Al poco de
verlos tuve claro por qué les llamaban “los espingardas”. Se trataba de cuatro
personas extremadamente delgadas, dos matrimonios, padres e hijos, en los que
ninguno de ellos debía bajar del uno ochenta, algo que en este país puede ser
considerado una hazaña, teniendo en cuenta que
ninguno de ellos había nacido después de mil novecientos cincuenta. Y los
mayores después del veinte, que ya es mucho decir. Aún hoy en día, antropólogos
y endocrinos no se ponen de acuerdo en la razón por la que en aquella época los
peninsulares apenas sobrepasaban el uno sesenta de media. Había quienes lo
achacan a una dieta pobre en vitaminas y excesivamente rica en grasas y féculas,
y otros a una compuesta casi exclusivamente de garbanzos, algo reservado según
opiniones para la cabaña porcina, que por comer, se come cualquier cosa. No hay
que dejar de resaltar, no obstante, que algunos científico librepensadores, son
sin embargo de la opinión que tal hecho se debe a la represión sexual debida a
la iglesia católica, que durante siglos hizo que los nativos sufrieran una
contención maligna de sus fluidos corporales, lo que acababa reprimiendo la
expansión fisiológica de su organismo, especialmente de los huesos. Pronto pude
darme cuenta que el matrimonio mayor eran los padres de la mujer más joven, que
les trataba continuamente de papá y mamá, como si les quisiera mucho o fuera
una forma un tanto infantil de reivindicar su rol de hija única. El hombre
joven, sin embargo, rehuía todo protocolo y parecía considerarles como a dos
amigos, llamándoles por su nombre e incluso por sus diminutivos, lo que no
dejaba de resultar chocante, pues en general suele suceder a la inversa.
Quizás, en cualquier caso, lo más llamativo de aquella reunión, era la impresión que causaban aún sin verlos, pues
apenas percibidos a cierta distancia, uno tenía la certeza de encontrarse en
las inmediaciones de un gallinero, en el que sus integrantes, es decir gallos y
gallinas, optasen por cacarear, organizando un galimatías ininteligible. En
cualquier caso se puede decir que sus voces estaban en consonancia con su
aspecto físico, pues si fueran (en el caso de los caballeros) de tenor,
barítono o bajo, hubiera resultado sorprendente. En ellas, sin embargo, sus
voces aflautadas no desentonaban de las habituales en muchas mujeres, y por el
uso intensivo que hacían de ellas parecería que eran totalmente ignorantes de
resultar desagradables, e incluso dando la impresión de estar profundamente
satisfechas de las mismas. Afortunadamente poco a poco me fui acostumbrado, y
enseguida pude enterarme de lo que decían. Lo más sorprendente fue que la
conversación era absolutamente monotemática, centrándose exclusivamente en la
comida, que al parecer era lo único que les preocupaba, y que por lo que pude
oír, pronto se hizo evidente que tenía algo que ver con su aspecto. El
matrimonio mayor, para empezar era partidario de los platos de cuchara, en los
que admitía discretamente algunos tropezones que no tuvieran demasiada grasa, y
como segundo, pescado blanco o un filete
de ternera a la plancha. De postre, como mucho, una pieza de fruta no
excesivamente rica en azúcares. En verano, como primer plato preferían las
ensaladas sin huevo ni especie animal alguna, y espárragos, borrajas o
espinacas, según los días. Sorprendentemente, para terminar la faena, ambos se
ofrecían un café solo con doble ración de azúcar, lo que en su opinión les
mantenía despiertos, evitándoles así la siesta, y manteniéndoles con suficiente
energía hasta el momento de irse a la cama, nunca más tarde de las diez de la
noche en cualquier circunstancia, después de un cacao con una magdalena. El
matrimonio joven no era tan escrupuloso en sus gustos, y se dejaba guiar por el
peso de lo que comían, para lo que disponían de una pequeña balanza de cocina,
a cuyo veredicto se ajustaban con precisión milimétrica. En cualquier caso
tenían una tabla detallada con los integrantes habituales de las viandas, en la
que se hacía constar sus datos más importantes desde el punto de vista
dietético en cuanto a grasas, azúcares, vitaminas, etc. Y sobre todo, el número
de calorías. No tomaban dulces, aunque sí doble ración de frutas, sobre todo
uvas, y para terminar un té de Darjeeling o un poleo menta. Además les gustaba
meterse en la cama prácticamente extenuados, pues poco antes del sándwich vegetal
que les servía de cena, solían correr durante una hora por los alrededores de
su domicilio, donde algunas malas lenguas al verlos pasar, solían prevenir: “ahí
viene los escurridos”. Quizás este sea el momento de añadir que no tenían
descendencia, algo que dado lo aquí expuesto, parecerá plenamente coherente,
dado que la energía no es ilimitada. Como es natural, estos detalles no se me
hicieron evidentes entonces, sino que fui informado de los mismos por José, el
propietario del local, una vez que le hice saber mi sorpresa por el aspecto de aquellas personas y los temas
tratados en su conversación. Respecto a él mismo, cabe añadir aquí que se trata
de alguien al que conozco desde tiempo inmemorial, y del que es de destacar,
aparte de su bonhomía y buenas maneras, que es un tipo bajo y rechoncho cuyo
peso supera los cien kilos, algo que no solo justifica lo dicho más arriba,
sino también, en relación a la familia de la que hemos hablado, el hecho de que
aquel establecimiento se llamase “El contrapunto”.
domingo, 30 de marzo de 2014
miércoles, 26 de marzo de 2014
MÉDICOS
Cuando subí al estrado para pronunciar la conferencia mi mente se quedó
en blanco, y fallaron todas las argucias que había previsto para la situación,
pues no me avergüenza confesar que cuando la preparaba me pareció de lo más
natural que tal cosa llegara a sucederme. Me preparé, pues, para improvisar
ante la nutrida audiencia un discurso tal y como me llegaba a la boca, que en
aquellos instantes parecía tener poco que ver con lo que sucedía en mi cabeza.
“Me he quedado en blanco” fue mi primera expresión, lo que para mi sorpresa,
fue acogido con alborozo y hasta con un íntimo regocijo, según pude colegir de
la expresión del rostro de los asistentes. Me di entonces cuenta de que mi
comienzo había sido un éxito absoluto, y que por lo tanto podía seguir
improvisando sin tener para nada en cuenta lo que les decía. Era evidente que
se trataba de un grupo de entusiastas a los que les traía sin cuidado la
coherencia de lo que pudiera decir, y que solo estaban allí para ver al
triunfador del último premio literario. Aproveché la coyuntura para callarme
durante más de un minuto, mirándoles fijamente como si estuviera pensando algo
profundo de lo que quería hacerles partícipes. Pero lo cierto es que a pesar de
mi éxito inicial, otra vez me sentía absolutamente en blanco, por lo que en
esta ocasión opté por lanzarles una buena tanda de los ejemplares que tenía
sobre la mesa, que tratándose de volúmenes de tamaño más que discreto, estaba
seguro que me perdonarían en caso de impacto. Como es natural se armó un
pequeño revuelo, pues la gente, y aquello era una demostración más, está
dispuesta a dejarse los cuernos por cualquier cosa siempre que sea gratis.
