domingo, 30 de marzo de 2014

ESPINGARDAS


Al poco de verlos tuve claro por qué les llamaban “los espingardas”. Se trataba de cuatro personas extremadamente delgadas, dos matrimonios, padres e hijos, en los que ninguno de ellos debía bajar del uno ochenta, algo que en este país puede ser considerado una hazaña, teniendo en cuenta que  ninguno de ellos había nacido después de mil novecientos cincuenta. Y los mayores después del veinte, que ya es mucho decir. Aún hoy en día, antropólogos y endocrinos no se ponen de acuerdo en la razón por la que en aquella época los peninsulares apenas sobrepasaban el uno sesenta de media. Había quienes lo achacan a una dieta pobre en vitaminas y excesivamente rica en grasas y féculas, y otros a una compuesta casi exclusivamente de garbanzos, algo reservado según opiniones para la cabaña porcina, que por comer, se come cualquier cosa. No hay que dejar de resaltar, no obstante, que algunos científico librepensadores, son sin embargo de la opinión que tal hecho se debe a la represión sexual debida a la iglesia católica, que durante siglos hizo que los nativos sufrieran una contención maligna de sus fluidos corporales, lo que acababa reprimiendo la expansión fisiológica de su organismo, especialmente de los huesos. Pronto pude darme cuenta que el matrimonio mayor eran los padres de la mujer más joven, que les trataba continuamente de papá y mamá, como si les quisiera mucho o fuera una forma un tanto infantil de reivindicar su rol de hija única. El hombre joven, sin embargo, rehuía todo protocolo y parecía considerarles como a dos amigos, llamándoles por su nombre e incluso por sus diminutivos, lo que no dejaba de resultar chocante, pues en general suele suceder a la inversa. Quizás, en cualquier caso, lo más llamativo de aquella reunión, era  la impresión que causaban aún sin verlos, pues apenas percibidos a cierta distancia, uno tenía la certeza de encontrarse en las inmediaciones de un gallinero, en el que sus integrantes, es decir gallos y gallinas, optasen por cacarear, organizando un galimatías ininteligible. En cualquier caso se puede decir que sus voces estaban en consonancia con su aspecto físico, pues si fueran (en el caso de los caballeros) de tenor, barítono o bajo, hubiera resultado sorprendente. En ellas, sin embargo, sus voces aflautadas no desentonaban de las habituales en muchas mujeres, y por el uso intensivo que hacían de ellas parecería que eran totalmente ignorantes de resultar desagradables, e incluso dando la impresión de estar profundamente satisfechas de las mismas. Afortunadamente poco a poco me fui acostumbrado, y enseguida pude enterarme de lo que decían. Lo más sorprendente fue que la conversación era absolutamente monotemática, centrándose exclusivamente en la comida, que al parecer era lo único que les preocupaba, y que por lo que pude oír, pronto se hizo evidente que tenía algo que ver con su aspecto. El matrimonio mayor, para empezar era partidario de los platos de cuchara, en los que admitía discretamente algunos tropezones que no tuvieran demasiada grasa, y como segundo, pescado blanco o  un filete de ternera a la plancha. De postre, como mucho, una pieza de fruta no excesivamente rica en azúcares. En verano, como primer plato preferían las ensaladas sin huevo ni especie animal alguna, y espárragos, borrajas o espinacas, según los días. Sorprendentemente, para terminar la faena, ambos se ofrecían un café solo con doble ración de azúcar, lo que en su opinión les mantenía despiertos, evitándoles así la siesta, y manteniéndoles con suficiente energía hasta el momento de irse a la cama, nunca más tarde de las diez de la noche en cualquier circunstancia, después de un cacao con una magdalena. El matrimonio joven no era tan escrupuloso en sus gustos, y se dejaba guiar por el peso de lo que comían, para lo que disponían de una pequeña balanza de cocina, a cuyo veredicto se ajustaban con precisión milimétrica. En cualquier caso tenían una tabla detallada con los integrantes habituales de las viandas, en la que se hacía constar sus datos más importantes desde el punto de vista dietético en cuanto a grasas, azúcares, vitaminas, etc. Y sobre todo, el número de calorías. No tomaban dulces, aunque sí doble ración de frutas, sobre todo uvas, y para terminar un té de Darjeeling o un poleo menta. Además les gustaba meterse en la cama prácticamente extenuados, pues poco antes del sándwich vegetal que les servía de cena, solían correr durante una hora por los alrededores de su domicilio, donde algunas malas lenguas al verlos pasar, solían prevenir: “ahí viene los escurridos”. Quizás este sea el momento de añadir que no tenían descendencia, algo que dado lo aquí expuesto, parecerá plenamente coherente, dado que la energía no es ilimitada.  Como es natural, estos detalles no se me hicieron evidentes entonces, sino que fui informado de los mismos por José, el propietario del local, una vez que le hice saber mi sorpresa por  el aspecto de aquellas personas y los temas tratados en su conversación. Respecto a él mismo, cabe añadir aquí que se trata de alguien al que conozco desde tiempo inmemorial, y del que es de destacar, aparte de su bonhomía y buenas maneras, que es un tipo bajo y rechoncho cuyo peso supera los cien kilos, algo que no solo justifica lo dicho más arriba, sino también, en relación a la familia de la que hemos hablado, el hecho de que aquel establecimiento se llamase “El contrapunto”.

miércoles, 26 de marzo de 2014

MÉDICOS


Cuando subí al estrado para pronunciar la conferencia mi mente se quedó en blanco, y fallaron todas las argucias que había previsto para la situación, pues no me avergüenza confesar que cuando la preparaba me pareció de lo más natural que tal cosa llegara a sucederme. Me preparé, pues, para improvisar ante la nutrida audiencia un discurso tal y como me llegaba a la boca, que en aquellos instantes parecía tener poco que ver con lo que sucedía en mi cabeza. “Me he quedado en blanco” fue mi primera expresión, lo que para mi sorpresa, fue acogido con alborozo y hasta con un íntimo regocijo, según pude colegir de la expresión del rostro de los asistentes. Me di entonces cuenta de que mi comienzo había sido un éxito absoluto, y que por lo tanto podía seguir improvisando sin tener para nada en cuenta lo que les decía. Era evidente que se trataba de un grupo de entusiastas a los que les traía sin cuidado la coherencia de lo que pudiera decir, y que solo estaban allí para ver al triunfador del último premio literario. Aproveché la coyuntura para callarme durante más de un minuto, mirándoles fijamente como si estuviera pensando algo profundo de lo que quería hacerles partícipes. Pero lo cierto es que a pesar de mi éxito inicial, otra vez me sentía absolutamente en blanco, por lo que en esta ocasión opté por lanzarles una buena tanda de los ejemplares que tenía sobre la mesa, que tratándose de volúmenes de tamaño más que discreto, estaba seguro que me perdonarían en caso de impacto. Como es natural se armó un pequeño revuelo, pues la gente, y aquello era una demostración más, está dispuesta a dejarse los cuernos por cualquier cosa siempre que sea gratis. Comoquiera que sea, esa segunda acción fue también un éxito, y durante varios minutos la sala fue una algarabía de voces y expresiones entre las que destacaba sobre todo una: mío, mío. Luego, cuando empezó a hacerse de nuevo el silencio, y mi perplejidad estaba a punto de hacerse de nuevo evidente, recurrí a lanzarles de nuevo otra tanda, con lo que me quedaba sin ejemplares para la venta, prevista a la finalización del acto. Incluso les lancé algunos folletos de revistas médicas que tenía a mano, sin duda olvidadas por los bedeles que prepararon el acto. Aquí debo aclarar que yo era médico y que la conferencia se desarrollaba en el salón de actos del Colegio de Médicos de la capital, lo que hacía comprensible su olvido en una esquina del estrado. El moderador logró finalmente acallar el escándalo, a pesar de los codazos que le propiné por debajo de la mesa tratando de hacerle ver que no lo hiciera, momento en el que se me tuve claro que ya no me quedaban otras estratagemas para librarme del enfrentamiento con aquel público, que sin embargo parecía prestarse a cualquier cosa, como si de hecho más que asistir a una conferencia, estuviera esperando que el circo continuara y salieran los payasos. Finalmente tuve que recurrir a aparentar un colapso, desmayándome aparatosamente y haciendo caer conmigo al suelo la silla sobre la que me sentaba, no sin antes dar un manotazo a la jarra del agua que se vertió sobre la mesa, estrellándose a continuación sobre el suelo haciéndose añicos. Luego solo recuerdo un griterío ensordecedor, que antes de perder el conocimiento de verdad, consideré como una muestra de agradecimiento de aquel colectivo incondicional ante el último premio del concurso nacional de escritores médicos.

