de decirse, también debe tenerse en cuenta es el calzado a utilizar, que debe ser el apropiado para apearse sin sobresaltos. Como ya se dijo, se desaconseja hacerlo con tacones altos, a lo que deben añadirse las plataformas, los mocasines y los que lleven alzas (aunque se sea el mismísimo presidente del gobierno). También se desaconseja usar aquellos que tengan suelas de material, como se decía antiguamente, o de tafilete, por muy distinguidos que parezcan (y, guiño para veteranos: aunque lo recomiende la chica del diecisiete). Se aconseja por tanto llevar zapatos con suela de goma o material adhesivo poco proclive al deslizamiento (¿PVC, poliuretano?) Claro que resulta comprensible que haya quien insista en que asistir a una ceremonia de cierto relieve (bodas incluidas) con chancletas, playeras, tenis o bambas, no deja de ser una chabacanería, impropia de quienes todavía no han pegado fuego a sus chaquetas. Las alpargatas tampoco resultan adecuadas por mucho que hoy comience a valorarse de nuevo el yute y el esparto. Otra cosa sería que la autoridad que presida el acto o, en su caso, los novios den su aquiescencia.
 Como norma se deberá bajar del vehículo implicado en la situación (entre los cuales añadimos aquí la carroza y la diligencia, pero no los velocípedos ni las motocicletas) apoyando en primer lugar la parte inferior del pie adelantado, a la altura de las articulaciones de los dedos a nivel de la falange o bajo el empeine, pues hacerlo con el talón supone una posibilidad elevada de caerse de espaldas, darse un batacazo y romperse la crisma. Independientemente de todo lo anterior, o como complemento, en los transportes colectivos conviene hacerlo con cierta decisión para evitar aglomeraciones en la salida, e incluso la posibilidad de un accidente de cierta seriedad. A pesar de ello, al bajar de los vagones del Metro se debe estar muy atento a no introducir el pie entre el coche y el andén. Podría ser fatal, especialmente en las estaciones en curva. Se comprende de todas maneras que quien se apea pueda estar pendiente de otros menesteres, sobre todo cuando quien lo hace es recibido por alguien importante. Por ejemplo, quien llega procedente de lugares remotos y es esperado por su novia o su familia. Supongamos que se trata de Australia (claro que como pronto veremos, en este caso el asunto puede complicarse al hacerlo en avión, como suele ser habitual). De todas maneras, jamás debe bajarse dando un salto, con los pies juntos o de puntillas.
Si es usted una persona con sombrero (y no digamos nada si es una mujer con pamela) debe procurar que el cambio de alturas del vehículo al andén no se lo vuele, algo que suele suceder cuando el estribo está muy elevado con respecto al suelo, al poco que sople un mínimo de brisa. Los atletas y las personas en buena forma física deberán en cualquier caso apearse con resolución  (incluso con valentía), arriesgándose a la caída, que podrá ser recibida con aplausos a pesar de su aparatosidad. En tales ocasiones es frecuente la presencia de fotógrafos, que inmortalizarán un instante que permanecerá de forma indeleble en sus retinas. Cabe añadir aquí, pues siempre existen seres temerarios, que no debe uno intentar apearse en marcha o en un lugar no indicado para ello, considerando que, después de todo, ya tendrá ocasión de estirar las piernas poco más adelante.
Se recordará que con anterioridad se hizo alusión a la posibilidad de apearse de un barco o un avión, y a lo inapropiado de tal expresión en tales casos. Siendo animales terrestres, parece que la Real Academia y el empleo consuetudinario del lenguaje, han reservado tal expresión para los vehículos que circulan sobre la superficie sólida terrestre, y no para los que vuelan o navegan. Si apearse, como ya se vio, viene a significar volver a utilizar de nuevo los pies, e incluso recobrarlos, podría considerarse que tal hecho es aún más importante en tales casos, dada el escaso empleo que se hace de los mismos estando a bordo, y sin embargo no es así. Estos medios de transporte (a los que aquí añadimos sin que nadie nos fuerce, el catamarán y la canoa en el primer caso, y el helicóptero y el ala delta en el otro), suponen, dado el medio en el que se mueven –el aire y el agua- un caso especial, en el que tal hecho relega los pies a una instancia secundaria. En el caso del avión, sus pasajeros aterrizan (o así lo dicen ellos), cuando quien verdaderamente lo hace es la aeronave; y de los barcos, desembarcan, dejando con tales expresiones diáfanamente claro, lo orgullosos que se sienten de haber sido durante algún tiempo “otra cosa” (un ave o un pez, quizás).
Y para terminar, valga insistir aquí en la importancia de la mirada, pues es ella quien debe calibrar como debe uno apearse sin consecuencias negativas. Siendo como somos seres con los ojos situados en la parte frontal de la cabeza, tenemos la facultad de ver con precisión frente a nosotros, algo que facilitándonos la depredación, pero no estar en la selva o la sabana, podemos utilizar para apearnos como es debido. Las personas con dificultades en la vista, o los que utilizan gafas de sol en cualquier circunstancia, deben esmerarse. En el primer caso, como por otro lado suele suceder, lo recomendable sería la ayuda de alguien, y en el segundo, quitárselas hasta pisar tierra firme en el andén (por poner un ejemplo).