Comoquiera que sea, esa segunda acción fue también un éxito, y durante varios
minutos la sala fue una algarabía de voces y expresiones entre las que destacaba
sobre todo una: mío, mío. Luego, cuando empezó a hacerse de nuevo el silencio,
y mi perplejidad estaba a punto de hacerse de nuevo evidente, recurrí a lanzarles
de nuevo otra tanda, con lo que me quedaba sin ejemplares para la venta,
prevista a la finalización del acto. Incluso les lancé algunos folletos de
revistas médicas que tenía a mano, sin duda olvidadas por los bedeles que
prepararon el acto. Aquí debo aclarar que yo era médico y que la conferencia se
desarrollaba en el salón de actos del Colegio de Médicos de la capital, lo que
hacía comprensible su olvido en una esquina del estrado. El moderador logró
finalmente acallar el escándalo, a pesar de los codazos que le propiné por
debajo de la mesa tratando de hacerle ver que no lo hiciera, momento en el que
se me tuve claro que ya no me quedaban otras estratagemas para librarme del
enfrentamiento con aquel público, que sin embargo parecía prestarse a cualquier
cosa, como si de hecho más que asistir a una conferencia, estuviera esperando
que el circo continuara y salieran los payasos. Finalmente tuve que recurrir a
aparentar un colapso, desmayándome aparatosamente y haciendo caer conmigo al
suelo la silla sobre la que me sentaba, no sin antes dar un manotazo a la jarra
del agua que se vertió sobre la mesa, estrellándose a continuación sobre el
suelo haciéndose añicos. Luego solo recuerdo un griterío ensordecedor, que
antes de perder el conocimiento de verdad, consideré como una muestra de
agradecimiento de aquel colectivo incondicional ante el último premio del
concurso nacional de escritores médicos.
HORMONAS
He dejado de
luchar con mis hormonas. El otro día el urólogo me confirmó que no llegaba al
nivel mínimo de testosterona, proponiéndome unas inyecciones que lo devolvería
al habitual para mi edad, y si quería, al que puede tener un chico de veinte
años, mediante un nuevo sistema en pruebas para gente en apuros. Y me puso
algunos ejemplos, como el deseo de paternidad en la edad madura, pero le dije
que no, que ya soy abuelo y no me interesaba nada volverme a reproducir para
que mis nuevos hijos tuvieran la impresión de haber sido engendrados por su
abuelo en cuanto crecieran un poco. No merecía la pena. Ni eso ni que mi mujer
se acordase de mí con la ternura con la que es natural acordarse de un
venerable anciano que le deja una buena parte de su herencia, de la que sin
duda disfrutará con el nuevo varón que acabará conociendo no pasado demasiado
tiempo de mi óbito. Trato pues de ver a mi esposa como a una niña que todavía
tiene que aprender muchas cosas de la vida, y en ese sentido no me importa ser
considerado como un Pygmalión, personaje que a pesar de su enorme éxito literario
y cinematográfico, es todavía contemplado con más aprensión que envidia, como
una especie de diablo viejo que se ha metido donde no le correspondía. Porque,
si hemos de ser sinceros, lo cierto es que a la gente que pasa de determinada
edad, y no quiero aquí hacer precisiones que a nadie escapan, se la empieza a
considerar como objetos decorativos en el mejor de los casos, o pura y
simplemente como a estorbos que ya tardan demasiado en quitarse de en medio. Lo
acepto, ya que después de todo, mis niveles deficitarios como dije más arriba,
no hacen sino confirmar esta idea. De esta manera me siento absolutamente al
margen de la teoría de la evolución de las especies, y ocupo así un lugar
distinguido y casi aristocrático, puesto que después de todo, los que todavía
andan bregando con el asunto, son poco más que las tortugas y los pinzones de
los galápagos, aún implicados en la misma. Anita es una bella emigrante que
empezó viniendo a casa para adecentarla un poco una vez a la semana, y
finalmente se ha quedado definitivamente, sin que ello quiera decir que haya
dejado de hacerlo, pues una de las condiciones que le puse cuando decidimos
casarnos, fue que independientemente de otros menesteres a los que tenía derecho como pareja, no debía
olvidarse de los rudimentos que la trajeron hasta aquí. Es una chica
encantadora con todo el encanto de las mujeres del trópico y con un afán
sincero de aprender todo lo que le pueda enseñar. En ese sentido media hora dos
veces por semana las dedicamos a la literatura, de la que si debo decir la
verdad estaba totalmente pez. Para ella, la literatura era todo aquello que
estuviera escrito. Los periódicos, por ejemplo, sin que con ello yo quiera
rebajar la calidad de algunos artículos, por cierto. También dos veces por
semana pasamos un buen rato tratando de que aprenda los fundamentos de la
aritmética, pues hasta ahora para contar, cosa que apenas sabía hacer, tenía
que echar mano de sus dedos (de la mano, claro está), y determinadas
magnitudes, como bien se puede comprender, escapaban a su cálculo o tenía que
pasar un buen rato hasta llegar a ellas. A partir de la multiplicación, ni idea
claro está, algo que la pobre ha podido justificar alegando que su familia vivía
en una aldea muy apartada, donde no había ni maestra. Poco después un alma
benemérita, de la cree recordar que
llevaba sotana, logró rescatarla, llevarla a la civilización y traérsela a la
península, donde pronto pudo prosperar a través de diversas actividades para
las que no se necesitaban en absoluto las matemáticas. Fregar escaleras fue una
de ellas, pero seguro que no la única. En cualquier caso, cuando después de
conocernos comencé con ella mi actividad pedagógica y la vestí como a una
señorita del centro de la capital, nadie diría viéndola entonces, que apenas un
año atrás vivía como quien dice en la selva. Los fines de semana, días que
reservamos para la holganza total y en los que suelo llevarla a conocer los
pueblos de los alrededores, sobre todo de la sierra, trato de hacerle
comprender los conceptos fundamentales de la filosofía, y hasta ahora he podido
hablarlas sin meterme en profundidades de Platón y Aristóteles. Del primero le
entusiasma el asunto de la cueva y la teoría de las ideas subsiguiente, y con
ello no quiero decir que entienda nada en absoluto, pero le gusta la imagen de
unos seres metidos de espaldas a la entrada y la luz del sol. Le parece algo
plásticamente muy bonito y no quiere saber nada más. Yo me conformo porque
comprendo que no es fácil que comprenda que, por ejemplo, un caballo es algo
irreal y que lo verdaderamente real es “la caballidad”, sobre todo porque ella
quisiera saber con precisión donde se encuentra tal cosa, y soy incapaz de
explicárselo. De hecho, y para ser sinceros, yo tampoco lo sé. De Aristóteles
le gusta el nombre, del que dice que en su país existía un futbolista que se
llamaba así y que era muy famoso, aunque yo creo que se equivoca y que se
refiere a Sócrates, algo con lo que transijo sin mayores detalles, pues después
de todo ambos formaban parte del mismo equipo en la Grecia antigua. Lo de las
siete esferas de cristal con estrellas rodeando la Tierra es lo que
verdaderamente la maravilla. Después de
lo dicho espero que se entienda que mi porcentaje hormonal me tenga sin cuidado,
cuando después de estas clases percibo en los ojos de esta bella criatura un
agradecimiento que me compensa de todos los orgasmos fallidos en el tálamo
marital. Tiempo habrá más adelante me digo, y quien sabe si el día menos
pensado llevado de la satisfacción intelectual que mi papel me permite, se
produce el milagro y tengo que decirle al doctor que por mecanismos muy
alejados de la farmacopea y la ortodoxia médica, he llegado a una situación
equiparable a la de un joven atleta en su noche de bodas. Tengo puestas mis
esperanzas en la raíz cuadrada y las mónadas de Leibniz, para lo que no falta
mucho tiempo. Entonces hablaremos.
jueves, 20 de marzo de 2014
ABONOS
Emeterio siempre tuvo muy buena fama en la
urbanización de El Tomillar, cerca de Majadahonda, en las afueras de Madrid.