HORMONAS


He dejado de luchar con mis hormonas. El otro día el urólogo me confirmó que no llegaba al nivel mínimo de testosterona, proponiéndome unas inyecciones que lo devolvería al habitual para mi edad, y si quería, al que puede tener un chico de veinte años, mediante un nuevo sistema en pruebas para gente en apuros. Y me puso algunos ejemplos, como el deseo de paternidad en la edad madura, pero le dije que no, que ya soy abuelo y no me interesaba nada volverme a reproducir para que mis nuevos hijos tuvieran la impresión de haber sido engendrados por su abuelo en cuanto crecieran un poco. No merecía la pena. Ni eso ni que mi mujer se acordase de mí con la ternura con la que es natural acordarse de un venerable anciano que le deja una buena parte de su herencia, de la que sin duda disfrutará con el nuevo varón que acabará conociendo no pasado demasiado tiempo de mi óbito. Trato pues de ver a mi esposa como a una niña que todavía tiene que aprender muchas cosas de la vida, y en ese sentido no me importa ser considerado como un Pygmalión, personaje que a pesar de su enorme éxito literario y cinematográfico, es todavía contemplado con más aprensión que envidia, como una especie de diablo viejo que se ha metido donde no le correspondía. Porque, si hemos de ser sinceros, lo cierto es que a la gente que pasa de determinada edad, y no quiero aquí hacer precisiones que a nadie escapan, se la empieza a considerar como objetos decorativos en el mejor de los casos, o pura y simplemente como a estorbos que ya tardan demasiado en quitarse de en medio. Lo acepto, ya que después de todo, mis niveles deficitarios como dije más arriba, no hacen sino confirmar esta idea. De esta manera me siento absolutamente al margen de la teoría de la evolución de las especies, y ocupo así un lugar distinguido y casi aristocrático, puesto que después de todo, los que todavía andan bregando con el asunto, son poco más que las tortugas y los pinzones de los galápagos, aún implicados en la misma. Anita es una bella emigrante que empezó viniendo a casa para adecentarla un poco una vez a la semana, y finalmente se ha quedado definitivamente, sin que ello quiera decir que haya dejado de hacerlo, pues una de las condiciones que le puse cuando decidimos casarnos, fue que independientemente de otros menesteres  a los que tenía derecho como pareja, no debía olvidarse de los rudimentos que la trajeron hasta aquí. Es una chica encantadora con todo el encanto de las mujeres del trópico y con un afán sincero de aprender todo lo que le pueda enseñar. En ese sentido media hora dos veces por semana las dedicamos a la literatura, de la que si debo decir la verdad estaba totalmente pez. Para ella, la literatura era todo aquello que estuviera escrito. Los periódicos, por ejemplo, sin que con ello yo quiera rebajar la calidad de algunos artículos, por cierto. También dos veces por semana pasamos un buen rato tratando de que aprenda los fundamentos de la aritmética, pues hasta ahora para contar, cosa que apenas sabía hacer, tenía que echar mano de sus dedos (de la mano, claro está), y determinadas magnitudes, como bien se puede comprender, escapaban a su cálculo o tenía que pasar un buen rato hasta llegar a ellas. A partir de la multiplicación, ni idea claro está, algo que la pobre ha podido justificar alegando que su familia vivía en una aldea muy apartada, donde no había ni maestra. Poco después un alma benemérita, de la cree recordar  que llevaba sotana, logró rescatarla, llevarla a la civilización y traérsela a la península, donde pronto pudo prosperar a través de diversas actividades para las que no se necesitaban en absoluto las matemáticas. Fregar escaleras fue una de ellas, pero seguro que no la única. En cualquier caso, cuando después de conocernos comencé con ella mi actividad pedagógica y la vestí como a una señorita del centro de la capital, nadie diría viéndola entonces, que apenas un año atrás vivía como quien dice en la selva. Los fines de semana, días que reservamos para la holganza total y en los que suelo llevarla a conocer los pueblos de los alrededores, sobre todo de la sierra, trato de hacerle comprender los conceptos fundamentales de la filosofía, y hasta ahora he podido hablarlas sin meterme en profundidades de Platón y Aristóteles. Del primero le entusiasma el asunto de la cueva y la teoría de las ideas subsiguiente, y con ello no quiero decir que entienda nada en absoluto, pero le gusta la imagen de unos seres metidos de espaldas a la entrada y la luz del sol. Le parece algo plásticamente muy bonito y no quiere saber nada más. Yo me conformo porque comprendo que no es fácil que comprenda que, por ejemplo, un caballo es algo irreal y que lo verdaderamente real es “la caballidad”, sobre todo porque ella quisiera saber con precisión donde se encuentra tal cosa, y soy incapaz de explicárselo. De hecho, y para ser sinceros, yo tampoco lo sé. De Aristóteles le gusta el nombre, del que dice que en su país existía un futbolista que se llamaba así y que era muy famoso, aunque yo creo que se equivoca y que se refiere a Sócrates, algo con lo que transijo sin mayores detalles, pues después de todo ambos formaban parte del mismo equipo en la Grecia antigua. Lo de las siete esferas de cristal con estrellas rodeando la Tierra es lo que verdaderamente la maravilla.  Después de lo dicho espero que se entienda que mi porcentaje hormonal me tenga sin cuidado, cuando después de estas clases percibo en los ojos de esta bella criatura un agradecimiento que me compensa de todos los orgasmos fallidos en el tálamo marital. Tiempo habrá más adelante me digo, y quien sabe si el día menos pensado llevado de la satisfacción intelectual que mi papel me permite, se produce el milagro y tengo que decirle al doctor que por mecanismos muy alejados de la farmacopea y la ortodoxia médica, he llegado a una situación equiparable a la de un joven atleta en su noche de bodas. Tengo puestas mis esperanzas en la raíz cuadrada y las mónadas de Leibniz, para lo que no falta mucho tiempo. Entonces hablaremos.