 Podríamos seguir hablando de este tema durante mucho tiempo, pero considero que ya es suficiente y que, en todo caso, volveremos sobre ello otro día. Recordemos, como nota final, que los hidroaviones amerizan, y que si sus tripulantes se bajan, no se puede decir con propiedad que se apeen. Y que, por otro lado, si en 1969 la cápsula espacial de la nave Apolo, descendió sobre nuestro satélite y alunizó, Armstrong y Aldrin al bajarse de ella, sorprendentemente se apearon, pero no alunizaron. Misterios del lenguaje, que ofreciéndonos otro juego impensado, nos permiten decir que, sin embargo, posiblemente  alucinaron.

martes, 11 de noviembre de 2014

INSTRUCCIONES PARA CERRAR LOS OJOS

Antes de empezar, quiero que vaya por delante una advertencia para los no avisados: las instrucciones a las que se refiere el título de esta nota pueden ser redundantes o inútiles, pues los llamados ojos suelen cerrarse por sí mismos sin ninguna ayuda de quien lo pretenda. Todo el mundo tiene la experiencia los días en los que no es asaltado por el insomnio, de que los párpados clausuran el estado de vigilia con una naturalidad que haría trivial el empeño que uno ponga en ello.
Claro que ya aquí cabe hacer otra advertencia para continuar con pleno sentido. Para verificarla y facilitar la conclusión, colóquese frente a un espejo (no hace falta que sea de cuerpo entero), y trate literalmente de “cerrar los ojos”. Comprobará de inmediato su imposibilidad, ya que, en todo caso, podrá cerrar los párpados, pero los ojos permanecerán igual a sí mismos independientemente de su deseo. Como mucho, podrá observar en ellos en ciertas variaciones según la bilis que en ese momento le habite, que le hará mirar de una u otra forma, debido al parecer a la variable concentración de conos y bastoncillos (solo observables por un oftalmólogo). Podrá también mirar hacia arriba, abajo o al bies, según su antojo y su cordura. Las puertas, sin embargo, sí se cierran, al poder ser colocadas ellas mismas en diferentes posiciones, algo que sin embargo no está entre las habilidades de los ojos, incapaces de voltearse, y como mucho dotados de la facultad un tanto inútil que uno tenga de hacerse el bizco mirándose la punta de la nariz. O hablando con propiedad: de hacer (se) el idiota.
A todo esto podría añadírsele otro fenómeno que, dada la velocidad a la que tiene lugar, nos pasa en general inadvertido. Se trata, como todo el mundo sabe, del parpadeo. Esa facultad de gran parte de los animales mediante la cual se humedece la superficie de los ojos al tiempo que, como si se tratara de los limpiaparabrisas de un vehículo en los días de lluvia, niebla o con la atmósfera muy cargada, mantienen limpios los cristales. En cualquier caso, y a modo de excurso, me asalta aquí una duda ¿les sucede lo mismo a los insectos? ¿limpian ellos de la misma manera sus ocelos? Y en caso negativo ¿por qué? No voy a consultar la enciclopedia ni a meterme en google. Quizás son menos coquetos o aseados, y no le importa dejar al albur de las circunstancias tal cometido. Quien sabe. Para una araña, con ocho ojos, tal cosa supondría un verdadero engorro. Pero estaríamos hablando de un artrópodo.
Y volviendo a nuestra especie, se puede afirmar que con dedicación y cierto empeño, sí podemos ser conscientes del parpadeo de nuestro interlocutor (nunca del propio), pero para ello debemos mirarle a los ojos fijamente, lo que al cabo de pocos minutos puede dar lugar a una situación conflictiva. Hacerlo, según los psicólogos conductistas, solo puede significar dos cosas, atracción o desafío, y  tales afectos (en el amplio sentido de la palabra) se dan en contadas ocasiones. Sabiendo esto, que cada cual considere el riesgo que corre si persevera en su indagación, pues en algunas circunstancias, tales situaciones puedan terminar a todo correr en la habitación de unos apartamentos por horas, o en el sentido contrario, en el campo de honor, que tiene menos gracia.
Cerrar los ojos no es pues algo tan simple como podía parecer a primera vista (incluso con los ojos cerrados, valga la paradoja), y si en ocasiones la dificultad se debe a una pura cuestión mecánica, otras ha de considerarse estrictamente como metáforas, sobre las que volveremos más adelante.