Era el jardinero de la zona, y se retiró ya muy mayor para descansar y pasar
sus últimos días en Torrelabraña, un pueblito de Jaén lindando con Granada,
donde tenía una finca con algunos olivos de la que se ocupaban sus hijos. Su
situación era un tanto sorprendente, puesto parecería lógico que se hubiera
quedado allí con su familia, pero razones que nunca supo explicar con precisión,
le decidieron a venirse a la capital. De hecho, quienes le conocían se lo
hacían ver con frecuencia, aunque sin insistir demasiado, pues estaban muy
contentos con su trabajo, y la urbanización presumía de tener los mejores
rosales en muchos kilómetros a la redonda, algo que siempre se lo atribuyeron a
él por los especiales cuidados que les prodigaba. Ese era sin duda uno de los
motivos que le habían decidido a quedarse en Madrid, su amor a las flores, que
podía realizarse con mucha mayor facilidad allí que en su tierra, donde apenas
habría lugar para un macizo entre el olivar y una huerta de árboles frutales
también de su propiedad. Por otro lado, la vida de Emeterio era un auténtico
misterio para los propietarios de la urbanización y sus propios hijos, que
jamás le visitaban, aunque al parecer él lo hacía un par de veces al año, por
Navidad y en verano, como suele ser preceptivo en las familias separadas. Había
enviudado muy joven, y se comentaba que aquel hecho le había marcado de por
vida, pues nadie le había visto jamás acompañado de otra mujer, algo que a
pesar de ser extraño cuando era aún un hombre joven, era sin embargo muy
valorado por los vecinos de la urbanización, sobre todo por las mujeres, para
las que un amor único y definitivo es la prueba definitiva de la bonhomía de un
varón. Al parecer, una vez que Emeterio terminaba su trabajo hacia las seis de
la tarde, desaparecía sin dejar rastro, aunque había quienes le ubicaban en la
zona sur de Madrid en un piso de protección oficial en propiedad, al que había
accedido echando mano de sus magros ahorros. Claro que había también quien
aseguraba que había sido visto entre Carabanchel Alto y Villaverde en compañía
de ciertas amistades de dudosa reputación, algo que sin embargo no era tenido
en cuenta por la mayoría, que lo consideraban un hombre probo, austero y de
pocas alegrías. Incluso corrió el rumor un verano especialmente tórrido que se
brindaba mucho a la fantasía, de que llevaba una doble vida y que regentaba
algunos locales de alterne de medio pelo, algo sin embargo nunca probado a
pesar de que algunos inspeccionaron algunos de los más conocidos en la salida
de la carretera de Barcelona. En cualquier caso, era un hombre misterioso del
que lo único que se podía afirmar con total seguridad era su gran calidad como jardinero,
capaz de hacer crecer las plantas de los jardines de la urbanización de una
forma fuera de lo común, teniendo en cuenta que la tierra de la zona, compuesta
por calizas y arenas de baja calidad según aseguraban los expertos, no era
especialmente agraciada, lo que no era óbice para que, sin embargo, las rosas,
como ya se dijo, pero también las dalias, las azaleas y las hortensias, por
nombrar solo a unas pocas, brotaran con una belleza y pujanza un tanto
inexplicable. Desgraciadamente la fama de Emeterio sufrió un brusco cambio el
pasado otoño, al poco de que llegara la noticia de su defunción en tierras
andaluzas. Después de unas lluvias violentas que clausuraron definitivamente el
verano a finales de Septiembre, uno de los vecinos pudo observar que justo en
el punto en el que el tallo de un rosal surgía de la tierra, se hacía ver algo
que una vez extraido resultó ser la tupida cabellera de la calavera de una
mujer que en el momento del óbito apenas contaba cuarenta años. Los hechos se
precipitaron, y en un mes se supo que el bueno de Emeterio resultó ser un
asesino en serie muy buscado durante varios años y cuyo caso había caido en el
olvido, al ser la policía incapaz de dar con él. Además de una docena de
cadáveres, la investigación y los trabajos posteriores sacaron a la luz no
menos de treinta fetos, de los que al parecer el misterioso jardinero se surtía
para abono entre los desperdicios de una maternidad de los alrededores. Como
era de esperar la fama de Emeterio cayó en picado y hubo quienes abandonaron el
lugar al poco tiempo, aunque se sabe que a pesar de todo otros se trasladaron a
Torrelabraña para dar a sus hijos su más sentido pésame.
DORNAS
Por razones que
me son ajenas o que en todo caso desconozco, soy al parecer una persona dotada
para los descubrimientos. No quiero con ello decir que sea un investigador al
uso, volcado sobre su microscopio y sus probetas y pipetas. Ni tampoco un explorador
del cosmos asomado las noches más oscuras al firmamento en busca de nuevas
galaxias, estrellas o cualquiera de los artefactos que suelen aparecer allí
arriba con frecuencia. Ni siquiera un explorador de territorios selváticos ni
de cumbres inaccesibles o mares desconocidos y procelosos. Nada de eso. De
hecho soy un hombre común con ciertas aficiones marineras por motivos
familiares, que de vez en cuando hace pequeñas singladuras nunca muy lejos de
la costa, pero que por algún motivo es testigo de fenómenos que tienen mucho de
fantasioso, como una película de Walt Disney, por mencionar a alguien que no
solo se explayó a gusto con el Pato Donald y Mickey Mouse, sino que hace ya
años espera amojamado en su sarcófago para resucitar al final de los tiempos.