jueves, 20 de marzo de 2014

ABONOS

Emeterio siempre tuvo muy buena fama en la urbanización de El Tomillar, cerca de Majadahonda, en las afueras de Madrid. Era el jardinero de la zona, y se retiró ya muy mayor para descansar y pasar sus últimos días en Torrelabraña, un pueblito de Jaén lindando con Granada, donde tenía una finca con algunos olivos de la que se ocupaban sus hijos. Su situación era un tanto sorprendente, puesto parecería lógico que se hubiera quedado allí con su familia, pero  razones que nunca supo explicar con precisión, le decidieron a venirse a la capital. De hecho, quienes le conocían se lo hacían ver con frecuencia, aunque sin insistir demasiado, pues estaban muy contentos con su trabajo, y la urbanización presumía de tener los mejores rosales en muchos kilómetros a la redonda, algo que siempre se lo atribuyeron a él por los especiales cuidados que les prodigaba. Ese era sin duda uno de los motivos que le habían decidido a quedarse en Madrid, su amor a las flores, que podía realizarse con mucha mayor facilidad allí que en su tierra, donde apenas habría lugar para un macizo entre el olivar y una huerta de árboles frutales también de su propiedad. Por otro lado, la vida de Emeterio era un auténtico misterio para los propietarios de la urbanización y sus propios hijos, que jamás le visitaban, aunque al parecer él lo hacía un par de veces al año, por Navidad y en verano, como suele ser preceptivo en las familias separadas. Había enviudado muy joven, y se comentaba que aquel hecho le había marcado de por vida, pues nadie le había visto jamás acompañado de otra mujer, algo que a pesar de ser extraño cuando era aún un hombre joven, era sin embargo muy valorado por los vecinos de la urbanización, sobre todo por las mujeres, para las que un amor único y definitivo es la prueba definitiva de la bonhomía de un varón. Al parecer, una vez que Emeterio terminaba su trabajo hacia las seis de la tarde, desaparecía sin dejar rastro, aunque había quienes le ubicaban en la zona sur de Madrid en un piso de protección oficial en propiedad, al que había accedido echando mano de sus magros ahorros. Claro que había también quien aseguraba que había sido visto entre Carabanchel Alto y Villaverde en compañía de ciertas amistades de dudosa reputación, algo que sin embargo no era tenido en cuenta por la mayoría, que lo consideraban un hombre probo, austero y de pocas alegrías. Incluso corrió el rumor un verano especialmente tórrido que se brindaba mucho a la fantasía, de que llevaba una doble vida y que regentaba algunos locales de alterne de medio pelo, algo sin embargo nunca probado a pesar de que algunos inspeccionaron algunos de los más conocidos en la salida de la carretera de Barcelona. En cualquier caso, era un hombre misterioso del que lo único que se podía afirmar con total seguridad era su gran calidad como jardinero, capaz de hacer crecer las plantas de los jardines de la urbanización de una forma fuera de lo común, teniendo en cuenta que la tierra de la zona, compuesta por calizas y arenas de baja calidad según aseguraban los expertos, no era especialmente agraciada, lo que no era óbice para que, sin embargo, las rosas, como ya se dijo, pero también las dalias, las azaleas y las hortensias, por nombrar solo a unas pocas, brotaran con una belleza y pujanza un tanto inexplicable. Desgraciadamente la fama de Emeterio sufrió un brusco cambio el pasado otoño, al poco de que llegara la noticia de su defunción en tierras andaluzas. Después de unas lluvias violentas que clausuraron definitivamente el verano a finales de Septiembre, uno de los vecinos pudo observar que justo en el punto en el que el tallo de un rosal surgía de la tierra, se hacía ver algo que una vez extraido resultó ser la tupida cabellera de la calavera de una mujer que en el momento del óbito apenas contaba cuarenta años. Los hechos se precipitaron, y en un mes se supo que el bueno de Emeterio resultó ser un asesino en serie muy buscado durante varios años y cuyo caso había caido en el olvido, al ser la policía incapaz de dar con él. Además de una docena de cadáveres, la investigación y los trabajos posteriores sacaron a la luz no menos de treinta fetos, de los que al parecer el misterioso jardinero se surtía para abono entre los desperdicios de una maternidad de los alrededores. Como era de esperar la fama de Emeterio cayó en picado y hubo quienes abandonaron el lugar al poco tiempo, aunque se sabe que a pesar de todo otros se trasladaron a Torrelabraña para dar a sus hijos su más sentido pésame.                          

DORNAS


Por razones que me son ajenas o que en todo caso desconozco, soy al parecer una persona dotada para los descubrimientos. No quiero con ello decir que sea un investigador al uso, volcado sobre su microscopio y sus probetas y pipetas. Ni tampoco un explorador del cosmos asomado las noches más oscuras al firmamento en busca de nuevas galaxias, estrellas o cualquiera de los artefactos que suelen aparecer allí arriba con frecuencia. Ni siquiera un explorador de territorios selváticos ni de cumbres inaccesibles o mares desconocidos y procelosos. Nada de eso. De hecho soy un hombre común con ciertas aficiones marineras por motivos familiares, que de vez en cuando hace pequeñas singladuras nunca muy lejos de la costa, pero que por algún motivo es testigo de fenómenos que tienen mucho de fantasioso, como una película de Walt Disney, por mencionar a alguien que no solo se explayó a gusto con el Pato Donald y Mickey Mouse, sino que hace ya años espera amojamado en su sarcófago para resucitar al final de los tiempos. Resulta, yendo al caso que nos ocupa, que no hace más de tres meses descubrí cerca de la isla gallega de Ons, otra que surgió ante mí como por ensalmo, cuando navegaba con total indolencia una tarde de finales de verano, época en que la mar se encrespa y las grandes mareas empiezan a ser algo más que una amenaza.  Mi embarcación era una dorna medio desvencijada con la que me atreví a salir, dada la bonanza de la tarde, aunque tenía con frecuencia que emplearme a fondo para achicar el agua  que se filtraba desde la quilla. De repente, como si fuera una aparición (que lo fue), surgió del mar a algo más de una milla frente a mí, un enorme peñasco con gran aparato sonoro, que posiblemente hizo pensar a los habitantes de la ría que la tormenta se estaba echando encima. Pero nada de eso. Se trataba del nacimiento de un islote que de inmediato supuse sería debido a una erupción volcánica, y que pronto daría lugar a un terremoto, algo que sin embargo no se produjo, pues, por el contrario, poco después de la aparición el mar se quedó liso como un plato, y cobró los matices misteriosos que en ocasiones tiene de amanecida. Movido por la curiosidad, decidí acercarme para ver  aquella maravilla, que sin embargo, parecía haber dejado indolente a todo el mundo, incluidos el Instituto Nacional de Sismografía y el Servicio Meteorológico Nacional. Mi sorpresa fue mayúscula cuando ya unos escasos doscientos metros de su costa, pude apreciar con toda claridad un pequeño puerto y tras él una aldea que incluía, si mis ojos no me engañaban, un edificio neoclásico que debía ser el ayuntamiento, pues estaba coronado con algunas banderas, y no muy lejos una iglesia con torre y espadaña, donde se hacía evidente un enorme nido de cigüeñas con dos ejemplares magníficos, que de crías no tenían nada. El lugar parecía desierto, pero al poco de desembarcar, de las casas que rodeaban al muelle salieron numerosos grupos de personas, que sin hacerme ningún caso se instalaron casi de inmediato en una plaza en donde parecían confluir varias calles desde interior de la población. Todos iban ataviados con trajes regionales cuya procedencia no pude precisar, pues algunos, por sus colores sobrios y telas gruesas, parecían del norte de la península, y otros más ligeros y coloridos, podrían asemejarse a los andaluces. Picado por la curiosidad, me senté en un banco de piedra de las inmediaciones y me dispuse a pasar un buen rato, pendiente de la hora para regresar antes de la anochecida. Para mi sorpresa, sus integrantes, sin abrir la boca, se pusieron a bailar al son de una gaita, una danza que de entrada me pareció una mezcla de jota y muñeira, lo que me hizo pensar de inmediato en la presencia de aragoneses en aquel lugar, algo sorprendente estando como estábamos en las proximidades de Vigo. Al terminar todos se reunieron en una esquina y parecieron departir durante un buen rato sobre algunos temas que les debían tener muy interesados, pues en ningún momento me miraron ni se dirigieron a mí para nada, lo que me hizo pensar en la posibilidad de que para ellos quizás yo fuera transparente. Preocupado por esta súbita sospecha traté de comprobar si mis extremidades permitían el paso de la luz a través de ellas, algo que no sucedió pero que  tampoco alejó mis dudas, pues quizás la evolución les había dotado de un sistema de visión diferente. Permanecí allí el tiempo justo para volver a la dorna y poner rumbo a casa, lo que no me impidió comprobar la versatilidad de aquellos grupos, que, esta vez, acompañados del tañido lastimero de la gaita, entonaron a coro algunas canciones con reminiscencias de fado y seguiriya, por extraño que parezca. Ya en el mar con la vela desplegada, me consideré un afortunado, aunque dados mis antecedentes, dudé que alguien fuera a creerme. Tiempo atrás me había pasado algo parecido al contarles la aparición súbita de un remolino, que me había sumergido en las profundidades del mar con embarcación y todo, en lo que entonces consideré como la variante marítima de un agujero negro. Quizás su actual falta de fe en mí proviene del hecho de que fui incapaz de explicarles como había salido del mismo, y regresado a Bueu con un aspecto, al parecer, demasiado saludable para provenir de una singularidad cósmica de densidad infinita.