Dos afecciones oculares de diferente gravedad pueden corroborar estos hechos en el primero de ambos casos. De entrada debemos considerar la blefaritis, inflamación en general leve del tejido conjuntivo alrededor de los ojos, pero con consecuencias poco agradables, entre las que se cuenta la dificultad de despegar los párpados (sobre todo por la mañana). Y a pesar de que sería lo indicado, no me parece apropiado ponerse aquí a hablar de legañas. En los casos más llevaderos, se trata de aplicar jabón diariamente (a poder ser con ph neutro o champú para bebés). La miastenia gravis, sin embargo, es otra cosa, pues la debilidad muscular no solo afecta a los ojos sino a todo el cuerpo. Quien la sufre, aparte de muchas otras dificultades, se verá con la engorrosa sensación de no poder tener los ojos abiertos porque los párpados se cierran a pesar de la voluntad que ponga en sentido contrario. Para estos enfermos, “cerrar los ojos” tal como se entiende habitualmente puede parecer un sarcasmo, puesto que ellos por sí mismos ya tienden a hacerlo sin ningún miramiento (y sin tener sueño el propietario).
 Para continuar y decir algo que no se quede en un mero juego de palabras o humorístico, digamos que en estas instrucciones deben considerarse algunos factores que faciliten el hecho al que nos referimos, dejando de lado matices o sutilezas verbales. Cerrar los ojos precisa antes de nada, de una voluntad que lo facilite, y tal cosa puede darse en circunstancias de la vida que no solo se refieran al lenguaje figurado (las metáforas mencionadas con anterioridad), algo que, sin embargo, todos hemos empleado alguna vez. “No quiso verlo y cerró los ojos”, es una expresión que pertenece al lenguaje popular. En otras ocasiones se nos recomienda fervientemente lo contrario, “permanecer con los ojos bien abiertos”. Esta facultad, y es obvio que se trata de otra metáfora, se hace una sorprendente realidad en ciertos individuos, capaces de permanecer sin parpadear durante largos períodos de tiempo. Hablamos de los psicópatas, gente poco recomendable, a pesar de que cierta literatura los describa como poseedores de una “mirada penetrante”. Ante casos así, procure poner tierra de por medio lo antes posible. Estos tipos son capaces de pasarle a cuchillo, y punto seguido pedir una cerveza y una ración de gambas en el establecimiento que tengan más a mano sin ningún remordimiento.
Cerrar los ojos, y ya hablamos aquí de un acto que requiere una implicación personal de quien lo haga, exige, como sin duda se dará cuenta si lo intenta, el empleo de un buen número de los músculos de la cara, especialmente la frente y las mejillas. Este hecho hace que sea empleado por algunas personas sabedoras de que tal cosa le da al rostro cierta vis cómica muy divertida, y si no recuerdo mal fue utilizado con frecuencia por la actriz americana Shirley Mclaine en alguna de sus (cuando lo eran) divertidas películas. Surte más efecto si se hace varias veces seguidas y se arruga la nariz al mismo tiempo. También ha sido muy utilizado por algunos payasos. Con otro objetivo, los niños lo emplean a veces en el famoso juego del “veo veo” (*).
Hay personas que en lugar de cerrar los ojos se los tapan con las manos en situaciones azarosas y en algunos juegos de sociedad en los que sin embargo se suele hacer trampa dejando que los dedos adquieran una soltura indebida para ver entre ellos como si se tratara de una rejilla. Para entrever.
Hay, sin embargo, una situación muy específica en la que realmente cerrar los ojos es una misión imposible, por mucho empeño que el supuesto interesado pudiera poner en ello. Se trata de los cadáveres, personas (¿) que sin duda en su inmensa mayoría querrían continuar con ellos abiertos y no perderse nada de lo que sigue aconteciendo a su alrededor, pero a los que desgraciadamente la voluntad les ha abandonado definitivamente. Mala suerte, chico/a, puede que les diga el alma benemérita que se los cierre, queriendo ignorar que tiempo adelante ella misma será la protagonista (pasiva, claro está). Llegados a este punto, el lector comprenderá que no haya mucho más que decir, pues con la situación mencionada se clausuran todas las posibilidades futuras del interesado. Si acaso, a modo de colofón, dedicar un afectuoso recuerdo a los tuertos, y a todos aquellos que por enfermedades o desafortunados acontecimientos quisieron clausurar sus ojos motu proprio mediante algún artificio. Destacar, en este sentido, a la princesa de Éboli y su famoso parche, y a los fotofóbicos, parapetados permanentemente tras unas gafas casi opacas, aptas incluso para contemplar los eclipses de sol.

(*) Esto no es totalmente cierto, pues las manos se suelen poner sobre los ojos ya cerrados, algo que puede parecer redundante, pero que es absolutamente necesario. Pruebe usted a hacerlo con los ojos abiertos y verá lo que pasa. Otro tanto podría decirse de “un, dos tres, al escondite inglés”.

La “gallinita ciega” y la “piñata” son otra cosa, precisan de un paño o una venda.