Resulta, yendo al caso que nos ocupa, que no hace más de tres meses descubrí
cerca de la isla gallega de Ons, otra que surgió ante mí como por ensalmo,
cuando navegaba con total indolencia una tarde de finales de verano, época en
que la mar se encrespa y las grandes mareas empiezan a ser algo más que una
amenaza. Mi embarcación era una dorna
medio desvencijada con la que me atreví a salir, dada la bonanza de la tarde,
aunque tenía con frecuencia que emplearme a fondo para achicar el agua que se filtraba desde la quilla. De repente,
como si fuera una aparición (que lo fue), surgió del mar a algo más de una
milla frente a mí, un enorme peñasco con gran aparato sonoro, que posiblemente
hizo pensar a los habitantes de la ría que la tormenta se estaba echando
encima. Pero nada de eso. Se trataba del nacimiento de un islote que de
inmediato supuse sería debido a una erupción volcánica, y que pronto daría
lugar a un terremoto, algo que sin embargo no se produjo, pues, por el
contrario, poco después de la aparición el mar se quedó liso como un plato, y
cobró los matices misteriosos que en ocasiones tiene de amanecida. Movido por
la curiosidad, decidí acercarme para ver aquella maravilla, que sin embargo, parecía
haber dejado indolente a todo el mundo, incluidos el Instituto Nacional de
Sismografía y el Servicio Meteorológico Nacional. Mi sorpresa fue mayúscula
cuando ya unos escasos doscientos metros de su costa, pude apreciar con toda
claridad un pequeño puerto y tras él una aldea que incluía, si mis ojos no me
engañaban, un edificio neoclásico que debía ser el ayuntamiento, pues estaba
coronado con algunas banderas, y no muy lejos una iglesia con torre y espadaña,
donde se hacía evidente un enorme nido de cigüeñas con dos ejemplares
magníficos, que de crías no tenían nada. El lugar parecía desierto, pero al
poco de desembarcar, de las casas que rodeaban al muelle salieron numerosos
grupos de personas, que sin hacerme ningún caso se instalaron casi de inmediato
en una plaza en donde parecían confluir varias calles desde interior de la
población. Todos iban ataviados con trajes regionales cuya procedencia no pude
precisar, pues algunos, por sus colores sobrios y telas gruesas, parecían del
norte de la península, y otros más ligeros y coloridos, podrían asemejarse a
los andaluces. Picado por la curiosidad, me senté en un banco de piedra de las
inmediaciones y me dispuse a pasar un buen rato, pendiente de la hora para
regresar antes de la anochecida. Para mi sorpresa, sus integrantes, sin abrir
la boca, se pusieron a bailar al son de una gaita, una danza que de entrada me
pareció una mezcla de jota y muñeira, lo que me hizo pensar de inmediato en la
presencia de aragoneses en aquel lugar, algo sorprendente estando como
estábamos en las proximidades de Vigo. Al terminar todos se reunieron en una
esquina y parecieron departir durante un buen rato sobre algunos temas que les
debían tener muy interesados, pues en ningún momento me miraron ni se
dirigieron a mí para nada, lo que me hizo pensar en la posibilidad de que para
ellos quizás yo fuera transparente. Preocupado por esta súbita sospecha traté
de comprobar si mis extremidades permitían el paso de la luz a través de ellas,
algo que no sucedió pero que tampoco
alejó mis dudas, pues quizás la evolución les había dotado de un sistema de
visión diferente. Permanecí allí el tiempo justo para volver a la dorna y poner
rumbo a casa, lo que no me impidió comprobar la versatilidad de aquellos
grupos, que, esta vez, acompañados del tañido lastimero de la gaita, entonaron
a coro algunas canciones con reminiscencias de fado y seguiriya, por extraño
que parezca. Ya en el mar con la vela desplegada, me consideré un afortunado,
aunque dados mis antecedentes, dudé que alguien fuera a creerme. Tiempo atrás
me había pasado algo parecido al contarles la aparición súbita de un remolino,
que me había sumergido en las profundidades del mar con embarcación y todo, en
lo que entonces consideré como la variante marítima de un agujero negro. Quizás
su actual falta de fe en mí proviene del hecho de que fui incapaz de
explicarles como había salido del mismo, y regresado a Bueu con un aspecto, al
parecer, demasiado saludable para provenir de una singularidad cósmica de
densidad infinita.
miércoles, 19 de marzo de 2014
CEREBROS
1) El
cuerpo humano es un sistema dirigido y coordinado por el cerebro, sin el cual
no podría funcionar. Al menos no podría hacerlo tal y como sabemos, aunque sí
podría hacerlo como una secuoya, que no lo tiene. Siendo pues el cerebro la
parte más importante de ese sistema, es lógico suponer que podría prescindir de
las otras y dedicarse en exclusiva a sí mismo, pero tal cosa no tendría
demasiado sentido, pues ha sido construido precisamente para controlarlas (órganos
y subsistemas que dependen de él, uno de los cuales sería la mente). Suponer un
cerebro aislado sin ninguna finalidad sería tan absurdo como imaginar un motor
en marcha sin otras conexiones en el desierto o la tundra, por poner un ejemplo.
Pero no solo eso, pues como se sabe, el cerebro es un órgano sumamente plástico
que se modifica a sí mismo en función de las necesidades que los sistemas
dependientes de él requieran, algo así como si la necesidad de carburante de un
vehículo para subir una pendiente pudiera modificar las características del
motor que lo propulsa. Un cerebro sin otros órganos, sería en buena medida un
cerebro fosilizado. Hasta ahí lo extraordinario del cerebro: siendo lo
principal, no tiene sentido por sí solo. O lo que es lo mismo, solo la
existencia de otros órganos o subsistemas se lo dan.
2) El
cuerpo social sobrevive gracias a diversas herramientas, que a lo largo del
tiempo se han decantado en dos principales, el capital y el trabajo. El capital
es una creación estrictamente humana –un artificio- y viene a ser el
equivalente del valor (habitualmente expresado en dinero) que sus integrantes
dan a determinadas objetos (el oro, verbigracia), y sirve como moneda de cambio.
El trabajo es la capacidad de los integrantes de dicho cuerpo social para
realizar las funciones necesarias para la supervivencia y la prosperidad del
grupo. Con el tiempo, el primero de ambos factores se ha impuesto, y no siendo
más que una metáfora de otra cosa, incluso del trabajo, se ha concretado en un
valor, que normalmente se expresa en forma de dinero. Este, por lo tanto, se ha
convertido en el corazón del sistema económico, de tal manera que sin él, la
posibilidad de trabajar sería mínima, aunque al igual que el cerebro en 1), sin
trabajo tendría poco sentido. El capital solo es valioso en la medida que sirve
para crear riqueza, y sin trabajo tal cosa no es posible. O lo que es lo mismo,
sólo el trabajo (a) da valor al capital. El problema, sin embargo, es que en la
actualidad en el sistema que se ha creado, solo este último parece ser el
creador de riqueza, mientras el trabajo es algo subsidiario, cuando lo cierto
es que sin él, el capital no es nada. Robinson Crusoe en una isla desierta con
un cofre lleno de monedas de oro o de diamantes salvados del naufragio, podría
tranquilamente morir de inanición (a no ser que fuera capaz de comer tan nobles
materiales) si no fuera capaz de subirse a los árboles para coger nidos, o de
cazar ciertos vertebrados o de pescar en la playa. ¿Cómo se ha llegado pues a
esta situación en una sociedad en la que los menos hábiles (o no) pueden ser
los más afortunados, a poco que tengan un capital del que los verdaderos
expertos (o no) podrían carecer? Esa es la gran paradoja de nuestros días:
aquello (b) que sirvió para facilitar el intercambio, aunque por sí mismo sea
inútil, se ha adueñado del escenario. A pesar de todo, quizás esto no sea tan
extraño en la medida que en nuestras vidas con frecuencia son las metáforas, es
decir lo irreal, quienes toman la delantera.
(a) Y como en 1), puede modificarlo.
(b) Llámese como se quiera,
capital del trabajo o capital financiero.