miércoles, 19 de marzo de 2014

CEREBROS


1)     El cuerpo humano es un sistema dirigido y coordinado por el cerebro, sin el cual no podría funcionar. Al menos no podría hacerlo tal y como sabemos, aunque sí podría hacerlo como una secuoya, que no lo tiene. Siendo pues el cerebro la parte más importante de ese sistema, es lógico suponer que podría prescindir de las otras y dedicarse en exclusiva a sí mismo, pero tal cosa no tendría demasiado sentido, pues ha sido construido precisamente para controlarlas (órganos y subsistemas que dependen de él, uno de los cuales sería la mente). Suponer un cerebro aislado sin ninguna finalidad sería tan absurdo como imaginar un motor en marcha sin otras conexiones en el desierto o la tundra, por poner un ejemplo. Pero no solo eso, pues como se sabe, el cerebro es un órgano sumamente plástico que se modifica a sí mismo en función de las necesidades que los sistemas dependientes de él requieran, algo así como si la necesidad de carburante de un vehículo para subir una pendiente pudiera modificar las características del motor que lo propulsa. Un cerebro sin otros órganos, sería en buena medida un cerebro fosilizado. Hasta ahí lo extraordinario del cerebro: siendo lo principal, no tiene sentido por sí solo. O lo que es lo mismo, solo la existencia de otros órganos o subsistemas se lo dan.

2)     El cuerpo social sobrevive gracias a diversas herramientas, que a lo largo del tiempo se han decantado en dos principales, el capital y el trabajo. El capital es una creación estrictamente humana –un artificio- y viene a ser el equivalente del valor (habitualmente expresado en dinero) que sus integrantes dan a determinadas objetos (el oro, verbigracia), y sirve como moneda de cambio. El trabajo es la capacidad de los integrantes de dicho cuerpo social para realizar las funciones necesarias para la supervivencia y la prosperidad del grupo. Con el tiempo, el primero de ambos factores se ha impuesto, y no siendo más que una metáfora de otra cosa, incluso del trabajo, se ha concretado en un valor, que normalmente se expresa en forma de dinero. Este, por lo tanto, se ha convertido en el corazón del sistema económico, de tal manera que sin él, la posibilidad de trabajar sería mínima, aunque al igual que el cerebro en 1), sin trabajo tendría poco sentido. El capital solo es valioso en la medida que sirve para crear riqueza, y sin trabajo tal cosa no es posible. O lo que es lo mismo, sólo el trabajo (a) da valor al capital. El problema, sin embargo, es que en la actualidad en el sistema que se ha creado, solo este último parece ser el creador de riqueza, mientras el trabajo es algo subsidiario, cuando lo cierto es que sin él, el capital no es nada. Robinson Crusoe en una isla desierta con un cofre lleno de monedas de oro o de diamantes salvados del naufragio, podría tranquilamente morir de inanición (a no ser que fuera capaz de comer tan nobles materiales) si no fuera capaz de subirse a los árboles para coger nidos, o de cazar ciertos vertebrados o de pescar en la playa. ¿Cómo se ha llegado pues a esta situación en una sociedad en la que los menos hábiles (o no) pueden ser los más afortunados, a poco que tengan un capital del que los verdaderos expertos (o no) podrían carecer? Esa es la gran paradoja de nuestros días: aquello (b) que sirvió para facilitar el intercambio, aunque por sí mismo sea inútil, se ha adueñado del escenario. A pesar de todo, quizás esto no sea tan extraño en la medida que en nuestras vidas con frecuencia son las metáforas, es decir lo irreal, quienes toman la delantera.

 

(a) Y como en 1), puede modificarlo.

 

(b)  Llámese como se quiera, capital del trabajo o capital financiero.

 

    