miércoles, 12 de marzo de 2014
CERRADURAS
En mí son
fundamentales los despertares. Hasta tal punto, que después de años de
observación, puedo afirmar que me condicionan el resto del día. Esta situación
ha hecho que al cabo del tiempo, en más ocasiones de las que me hubiese
gustado, haya decidido no levantarme e incluso volverme a dormir a la espera de
un momento más propicio, algo que con frecuencia no sucede, lo que no es un
obstáculo para que me quede todo el día en la cama. Podría parecer que esto
supone una pérdida de tiempo importante o una grave irresponsabilidad, pero
antes de seguir adelante debo aclarar que solo dependo de mí mismo, y que por
lo tanto, solo yo regulo mi trabajo y mis horas de asueto. Por otro lado,
cuando esto me sucede, suelo organizar actividades que compensen mi inacción,
especialmente una tabla reducida de gimnasia, y ejercicios para las piernas
tipo bicicleta. Pero me dedico más a ocupaciones intelectuales, entre las que
sobresalen los ejercicios para mantener la memoria, que voy anotando en un
cuaderno que tengo a mano. Por poner un ejemplo, ayer, que fue uno de esos días,
me esforcé en recordar todo lo que tuviera que ver con el bachillerato, lo que
hoy llaman pomposamente estudios secundarios. Para empezar dividí aquella época
en diversas categorías, y empecé a trabajar tratando de recordar quienes fueron
mis compañeros. Suelo proceder con toda meticulosidad, en plan casi matemático,
y ayer aunque después de un buen rato lo
conseguí, me costó un trabajo ímprobo, pues mi mente una y otra vez me conducía
a tres de ellos, que por unas u otras razones debieron tener su importancia. En
la primera mi mente me ponía delante de los ojos a un tipo que se llamaba Lino
Espino, que durante un buen rato se obstinaba en sacar la polla por debajo del
pantalón y exponerla a los presentes para general regocijo (téngase en cuenta
que por entonces hasta los quince años prácticamente ninguno llevábamos
pantalón largo, y la operación era muy sencilla). El segundo personaje era
Bendito, un chaval listo con una dentadura perfecta pero que parecía de mentira,
algo que nunca me atreví a preguntarle. Su principal característica, aparte de
esta, que no sé si luego pudo explotar en Hollywood, era que en clase de
gimnasia, cuando saltábamos el plinto, lo embestía una y otra vez con la cabeza
hasta que lo desarmaba. El último de ellos era un individuo que siendo sin duda
de nuestra edad, todos considerábamos como nuestro padre. Era muy alto,
delgado, renegrido y con pinta de viejo, que se pasaba buena parte del tiempo
soltando discursos y explotándose las espinillas que cubrían su rostro como si
fuera una chumbera. Luego me vinieron a la cabeza muchos otros de los que solo
recordaba por algún detalle significativo o especial, como Ricardo Salmones,
obsesionado por su aspecto físico, y que en cuanto podía posaba haciendo
figuritas tratando de calibrar la musculatura de sus bíceps, y en ocasiones
peinándose, según donde la cogiera el
arrebato. En otros momentos, cuando no se me ocurre nada, intento en un primer
momento forzarme y llevar a la cabeza cualquier asunto por intranscendente que
pueda parecer sin buscar nada especial ni provocar su llegada. No siempre ocurre, esa es
la verdad, y a veces mi mente se queda
en blanco, desimplicada de cualquier cosa digna de ser puesta aquí por escrito.
Son momentos de raras ensoñaciones en las que mi pensamiento se pasea por lo
más inmediato que me rodea, a lo que trato de ver como una novedad, una especie
de aparición que, sin embargo, podía llevar años colgando de la pared o sobre
las estanterías en forma de cuadro o figura decorativa. Ayer, sin ir más lejos,
me fijé en dos estatuillas de bronce de una especie de guerreros africanos,
altísimos y muy delgados, con unas lanzas que apoyan en el suelo, de los que a
pesar de su hieratismo yo adjudicaba un carácter belicoso, algo que contradice
la impresión general, que se suele suponer a los combatientes, con un cuerpo en
tensión dispuesto para la lucha. Quizás solo sea una impresión personal que
debo revisar. Otras veces, cuando se me acaba todas las estrategias para no sestear
hasta la hora de la comida, adopto lo que llamo una “actitud de pasividad
creativa”, mediante la ejercitación sostenida del pranayama, que en algunas
ocasiones me conduce a lugares singulares y en otras a otros decepcionantes, en
las que mi mente solo es capaz de crear visiones caleidoscópicas en el sentido
más banal del término, ya que estoy bastante harto de esas figuritas que
cambian de forma y color según damos vueltas al inevitable canuto. Lo empleó mi
madre cuando éramos niños para introducirnos en el concepto de “maravilloso”,
algo que con los años veo bastante discutible. Mamá era una mujer culta y muy
didáctica, aunque su hobby principal era la poesía, sobre todo la de Holderlin
y William Wordsworth, en alemán e inglés, que ella apenas entendía, pero de los
que destacaba su musicalidad. Era muy original, y espero que el hecho de que
acabara sus días en una Casa de Salud no tuviera demasiado que ver con sus
opiniones. En los días en los que finalmente decido no levantarme, mi mujer me
viene a ver de vez en cuando tratando de
motivarme para que lo haga, aunque sabe que es una batalla perdida, pero no
puede evitar tener que hacerlo o no se le ocurre otra cosa. Es bastante
introvertida y ha sido muy buena persona conmigo a lo largo de la vida, pues lo
que acabo de contar es solo una de mis múltiples manías. Verdaderamente no sé
como no me abandonó hace ya mucho tiempo al darse cuenta que se había casado
con alguien muy diferente de la persona que había imaginado. Elisa me da bastante
pena, para qué voy a decir otra cosa, me parece una ancianita que tiene tanto
de enternecedor como estrictamente de vieja, por lo que en ocasiones me asusto,
pues supongo que yo no estoy mejor que ella. Verdaderamente lo ignoro, porque
ya hace muchos años que no me miro al espejo, y en todo caso me veo de lejos, ya
que para afeitarme lo hago con maquinilla eléctrica sentado en el sofá y
comprobando con la yema de los dedos la calidad del apurado. Esos días como
poca cosa, y desde luego nada que pudiera causar una hecatombe en las horas
siguientes, como serían las legumbres y las féculas de todo tipo, lo que no
impide que a la hora de la siesta cumpla rigurosamente el protocolo que se le
supone. Cuando me despierto suelen ser ya las seis pasadas, momento en el que
Elisa se sienta a mi lado en una banqueta que trae de la cocina, e intenta
ponerme al día de la situación y actividades de nuestros seis hijos, algo de lo
que estoy perfectamente al corriente teniendo en cuenta que estas charlas no
bajan de tres o cuatro al mes. Asisto pues a la retahíla de detalles con
resignación, ya que es inútil recurrir a maniobras evasivas, se las conoce
todas y disfruta sorteándolas y
haciéndome ver que en esos momentos es ella la que tiene la sartén por el
mango. El resto del día carece de importancia, y suele ser la repetición de lo
vivido por la mañana con pequeñas variantes; hacia las diez, después de un
caldo o algo parecido, intento leer algo con el invariable objetivo de dormirme
lo antes posible, o intento hacer un autodefinido mientras oigo que mi mujer
sigue trajinando por la casa con faenas de las que nunca llegaré a enterarme
totalmente, aunque uno de sus entretenimientos habituales suele ser cambiar los
cachivaches de sitio, con la idea de que al día siguiente todo será diferente.
Y claro que puede serlo, pues lo que no ha quedado claro es que de manera
habitual yo no soy el hombre que ha quedado aquí reflejado sino todo lo
contrario. En cualquier caso pienso que la actitud de Elisa es síntoma de una
gran soledad por más que se empeñe en que la vida es bella y el porvenir
radiante, pensando sin duda en los nietos, que, sin embargo, pronto empezarán a
decir que chochea, claro que a mí no hay que hacerme demasiado caso porque
aparte de empezar a hacerlo yo también, tengo una capacidad casi congénita para
amargarle la vida a quien tenga al lado. Como decía, más arriba, sin embargo yo
no soy esa persona deprimida y un tanto inútil que ha podido parecer, sino que
cuando me encuentro en forma y el despertar me ha sido benévolo, soy un hombre
cargado de energía hasta el punto que pocos dudarían que fuí un niño hiperactivo
mal tratado. Debe ser eso, pues la verdad es que los días que dedico al
trabajo, y son casi todos a excepción de los ya mencionados, me dedico a
hacerlo con un furor más propio de un partido de tenis a cinco sets con
tie-break en el quinto. Tengo una cadena de Ferreterías en la capital a las que
me he dedicado toda mi vida, pues empecé con mi padre después del instituto, el
propietario, siendo un crío, y ya hace cuarenta años que la llevo yo solo,
siendo hijo único y habiendo fallecido él muy joven por un infarto en la
tribuna del Calderón. No podía admitir que el Madrid fuese superior y acabó
pagándolo de mala manera. Mi función principal en las ferreterías consiste como
es natural en estar al corriente de su estado financiero, pero sobre todo, en
comprobar una y otra vez el estado de su intendencia y productos a la venta,
pues siempre he tenido la impresión de que mis empleados me sisan mercancía
(valga la expresión), y no porque realmente les sirva para algo sino para darme
en las narices y mortificarme, como una venganza personal y ruin sobre el mundo
capitalista y en concreto de mi mismo, que soy allí su representante. En
ocasiones, mantengo con alguno de ellos largas conversaciones sobre el binomio
capital-trabajo, en el que me dicen que nuestra sociedad se ha decantado por el
primero dejando a los trabajadores que se deslomen inútilmente, porque nunca
irán demasiado lejos. Yo suelo responderles que se equivocan, y que en todo
caso, ya los rusos intentaron darle la vuelta a la tortilla inútilmente y con
peores resultados. Estas discusiones suelen terminar como el rosario de la
aurora, y hay quien incluso me levanta la voz y acaba llamándome explotador y
fascista, momento en el que les amenazo con romper la baraja y montarles un ERE.
Entonces se callan y yo me dedico a mi afición favorita: contar minuciosamente
todo el cargo de las ferreterías, de la “a” a la “z”. Por ejemplo: anclajes,
arandelas, antirrobos, pasando por caballetes, cerraduras, conteras, cuñas,
manillas, pomos, tacos, tuercas, herrajes, filtros, tendederos, rejillas,
perchas, hembrillas, tiradores, picaportes, pasadores, pistillos, varillas y
muchos otros. Desgraciadamente en la “z” no encuentro ninguno. Así pues mi vida
no es tan monótona como pudiera parecer, y entre unos días y otros tengo el
tiempo suficiente para calibrarlo y darme cuenta que después de todo, con las
salvedades mencionadas, soy un afortunado. Sigo la tradición paterna y soy
socio de número del club de la ribera del Manzanares, que en los últimos
tiempos parece volver por sus fueros. En cuanto a mis empleados, les dejo que
se desfoguen, pues siempre creí que el derecho al pataleo es la característica
principal de un sistema democrático. Estoy seguro que lo único que
verdaderamente les jode es que acuda al trabajo con chaqueta, corbata de seda y
con unos zapatos carísimos de cuero, que si por un lado me mantienen con los
pies en el suelo, por otro no dejan de ser vistos por ellos con una envidia muy
típica de las clases resentidas. Yo soy así de chulo. Que le vamos a hacer.
sábado, 8 de marzo de 2014
FLUCTUACIONES
Las
fluctuaciones cuánticas del vacío parecen estar en el principio del universo,
ser su origen. Eso que quede claro para quien no sea aficionado a la cosmología,
y se interrogue por las mañanas el por qué existe algo en lugar de nada. Y no
es una broma, porque esa y no otra suele ser la pregunta que se hacen la mayoría
de las personas poco antes de lavarse los dientes. Al menos tal es la opinión
de varios libros de divulgación científica que han sido publicados últimamente.
Quizás no sea ese su caso, pero de ser así, tal cosa solo supondría que usted
está en el porcentaje menor de una opinión mayoritaria en el otro sentido.
Puede que llevado por la curiosidad que esta cuestión le suscite, pregunte a
sus allegados y vecinos su parecer al respecto. Pero no se fíe si su respuesta
coincide con la suya, y le hace suponer que estamos ante una tomadura de pelo,
una falta apreciación o incluso a un mal empleo de la estadística, porque lo
que hay que añadir casi de inmediato, es que tal pensamiento, según nos
cuentan, en la mayor parte de los casos es inconsciente, y por lo tanto ajeno a
su conocimiento de facto. Habría que consultar a Sigmund Freud, algo imposible
por haber fallecido hace tiempo, o en todo caso leerse sus obras completas, a
lo que desde aquí le animo, al estar editadas por Espasa Calpe, la editorial
española más prestigiosa, con la que me honraría en colaborar. Si con ello no
fuera suficiente, podría realizar un psicoanálisis ortodoxo y llegar usted mismo a
la conclusión mencionada más arriba. Le damos no obstante un dato que le hará sospechar
que algo de verdad debe haber en el asunto. Se trata de esos pasos titubeantes
que da hacia el cuarto de baño nada más poner los pies en el suelo, y las cavilaciones que ya desde entonces parecen
apremiarle. No se engañe suponiendo que solo se trata de las pequeñas
preocupaciones diarias o del deceso de un pariente cercano días atrás: eso son
minucias comparadas con la inquietud metafísica persistente en su fuero interno,
aunque usted lo desconozca. Esperamos sus noticias que corroboren la hipótesis
mencionada al principio, o que en su lugar nos haga llegar su opinión, siempre
que no se trate del huevo cósmico, teoría a estas alturas totalmente
desprestigiada.
Una mañana hace poco más de un mes al abrir la puerta de la habitación
del fondo, que habitualmente tengo cerrada, me encontré con una araña enorme
tranquilamente instalada en la cama. Se trata de un lugar que no suelo utilizar
y en donde esporádicamente acojo a algún familiar de paso o ciertas amistades
con problemas y dificultades para pernoctar en otro lado. La araña, volviendo
al tema que nos ocupa, en un principio me asusto e hizo pensar en las famosas
viudas negras, pero pocos horas después, cuando me armé de valor después de consultar
wikipedia, llegué a la conclusión de que se trataba de una tarántula, grande y
peluda, más espectacular que otra cosa, pero en cualquier caso venenosa, y de
la que había que evitar a toda costa sus terribles quelíferos. Cuando poco
antes de acostarme decidí visitarla de nuevo, con todas las prevenciones
adecuadas, me llegó a parecer un animal dócil y casi familiar, pues levantó una
de sus patas delanteras, supongo que en señal de saludo, o al menos eso
interpreté yo en aquel momento. Al día siguiente por la mañana pensé en avisar
al servicio municipal de desinsectación, pero finalmente decidí hacerme
personalmente responsable de la situación, y ver lo que daba de sí en los
próximos días. En cualquier caso, fui consciente de que no había que decir nada
a los vecinos, pues independientemente de que hubiera entre ellos bastantes
asustadizos y pusilánimes, estaba convencido que acabarían llamando a la
policía, y no quería que acabaran poniéndome el piso perdido con DDT o lo que actualmente
se utilice en la actualidad para terminar con estos bichos. Posiblemente un
tiro certero con una carabina. Por otro lado, tratándose de gente con estudios
y de cultura superior a la media, tenía el convencimiento que al menos alguno
de ellos habría leído “La metamorfosis” de Kafka, y quien sabe si podrían
llegar a acusarme de tener a un hijo problemático encerrado que, ante la falta
de expectativas, optó por convertirse en otra cosa. Téngase en cuenta que soy
una persona muy introvertida, algo que me ha creado en el lugar una fama de
huraño y malencarado, de la que yo era consciente. A día de hoy el bicho y yo
(y que me perdone la araña si me lee), tenemos una relación que un observador
imparcial calificaría como mínimo de cordial. No solo nos saludamos como ya
dije más arriba, sino que mantenemos una cierta amistad deducible de los ruidos
que ambos emitimos nada más vernos. Por mi parte se trata del habitual entre
gente conocida del tipo de buenos días, y por la suya con un rozamiento de
patas que emite una especie de zumbido, un tanto metálico pero no desagradable,
del que solo me molesta que al hacerlo una buena cantidad de pelos se
desprendan de las mismas y vayan progresivamente invadiendo la habitación. El
animal come, como es natural, y si los primeros días le ofrecí algunas de las
conservas y embutidos que tenía en el frigorífico, ahora le compro carne, sobre
todo pollo, pavo y jamón serrano. No me decido de momento a echarle animales
vivos, aunque ayer por la tarde traté inútilmente de capturar algunas
mariposas, insectos o roedores de un jardín cercano. Esta presencia en mi
domicilio está modificando mis actividades diarias, no solo porque ella me
necesita con frecuencia, sino porque ahora soy consciente de que he contraído
una responsabilidad que debo aceptar. Días atrás he comenzado una auténtica
cruzada didáctica, tratando de hacerle comprender que un buen comportamiento
por su parte traería aparejado una mejora en su calidad de vida, lo que creo
que se le ha hecho evidente al cambiarle la cubierta de la cama, y poner en lugar
de un edredón en muy mal estado (no es difícil imaginar por qué), una tabla de
madera sobre la que puede hacer sus cosas sin mayor inconveniente. Sé sin
embargo que esto no ha hecho más que empezar, y que de ahora en adelante deberé
tener previstas alternativas en función de su comportamiento y necesidades.