miércoles, 12 de marzo de 2014

CERRADURAS


En mí son fundamentales los despertares. Hasta tal punto, que después de años de observación, puedo afirmar que me condicionan el resto del día. Esta situación ha hecho que al cabo del tiempo, en más ocasiones de las que me hubiese gustado, haya decidido no levantarme e incluso volverme a dormir a la espera de un momento más propicio, algo que con frecuencia no sucede, lo que no es un obstáculo para que me quede todo el día en la cama. Podría parecer que esto supone una pérdida de tiempo importante o una grave irresponsabilidad, pero antes de seguir adelante debo aclarar que solo dependo de mí mismo, y que por lo tanto, solo yo regulo mi trabajo y mis horas de asueto. Por otro lado, cuando esto me sucede, suelo organizar actividades que compensen mi inacción, especialmente una tabla reducida de gimnasia, y ejercicios para las piernas tipo bicicleta. Pero me dedico más a ocupaciones intelectuales, entre las que sobresalen los ejercicios para mantener la memoria, que voy anotando en un cuaderno que tengo a mano. Por poner un ejemplo, ayer, que fue uno de esos días, me esforcé en recordar todo lo que tuviera que ver con el bachillerato, lo que hoy llaman pomposamente estudios secundarios. Para empezar dividí aquella época en diversas categorías, y empecé a trabajar tratando de recordar quienes fueron mis compañeros. Suelo proceder con toda meticulosidad, en plan casi matemático, y  ayer aunque después de un buen rato lo conseguí, me costó un trabajo ímprobo, pues mi mente una y otra vez me conducía a tres de ellos, que por unas u otras razones debieron tener su importancia. En la primera mi mente me ponía delante de los ojos a un tipo que se llamaba Lino Espino, que durante un buen rato se obstinaba en sacar la polla por debajo del pantalón y exponerla a los presentes para general regocijo (téngase en cuenta que por entonces hasta los quince años prácticamente ninguno llevábamos pantalón largo, y la operación era muy sencilla). El segundo personaje era Bendito, un chaval listo con una dentadura perfecta pero que parecía de mentira, algo que nunca me atreví a preguntarle. Su principal característica, aparte de esta, que no sé si luego pudo explotar en Hollywood, era que en clase de gimnasia, cuando saltábamos el plinto, lo embestía una y otra vez con la cabeza hasta que lo desarmaba. El último de ellos era un individuo que siendo sin duda de nuestra edad, todos considerábamos como nuestro padre. Era muy alto, delgado, renegrido y con pinta de viejo, que se pasaba buena parte del tiempo soltando discursos y explotándose las espinillas que cubrían su rostro como si fuera una chumbera. Luego me vinieron a la cabeza muchos otros de los que solo recordaba por algún detalle significativo o especial, como Ricardo Salmones, obsesionado por su aspecto físico, y que en cuanto podía posaba haciendo figuritas tratando de calibrar la musculatura de sus bíceps, y en ocasiones peinándose, según  donde la cogiera el arrebato. En otros momentos, cuando no se me ocurre nada, intento en un primer momento forzarme y llevar a la cabeza cualquier asunto por intranscendente que pueda parecer sin buscar nada especial ni  provocar su llegada. No siempre ocurre, esa es la verdad, y a veces  mi mente se queda en blanco, desimplicada de cualquier cosa digna de ser puesta aquí por escrito. Son momentos de raras ensoñaciones en las que mi pensamiento se pasea por lo más inmediato que me rodea, a lo que trato de ver como una novedad, una especie de aparición que, sin embargo, podía llevar años colgando de la pared o sobre las estanterías en forma de cuadro o figura decorativa. Ayer, sin ir más lejos, me fijé en dos estatuillas de bronce de una especie de guerreros africanos, altísimos y muy delgados, con unas lanzas que apoyan en el suelo, de los que a pesar de su hieratismo yo adjudicaba un carácter belicoso, algo que contradice la impresión general, que se suele suponer a los combatientes, con un cuerpo en tensión dispuesto para la lucha. Quizás solo sea una impresión personal que debo revisar. Otras veces, cuando se me acaba todas las estrategias para no sestear hasta la hora de la comida, adopto lo que llamo una “actitud de pasividad creativa”, mediante la ejercitación sostenida del pranayama, que en algunas ocasiones me conduce a lugares singulares y en otras a otros decepcionantes, en las que mi mente solo es capaz de crear visiones caleidoscópicas en el sentido más banal del término, ya que estoy bastante harto de esas figuritas que cambian de forma y color según damos vueltas al inevitable canuto. Lo empleó mi madre cuando éramos niños para introducirnos en el concepto de “maravilloso”, algo que con los años veo bastante discutible. Mamá era una mujer culta y muy didáctica, aunque su hobby principal era la poesía, sobre todo la de Holderlin y William Wordsworth, en alemán e inglés, que ella apenas entendía, pero de los que destacaba su musicalidad. Era muy original, y espero que el hecho de que acabara sus días en una Casa de Salud no tuviera demasiado que ver con sus opiniones. En los días en los que finalmente decido no levantarme, mi mujer me viene a ver de vez en cuando  tratando de motivarme para que lo haga, aunque sabe que es una batalla perdida, pero no puede evitar tener que hacerlo o no se le ocurre otra cosa. Es bastante introvertida y ha sido muy buena persona conmigo a lo largo de la vida, pues lo que acabo de contar es solo una de mis múltiples manías. Verdaderamente no sé como no me abandonó hace ya mucho tiempo al darse cuenta que se había casado con alguien muy diferente de la persona que había imaginado. Elisa me da bastante pena, para qué voy a decir otra cosa, me parece una ancianita que tiene tanto de enternecedor como estrictamente de vieja, por lo que en ocasiones me asusto, pues supongo que yo no estoy mejor que ella. Verdaderamente lo ignoro, porque ya hace muchos años que no me miro al espejo, y en todo caso me veo de lejos, ya que para afeitarme lo hago con maquinilla eléctrica sentado en el sofá y comprobando con la yema de los dedos la calidad del apurado. Esos días como poca cosa, y desde luego nada que pudiera causar una hecatombe en las horas siguientes, como serían las legumbres y las féculas de todo tipo, lo que no impide que a la hora de la siesta cumpla rigurosamente el protocolo que se le supone. Cuando me despierto suelen ser ya las seis pasadas, momento en el que Elisa se sienta a mi lado en una banqueta que trae de la cocina, e intenta ponerme al día de la situación y actividades de nuestros seis hijos, algo de lo que estoy perfectamente al corriente teniendo en cuenta que estas charlas no bajan de tres o cuatro al mes. Asisto pues a la retahíla de detalles con resignación, ya que es inútil recurrir a maniobras evasivas, se las conoce todas y  disfruta sorteándolas y haciéndome ver que en esos momentos es ella la que tiene la sartén por el mango. El resto del día carece de importancia, y suele ser la repetición de lo vivido por la mañana con pequeñas variantes; hacia las diez, después de un caldo o algo parecido, intento leer algo con el invariable objetivo de dormirme lo antes posible, o intento hacer un autodefinido mientras oigo que mi mujer sigue trajinando por la casa con faenas de las que nunca llegaré a enterarme totalmente, aunque uno de sus entretenimientos habituales suele ser cambiar los cachivaches de sitio, con la idea de que al día siguiente todo será diferente. Y claro que puede serlo, pues lo que no ha quedado claro es que de manera habitual yo no soy el hombre que ha quedado aquí reflejado sino todo lo contrario. En cualquier caso pienso que la actitud de Elisa es síntoma de una gran soledad por más que se empeñe en que la vida es bella y el porvenir radiante, pensando sin duda en los nietos, que, sin embargo, pronto empezarán a decir que chochea, claro que a mí no hay que hacerme demasiado caso porque aparte de empezar a hacerlo yo también, tengo una capacidad casi congénita para amargarle la vida a quien tenga al lado. Como decía, más arriba, sin embargo yo no soy esa persona deprimida y un tanto inútil que ha podido parecer, sino que cuando me encuentro en forma y el despertar me ha sido benévolo, soy un hombre cargado de energía hasta el punto que pocos dudarían que fuí un niño hiperactivo mal tratado. Debe ser eso, pues la verdad es que los días que dedico al trabajo, y son casi todos a excepción de los ya mencionados, me dedico a hacerlo con un furor más propio de un partido de tenis a cinco sets con tie-break en el quinto. Tengo una cadena de Ferreterías en la capital a las que me he dedicado toda mi vida, pues empecé con mi padre después del instituto, el propietario, siendo un crío, y ya hace cuarenta años que la llevo yo solo, siendo hijo único y habiendo fallecido él muy joven por un infarto en la tribuna del Calderón. No podía admitir que el Madrid fuese superior y acabó pagándolo de mala manera. Mi función principal en las ferreterías consiste como es natural en estar al corriente de su estado financiero, pero sobre todo, en comprobar una y otra vez el estado de su intendencia y productos a la venta, pues siempre he tenido la impresión de que mis empleados me sisan mercancía (valga la expresión), y no porque realmente les sirva para algo sino para darme en las narices y mortificarme, como una venganza personal y ruin sobre el mundo capitalista y en concreto de mi mismo, que soy allí su representante. En ocasiones, mantengo con alguno de ellos largas conversaciones sobre el binomio capital-trabajo, en el que me dicen que nuestra sociedad se ha decantado por el primero dejando a los trabajadores que se deslomen inútilmente, porque nunca irán demasiado lejos. Yo suelo responderles que se equivocan, y que en todo caso, ya los rusos intentaron darle la vuelta a la tortilla inútilmente y con peores resultados. Estas discusiones suelen terminar como el rosario de la aurora, y hay quien incluso me levanta la voz y acaba llamándome explotador y fascista, momento en el que les amenazo con romper la baraja y montarles un ERE. Entonces se callan y yo me dedico a mi afición favorita: contar minuciosamente todo el cargo de las ferreterías, de la “a” a la “z”. Por ejemplo: anclajes, arandelas, antirrobos, pasando por caballetes, cerraduras, conteras, cuñas, manillas, pomos, tacos, tuercas, herrajes, filtros, tendederos, rejillas, perchas, hembrillas, tiradores, picaportes, pasadores, pistillos, varillas y muchos otros. Desgraciadamente en la “z” no encuentro ninguno. Así pues mi vida no es tan monótona como pudiera parecer, y entre unos días y otros tengo el tiempo suficiente para calibrarlo y darme cuenta que después de todo, con las salvedades mencionadas, soy un afortunado. Sigo la tradición paterna y soy socio de número del club de la ribera del Manzanares, que en los últimos tiempos parece volver por sus fueros. En cuanto a mis empleados, les dejo que se desfoguen, pues siempre creí que el derecho al pataleo es la característica principal de un sistema democrático. Estoy seguro que lo único que verdaderamente les jode es que acuda al trabajo con chaqueta, corbata de seda y con unos zapatos carísimos de cuero, que si por un lado me mantienen con los pies en el suelo, por otro no dejan de ser vistos por ellos con una envidia muy típica de las clases resentidas. Yo soy así de chulo. Que le vamos a hacer.