Ayer sin ir más lejos me llevé un susto de muerte cuando al entrar no la vi
sobre la cama como era lo habitual, sino en el techo, donde al parecer se
sujeta por alguna característica de sus patas que la adhieren con una firmeza
superior a la fuerza de la gravedad. Mi reacción inmediata fue taparme la
cabeza con las manos previendo un ataque que no tuvo lugar, pero que en
cualquier caso me advirtió de que no debería relajar mis defensas. Debo
confesar que siempre me he sentido fascinado por los artrópodos, sobre todo por
su proliferación de patas articuladas, y no digamos nada de su prácticamente
ilimitada cantidad de ojos, que le hacen tener no solo una visión telemétrica
muy precisa sino otra periférica aún superior, que les permiten ver en todas
direcciones. Debo prepararme, en vista de estas cualidades, a aceptar que de
ahora en adelante Arti, así la llamo, se desplace a sus anchas por la
habitación, que yo ya considero la suya, e incluso se muestre más exigente. La
alimentación es posible que dentro de nada se convierta en un verdadero
problema, y acabe exigiéndome seres vivos mayores, tipo gallina o conejo, que a
pesar de su tamaño no le plantearían demasiados problemas, pues siendo aún una
adolescente (lo sé por su color todavía demasiado claro), tiene recursos
suficientes para mandarlos al otro barrio y engullirlos de inmediato: está
creciendo. Me preparo, pues, para unos meses emocionantes, al haberme hecho
cargo de alguien que puede perfectamente desempeñar las funciones del hijo que
no tuve. Me asalta, sin embargo una duda, y es que, siendo yo profesor emérito
de la facultad de Psicología de la Universiodad Complutense en Somosaguas, no
se me escapa que la presencia de esta criatura en mi casa puede ser solo una
alucinación, y tratarse de una metáfora del sexo femenino a domicilio, algo que
encajaría perfectamente con la interpretación ortodoxa de los símbolos según la
escuela junguiana. Quiero que quede claro, sin embargo, que no estoy dispuesto
a tener con ella otras relaciones que las paterno-filiales, por muy agresiva
que se ponga. En cualquier caso, es posible que incluso con dedicación y
entrenamiento, acabemos formando un dúo que anime las tardes de los fines de
semana en el vecindario, ahora que está próxima la primavera y la gente se echa
a la calle después de un invierno especialmente lluvioso y frío. Montaremos un
espectáculo interesante y divertido y seremos para ellos un ejemplo de hasta
donde puede llegar la colaboración entre especies, algo que sin duda satisfaría
al mismísimo Charles Darwin.
martes, 4 de marzo de 2014
TOLDOS
Voy con Amalia
al Auditorio. Hoy no toca la Orquesta Nacional. Se trata de un programa
especial en el que un coro norteamericano canta gospel, un tipo de canción
cristiana evocadora de la vida espiritual y la presencia de Dios en nuestras
vidas. Eso es al menos lo que yo pienso, y como no sé nada de inglés, en el
transcurso del concierto no me entero de mucho más. El coro está compuesto por
unas treinta mujeres negras, que parecen entregarse en cuerpo y alma a sus
composiciones. Lo que más me llama la atención es que todas están muy gordas, y
se parecen como si fueran clones de una primera que no llego a identificar. Se mueven y gesticulan al
unísono, algo que resulta aún más evidente por su parecido, en el que destacan
sus bocas enormes, que cuando se abren dejan ver unas dentaduras casi
perfectas, aunque es posible que solo se trate de una primera impresión, por el
contraste con su piel tan oscura. Amalia me comenta en voz baja entre dos
canciones que hay algo en ello que le resulta desagradable, pero que no puede
precisar de qué se trata. Tiene la impresión de hallarse en una pastelería un
domingo por la tarde después de comer y haber ingerido una docena de pasteles.
Estoy de acuerdo con ella, pero no puedo decirle nada porque un espectador de
la fila de atrás nos chita de forma conminativa. Las gordas del coro, para
terminar cantan una canción que debe hacer alusión a la liberación de los
esclavos de las plantaciones de algodón de Luisiana, momento en el cual, por
razones que no puedo precisar recuerdo la historia del Boabdil abandonando
Granada en 1492 ante el empuje de las tropas cristianas.
Entro en uno de
los escasos baños públicos que aún quedan en la ciudad. No tengo ninguna
necesidad, pero no quiero perderme una experiencia de la que solo suelen
disfrutar la gente de pocos recursos y los pobres, que han aumentado
exponencialmente en los últimos tiempos. La chica de recepción me mira un tanto
sorprendida, y tengo que explicarle que aunque vaya con chaqueta y corbata no
debe llamarse a engaño, porque solo se trata de una forma de enmascaramiento a
la que soy muy proclive dada mi actitud esteticista. No parece muy convencida,
pero acaba dándome una toalla y me ruega que a la salida la deposite en el
cajón correspondiente cerca de la puerta. En las duchas, que son colectivas, y
separadas por sexos, hay una buena cantidad de gente que como es natural antes
de meterse ha dejado la ropa en unas taquillas al efecto. Siento cierto pudor
porque es la primera vez que me muestro desnudo delante de otros hombres. Nada
más entrar tengo la impresión evidente de haberme colado en una cochiquera (los
cerdos de mi tierra son blancos y no tienen mucho pelo). Casi de inmediato no
puedo dejar de fijarme en sus órganos sexuales, que como norma parecen
responder en su tamaño a la siguiente regla, a mayor delgadez, más grande y a
mayor obesidad, más pequeño. Quizás la impresión no es exacta, y para ello
debía hacerse una evaluación relativa entre ambos términos, pero mi moral no
está en esos momentos para tales pormenores. El lugar es amplio, esa es la
verdad, pero todo el mundo parece estar muy atento a sus movimientos para
evitar rozarse con el vecino. En una de las zonas el agua se acumula, supongo
por mala evacuación, y todo el mundo la rehuye pues nada quiere meter los pies
en tal caldo, excepto un tipo con pinta de loco que parece feliz chapoteando
como un niño en un charco. Me doy prisa, y una vez seco echo la toalla en un
cajón que rebosa de ellas a la salida. Me siento un tanto confundido, pues esta
experiencia voluntaria me lleva por un lado a la idea de que después de todo
cada cual tiene lo que se merece, y por otro a la injusticia de un mundo en el
que algunos de sus habitantes dudan cual de los cuartos de baño utilizar cada
día. En homenaje a tal antinomia, una vez en la calle me quito la corbata e intento
evocar algunas escenas de “Acorazado Potemkin y de “Desayuno con diamantes”.
El señor coronel
ha invitado a todos los jefes y oficiales del regimiento a una fiesta en su
casa, dentro de los pabellones residenciales del Acuartelamiento. Según vamos
llegando, se va haciendo cada vez más evidente, estando todos acompañados por
nuestras mujeres, que el espacio va a resultar insuficiente, aunque enseguida
dice que los de menor categoría ocupen la cocina y el office. En total debemos
ser una ochenta personas que no hemos podido quitarnos la ropa de abrigo
(excepto unos cuantos que la han dejado sobre una cama doble, supuestamente la
de los anfitriones). Mi mujer me dice que tiene miedo que el suelo ceda y
aparezcamos todos en el piso de abajo con la cabeza rota, le digo que no se
preocupe, porque es un edificio muy robusto de principios del diecinueve. Ella
reargumenta que en tal caso con más razón, porque entonces las vigas siempre
eran de madera. Le hago caso y con cierto disimulo empiezo a buscar la salida.
Cuando ya estamos a punto de alcanzar las escaleras, oigo nítidamente un
crujido entre la algarabía de voces ajenas a la voracidad de las termitas, lo
que me hace apretar el paso, aunque antes de que los acontecimientos se
precipiten, recuerdo que en hangar debajo de nosotros están colocados los
vehículos de la Unidad con los toldos puestos. Da la casualidad que soy el
capitán de la compañía de transportes.
domingo, 2 de marzo de 2014
PARCHES
Al comenzar a escribir siento que me duele moderadamente la pierna
izquierda a la altura de la pantorrilla. Procuro no pensar en ello y sigo
escribiendo el capítulo de la historia que me traigo entre manos, que trata de
la princesa de Éboli y sus supuestos devaneos con el monarca de la época.
Felipe II al parecer sentía una debilidad especial por ella, debido sin duda a
su parche sobre el ojo derecho que la hacía mucho más interesante, como si de
esa manera ocultara en su interior virtudes que a él le gustaría descubrir. El
dolor de la pierna sin embargo se hace más agudo, como si se tratara de calambres
que van y vienen sin control. Dejo de escribir en unos instantes y respiro
profundamente con objeto de llevar a mis músculos el siguiente mensaje
“relajaos y dejadme seguir”, pero es inútil. No obstante, el intervalo entre
los calambres parece ir espaciándose y me permite continuar, aunque siempre con
el miedo de que en algún momento el dolor se haga insoportable y tenga que ver
al médico. Retomo la historia en el preciso momento que el hijo de Carlos V
intenta levantar el parche para ver el ojo (o lo que queda de él) de la
princesa. Ella se resiste y trata de hacerle ver que en su anatomía hay partes
más interesantes a las que podría venirles bien una visita. El emperador, sin
embargo, no parece estar interesado en lo que considera, llevado por su
acendrada fe católica, una trivialidad. Simplemente no le interesa, y se lo
hace saber con una contundencia que excita aún más a la dama, a la que siempre
le atrajeron los hombres castos y desdeñosos. La pierna sin embargo no parece
mejorar, aunque el dolor agudo se haya convertido en esos momentos en una
sensación difusa que me llega desde el tobillo hasta la rodilla, rótula
incluida. No puedo dejar de pensar que aquella sintomatología puede
corresponderse con una dificultad circulatoria grave, y estoy a punto de
abandonar para ir a Urgencias. Se me
ocurre entonces la idea de que debería transferir a Felipe mi dolencia y así
poder continuar. Lo pongo en práctica de inmediato, y me encuentro escribiendo
que Su Majestad lamentaría mucho que tuvieran que cortarle la pierna por una
posible gangrena, aunque hubiera visto en los últimos tiempos algunos muñones
bastante discretos y con buen aspecto. Además, de tal manera se solucionaría su
problema con la gota que se produce asimismo en el pie de esa extremidad
precisamente. Finalmente la princesa, harta de demoras, ha accedido a que
Felipe le investigue su ojo seco con tal que al hacerlo se motive para otras
aventuras de alcoba, algo no tan sencillo pues el rey parece haberla tomado con
el parche al que contempla con una devoción semejante a la que tendría ante el
Santo Sepulcro, el Gólgota o la Sábana Santa de Milán. La princesa en los
momentos en que el dolor de la pantorrilla de su amante arrecia, se ha
despojado de abrigos, faldas y demás
impedimenta y mira a Felipe con una lascivia impropia de la aristocracia, que,
sin embargo, todo hay que decirlo, viene reproduciéndose con éxito desde la Alta
Edad Media. El rey de España, Portugal, Inglaterra, las Indias, Sicilia y
Nápoles, finalmente cede, y en el año del Señor de 1570 tiene lugar en Sigüenza
un acto privado que de ninguna de las maneras puede ser considerado como unas
Justas Literarias.
ANARQUIAS
En la Academia
Militar se ha declarado la anarquía. Y no lo ha sido por un movimiento desde la
base, sino precisamente desde la jefatura de la misma. Durante el acto de
arriado de la bandera que tiene lugar al ocaso en el Patio de Armas, se ha
leído un manifiesto en el que el Coronel Director hace saber a todos los
integrantes del centro, que a partir de ese momento se instaura en la academia
el estado de libertad absoluta, por lo que cada cual en adelante podrá hacer lo
que le venga en gana pero también deberá apañárselas como pueda. Y para ser más
preciso puntualiza que, de entrada, queda suprimida la cena, por lo que quien
tenga hambre deberá proceder a asaltar los almacenes o a salir a campo abierto
o la ciudad, y obrar en consecuencia. La caza, sin embargo es escasa en los
montes vecinos, los restaurantes están cerrados por huelga y los fusiles y la munición
de los pañoles y los polvorines han sido arrojados al mar, por lo que es
posible que el hambre sea un factor a ser tenido en cuenta. Las bayonetas, sin
embargo, están almacenadas en el pañol de armamento y quien lo desee puede
coger una y hacerse el harakiri o degollar a quien quiera según gustos. A
continuación, el jefe de estudios se ha dirigido a los presentes haciéndoles
saber que están todos aprobados, pues los planes de estudios no respetaban el
ideario ácrata que desde ese momento regirá en el establecimiento. “El esfuerzo
es inversamente proporcional a la libertad”, proclama con una voz que parece
heredada del mismísimo Bakunin, por lo que ruega encarecidamente a todos que
quemen sus libros en una pira que de inmediato va a ser erigida allí mismo con
los de la biblioteca del centro. Para terminar, y una vez que el contramaestre
de guardia ha pegado fuego a la bandera nacional, el Comandante de la Guardia
Militar da tres hurras al príncipe Kropotkin, y ordena a la tropa a su mando
que abra fuego indiscriminado contra los sorprendidos alumnos. De inmediato, y
antes de que tengan tiempo de reaccionar, y posiblemente movidos por un
comprensible temor a la reacción incontrolada del personal a sus órdenes, los
jefes del centro abandonan el lugar con rumbo desconocido en un helicóptero
preparado al efecto con los motores en marcha.
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