sábado, 8 de marzo de 2014

FLUCTUACIONES


Las fluctuaciones cuánticas del vacío parecen estar en el principio del universo, ser su origen. Eso que quede claro para quien no sea aficionado a la cosmología, y se interrogue por las mañanas el por qué existe algo en lugar de nada. Y no es una broma, porque esa y no otra suele ser la pregunta que se hacen la mayoría de las personas poco antes de lavarse los dientes. Al menos tal es la opinión de varios libros de divulgación científica que han sido publicados últimamente. Quizás no sea ese su caso, pero de ser así, tal cosa solo supondría que usted está en el porcentaje menor de una opinión mayoritaria en el otro sentido. Puede que llevado por la curiosidad que esta cuestión le suscite, pregunte a sus allegados y vecinos su parecer al respecto. Pero no se fíe si su respuesta coincide con la suya, y le hace suponer que estamos ante una tomadura de pelo, una falta apreciación o incluso a un mal empleo de la estadística, porque lo que hay que añadir casi de inmediato, es que tal pensamiento, según nos cuentan, en la mayor parte de los casos es inconsciente, y por lo tanto ajeno a su conocimiento de facto. Habría que consultar a Sigmund Freud, algo imposible por haber fallecido hace tiempo, o en todo caso leerse sus obras completas, a lo que desde aquí le animo, al estar editadas por Espasa Calpe, la editorial española más prestigiosa, con la que me honraría en colaborar. Si con ello no fuera suficiente, podría realizar un  psicoanálisis ortodoxo y llegar usted mismo a la conclusión mencionada más arriba. Le damos no obstante un dato que le hará sospechar que algo de verdad debe haber en el asunto. Se trata de esos pasos titubeantes que da hacia el cuarto de baño nada más poner los pies en el suelo, y  las cavilaciones que ya desde entonces parecen apremiarle. No se engañe suponiendo que solo se trata de las pequeñas preocupaciones diarias o del deceso de un pariente cercano días atrás: eso son minucias comparadas con la inquietud metafísica persistente en su fuero interno, aunque usted lo desconozca. Esperamos sus noticias que corroboren la hipótesis mencionada al principio, o que en su lugar nos haga llegar su opinión, siempre que no se trate del huevo cósmico, teoría a estas alturas totalmente desprestigiada.

 

Una mañana hace poco más de un mes al abrir la puerta de la habitación del fondo, que habitualmente tengo cerrada, me encontré con una araña enorme tranquilamente instalada en la cama. Se trata de un lugar que no suelo utilizar y en donde esporádicamente acojo a algún familiar de paso o ciertas amistades con problemas y dificultades para pernoctar en otro lado. La araña, volviendo al tema que nos ocupa, en un principio me asusto e hizo pensar en las famosas viudas negras, pero pocos horas después, cuando me armé de valor después de consultar wikipedia, llegué a la conclusión de que se trataba de una tarántula, grande y peluda, más espectacular que otra cosa, pero en cualquier caso venenosa, y de la que había que evitar a toda costa sus terribles quelíferos. Cuando poco antes de acostarme decidí visitarla de nuevo, con todas las prevenciones adecuadas, me llegó a parecer un animal dócil y casi familiar, pues levantó una de sus patas delanteras, supongo que en señal de saludo, o al menos eso interpreté yo en aquel momento. Al día siguiente por la mañana pensé en avisar al servicio municipal de desinsectación, pero finalmente decidí hacerme personalmente responsable de la situación, y ver lo que daba de sí en los próximos días. En cualquier caso, fui consciente de que no había que decir nada a los vecinos, pues independientemente de que hubiera entre ellos bastantes asustadizos y pusilánimes, estaba convencido que acabarían llamando a la policía, y no quería que acabaran poniéndome el piso perdido con DDT o lo que actualmente se utilice en la actualidad para terminar con estos bichos. Posiblemente un tiro certero con una carabina. Por otro lado, tratándose de gente con estudios y de cultura superior a la media, tenía el convencimiento que al menos alguno de ellos habría leído “La metamorfosis” de Kafka, y quien sabe si podrían llegar a acusarme de tener a un hijo problemático encerrado que, ante la falta de expectativas, optó por convertirse en otra cosa. Téngase en cuenta que soy una persona muy introvertida, algo que me ha creado en el lugar una fama de huraño y malencarado, de la que yo era consciente. A día de hoy el bicho y yo (y que me perdone la araña si me lee), tenemos una relación que un observador imparcial calificaría como mínimo de cordial. No solo nos saludamos como ya dije más arriba, sino que mantenemos una cierta amistad deducible de los ruidos que ambos emitimos nada más vernos. Por mi parte se trata del habitual entre gente conocida del tipo de buenos días, y por la suya con un rozamiento de patas que emite una especie de zumbido, un tanto metálico pero no desagradable, del que solo me molesta que al hacerlo una buena cantidad de pelos se desprendan de las mismas y vayan progresivamente invadiendo la habitación. El animal come, como es natural, y si los primeros días le ofrecí algunas de las conservas y embutidos que tenía en el frigorífico, ahora le compro carne, sobre todo pollo, pavo y jamón serrano. No me decido de momento a echarle animales vivos, aunque ayer por la tarde traté inútilmente de capturar algunas mariposas, insectos o roedores de un jardín cercano. Esta presencia en mi domicilio está modificando mis actividades diarias, no solo porque ella me necesita con frecuencia, sino porque ahora soy consciente de que he contraído una responsabilidad que debo aceptar. Días atrás he comenzado una auténtica cruzada didáctica, tratando de hacerle comprender que un buen comportamiento por su parte traería aparejado una mejora en su calidad de vida, lo que creo que se le ha hecho evidente al cambiarle la cubierta de la cama, y poner en lugar de un edredón en muy mal estado (no es difícil imaginar por qué), una tabla de madera sobre la que puede hacer sus cosas sin mayor inconveniente. Sé sin embargo que esto no ha hecho más que empezar, y que de ahora en adelante deberé tener previstas alternativas en función de su comportamiento y necesidades. Ayer sin ir más lejos me llevé un susto de muerte cuando al entrar no la vi sobre la cama como era lo habitual, sino en el techo, donde al parecer se sujeta por alguna característica de sus patas que la adhieren con una firmeza superior a la fuerza de la gravedad. Mi reacción inmediata fue taparme la cabeza con las manos previendo un ataque que no tuvo lugar, pero que en cualquier caso me advirtió de que no debería relajar mis defensas. Debo confesar que siempre me he sentido fascinado por los artrópodos, sobre todo por su proliferación de patas articuladas, y no digamos nada de su prácticamente ilimitada cantidad de ojos, que le hacen tener no solo una visión telemétrica muy precisa sino otra periférica aún superior, que les permiten ver en todas direcciones. Debo prepararme, en vista de estas cualidades, a aceptar que de ahora en adelante Arti, así la llamo, se desplace a sus anchas por la habitación, que yo ya considero la suya, e incluso se muestre más exigente. La alimentación es posible que dentro de nada se convierta en un verdadero problema, y acabe exigiéndome seres vivos mayores, tipo gallina o conejo, que a pesar de su tamaño no le plantearían demasiados problemas, pues siendo aún una adolescente (lo sé por su color todavía demasiado claro), tiene recursos suficientes para mandarlos al otro barrio y engullirlos de inmediato: está creciendo. Me preparo, pues, para unos meses emocionantes, al haberme hecho cargo de alguien que puede perfectamente desempeñar las funciones del hijo que no tuve. Me asalta, sin embargo una duda, y es que, siendo yo profesor emérito de la facultad de Psicología de la Universiodad Complutense en Somosaguas, no se me escapa que la presencia de esta criatura en mi casa puede ser solo una alucinación, y tratarse de una metáfora del sexo femenino a domicilio, algo que encajaría perfectamente con la interpretación ortodoxa de los símbolos según la escuela junguiana. Quiero que quede claro, sin embargo, que no estoy dispuesto a tener con ella otras relaciones que las paterno-filiales, por muy agresiva que se ponga. En cualquier caso, es posible que incluso con dedicación y entrenamiento, acabemos formando un dúo que anime las tardes de los fines de semana en el vecindario, ahora que está próxima la primavera y la gente se echa a la calle después de un invierno especialmente lluvioso y frío. Montaremos un espectáculo interesante y divertido y seremos para ellos un ejemplo de hasta donde puede llegar la colaboración entre especies, algo que sin duda satisfaría al mismísimo Charles Darwin.

martes, 4 de marzo de 2014

TOLDOS


Voy con Amalia al Auditorio. Hoy no toca la Orquesta Nacional. Se trata de un programa especial en el que un coro norteamericano canta gospel, un tipo de canción cristiana evocadora de la vida espiritual y la presencia de Dios en nuestras vidas. Eso es al menos lo que yo pienso, y como no sé nada de inglés, en el transcurso del concierto no me entero de mucho más. El coro está compuesto por unas treinta mujeres negras, que parecen entregarse en cuerpo y alma a sus composiciones. Lo que más me llama la atención es que todas están muy gordas, y se parecen como si fueran clones de una primera que no llego  a identificar. Se mueven y gesticulan al unísono, algo que resulta aún más evidente por su parecido, en el que destacan sus bocas enormes, que cuando se abren dejan ver unas dentaduras casi perfectas, aunque es posible que solo se trate de una primera impresión, por el contraste con su piel tan oscura. Amalia me comenta en voz baja entre dos canciones que hay algo en ello que le resulta desagradable, pero que no puede precisar de qué se trata. Tiene la impresión de hallarse en una pastelería un domingo por la tarde después de comer y haber ingerido una docena de pasteles. Estoy de acuerdo con ella, pero no puedo decirle nada porque un espectador de la fila de atrás nos chita de forma conminativa. Las gordas del coro, para terminar cantan una canción que debe hacer alusión a la liberación de los esclavos de las plantaciones de algodón de Luisiana, momento en el cual, por razones que no puedo precisar recuerdo la historia del Boabdil abandonando Granada en 1492 ante el empuje de las tropas cristianas.

 

Entro en uno de los escasos baños públicos que aún quedan en la ciudad. No tengo ninguna necesidad, pero no quiero perderme una experiencia de la que solo suelen disfrutar la gente de pocos recursos y los pobres, que han aumentado exponencialmente en los últimos tiempos. La chica de recepción me mira un tanto sorprendida, y tengo que explicarle que aunque vaya con chaqueta y corbata no debe llamarse a engaño, porque solo se trata de una forma de enmascaramiento a la que soy muy proclive dada mi actitud esteticista. No parece muy convencida, pero acaba dándome una toalla y me ruega que a la salida la deposite en el cajón correspondiente cerca de la puerta. En las duchas, que son colectivas, y separadas por sexos, hay una buena cantidad de gente que como es natural antes de meterse ha dejado la ropa en unas taquillas al efecto. Siento cierto pudor porque es la primera vez que me muestro desnudo delante de otros hombres. Nada más entrar tengo la impresión evidente de haberme colado en una cochiquera (los cerdos de mi tierra son blancos y no tienen mucho pelo). Casi de inmediato no puedo dejar de fijarme en sus órganos sexuales, que como norma parecen responder en su tamaño a la siguiente regla, a mayor delgadez, más grande y a mayor obesidad, más pequeño. Quizás la impresión no es exacta, y para ello debía hacerse una evaluación relativa entre ambos términos, pero mi moral no está en esos momentos para tales pormenores. El lugar es amplio, esa es la verdad, pero todo el mundo parece estar muy atento a sus movimientos para evitar rozarse con el vecino. En una de las zonas el agua se acumula, supongo por mala evacuación, y todo el mundo la rehuye pues nada quiere meter los pies en tal caldo, excepto un tipo con pinta de loco que parece feliz chapoteando como un niño en un charco. Me doy prisa, y una vez seco echo la toalla en un cajón que rebosa de ellas a la salida. Me siento un tanto confundido, pues esta experiencia voluntaria me lleva por un lado a la idea de que después de todo cada cual tiene lo que se merece, y por otro a la injusticia de un mundo en el que algunos de sus habitantes dudan cual de los cuartos de baño utilizar cada día. En homenaje a tal antinomia, una vez en la calle me quito la corbata e intento evocar algunas escenas de “Acorazado Potemkin y de “Desayuno con diamantes”.

 

El señor coronel ha invitado a todos los jefes y oficiales del regimiento a una fiesta en su casa, dentro de los pabellones residenciales del Acuartelamiento. Según vamos llegando, se va haciendo cada vez más evidente, estando todos acompañados por nuestras mujeres, que el espacio va a resultar insuficiente, aunque enseguida dice que los de menor categoría ocupen la cocina y el office. En total debemos ser una ochenta personas que no hemos podido quitarnos la ropa de abrigo (excepto unos cuantos que la han dejado sobre una cama doble, supuestamente la de los anfitriones). Mi mujer me dice que tiene miedo que el suelo ceda y aparezcamos todos en el piso de abajo con la cabeza rota, le digo que no se preocupe, porque es un edificio muy robusto de principios del diecinueve. Ella reargumenta que en tal caso con más razón, porque entonces las vigas siempre eran de madera. Le hago caso y con cierto disimulo empiezo a buscar la salida. Cuando ya estamos a punto de alcanzar las escaleras, oigo nítidamente un crujido entre la algarabía de voces ajenas a la voracidad de las termitas, lo que me hace apretar el paso, aunque antes de que los acontecimientos se precipiten, recuerdo que en hangar debajo de nosotros están colocados los vehículos de la Unidad con los toldos puestos. Da la casualidad que soy el capitán de la compañía de transportes.

domingo, 2 de marzo de 2014

PARCHES


Al comenzar a escribir siento que me duele moderadamente la pierna izquierda a la altura de la pantorrilla. Procuro no pensar en ello y sigo escribiendo el capítulo de la historia que me traigo entre manos, que trata de la princesa de Éboli y sus supuestos devaneos con el monarca de la época. Felipe II al parecer sentía una debilidad especial por ella, debido sin duda a su parche sobre el ojo derecho que la hacía mucho más interesante, como si de esa manera ocultara en su interior virtudes que a él le gustaría descubrir. El dolor de la pierna sin embargo se hace más agudo, como si se tratara de calambres que van y vienen sin control. Dejo de escribir en unos instantes y respiro profundamente con objeto de llevar a mis músculos el siguiente mensaje “relajaos y dejadme seguir”, pero es inútil. No obstante, el intervalo entre los calambres parece ir espaciándose y me permite continuar, aunque siempre con el miedo de que en algún momento el dolor se haga insoportable y tenga que ver al médico. Retomo la historia en el preciso momento que el hijo de Carlos V intenta levantar el parche para ver el ojo (o lo que queda de él) de la princesa. Ella se resiste y trata de hacerle ver que en su anatomía hay partes más interesantes a las que podría venirles bien una visita. El emperador, sin embargo, no parece estar interesado en lo que considera, llevado por su acendrada fe católica, una trivialidad. Simplemente no le interesa, y se lo hace saber con una contundencia que excita aún más a la dama, a la que siempre le atrajeron los hombres castos y desdeñosos. La pierna sin embargo no parece mejorar, aunque el dolor agudo se haya convertido en esos momentos en una sensación difusa que me llega desde el tobillo hasta la rodilla, rótula incluida. No puedo dejar de pensar que aquella sintomatología puede corresponderse con una dificultad circulatoria grave, y estoy a punto de abandonar  para ir a Urgencias. Se me ocurre entonces la idea de que debería transferir a Felipe mi dolencia y así poder continuar. Lo pongo en práctica de inmediato, y me encuentro escribiendo que Su Majestad lamentaría mucho que tuvieran que cortarle la pierna por una posible gangrena, aunque hubiera visto en los últimos tiempos algunos muñones bastante discretos y con buen aspecto. Además, de tal manera se solucionaría su problema con la gota que se produce asimismo en el pie de esa extremidad precisamente. Finalmente la princesa, harta de demoras, ha accedido a que Felipe le investigue su ojo seco con tal que al hacerlo se motive para otras aventuras de alcoba, algo no tan sencillo pues el rey parece haberla tomado con el parche al que contempla con una devoción semejante a la que tendría ante el Santo Sepulcro, el Gólgota o la Sábana Santa de Milán. La princesa en los momentos en que el dolor de la pantorrilla de su amante arrecia, se ha despojado de abrigos, faldas y  demás impedimenta y mira a Felipe con una lascivia impropia de la aristocracia, que, sin embargo, todo hay que decirlo, viene reproduciéndose con éxito desde la Alta Edad Media. El rey de España, Portugal, Inglaterra, las Indias, Sicilia y Nápoles, finalmente cede, y en el año del Señor de 1570 tiene lugar en Sigüenza un acto privado que de ninguna de las maneras puede ser considerado como unas Justas Literarias.

ANARQUIAS


En la Academia Militar se ha declarado la anarquía. Y no lo ha sido por un movimiento desde la base, sino precisamente desde la jefatura de la misma. Durante el acto de arriado de la bandera que tiene lugar al ocaso en el Patio de Armas, se ha leído un manifiesto en el que el Coronel Director hace saber a todos los integrantes del centro, que a partir de ese momento se instaura en la academia el estado de libertad absoluta, por lo que cada cual en adelante podrá hacer lo que le venga en gana pero también deberá apañárselas como pueda. Y para ser más preciso puntualiza que, de entrada, queda suprimida la cena, por lo que quien tenga hambre deberá proceder a asaltar los almacenes o a salir a campo abierto o la ciudad, y obrar en consecuencia. La caza, sin embargo es escasa en los montes vecinos, los restaurantes están cerrados por huelga y los fusiles y la munición de los pañoles y los polvorines han sido arrojados al mar, por lo que es posible que el hambre sea un factor a ser tenido en cuenta. Las bayonetas, sin embargo, están almacenadas en el pañol de armamento y quien lo desee puede coger una y hacerse el harakiri o degollar a quien quiera según gustos. A continuación, el jefe de estudios se ha dirigido a los presentes haciéndoles saber que están todos aprobados, pues los planes de estudios no respetaban el ideario ácrata que desde ese momento regirá en el establecimiento. “El esfuerzo es inversamente proporcional a la libertad”, proclama con una voz que parece heredada del mismísimo Bakunin, por lo que ruega encarecidamente a todos que quemen sus libros en una pira que de inmediato va a ser erigida allí mismo con los de la biblioteca del centro. Para terminar, y una vez que el contramaestre de guardia ha pegado fuego a la bandera nacional, el Comandante de la Guardia Militar da tres hurras al príncipe Kropotkin, y ordena a la tropa a su mando que abra fuego indiscriminado contra los sorprendidos alumnos. De inmediato, y antes de que tengan tiempo de reaccionar, y posiblemente movidos por un comprensible temor a la reacción incontrolada del personal a sus órdenes, los jefes del centro abandonan el lugar con rumbo desconocido en un helicóptero preparado al efecto con los motores en marcha.