Estoy con
alguien en un pueblo. No sé quien es porque cada vez que intento verle la cara
no lo consigo. El resto de su cuerpo no me dice nada especial. En todo caso se
trata una persona delgada, por lo que ni siquiera sé a que sexo pertenece. Su
voz parece bien timbrada y podría ser la de un hombre un tanto aflautada o la
de una mujer cazallera. Llueve a mares e intentamos buscar refugio en una de
las casas a nuestro alrededor. Ni siquiera así consigo identificarla porque se
ha puesto una capucha; en todo caso podría afirmar que no tiene melena. No
logramos meternos en ningún sitio porque todas las entradas están abarrotadas
de gente en las mismas circunstancias. Al final decidimos abandonar la búsqueda
de refugio y aceptamos calarnos hasta los huesos. Bajamos por una calle mal
empedrada y con mucha pendiente. Quizás sea en estos momentos cuando podré al
fin salir de la incertidumbre que tengo respecto a quien me acompaña. Es muy
posible que tampoco sepa quien soy yo porque jamás me mira y yo, un tanto
dolido con su actitud, también miro hacia otro lado. Quizás esta situación sea
el comienzo de un amor perdurable. Las bases ya están establecidas, y según
descendemos siento que su mano aprieta la mía con una fuerza que no puede ser
casual. Nos queda toda una vida por delante. De eso tengo en estos momentos la
certeza.
Debo estar en un
campo de prisioneros. La guerra ha terminado, pero los japoneses no se han
enterado, y nosotros sufrimos las consecuencias hasta que las tropas
victoriosas lleguen a rescatarnos. He dicho japoneses, pero también podrían ser
chinos, porque lo cierto es que no llego a distinguirlos a pesar de que me han
explicado muchas veces sus diferencias. Son amarillos y deben ser japoneses,
que yo sepa los chinos no entraron en guerra. Los nipones son gente muy educada
y ceremoniosa, pero son crueles y disfrutan haciendo sufrir a la gente y más,
supongo, si son prisioneros y han sido capturados en nombre de su emperador,
una especie de fantoche ceniciento al que reverencian y toman como a Dios o
algo parecido. No deben haberse enterado de las bombas atómicas y de que su
país ha capitulado. No lo entiendo porque lo han dicho por la radio. Pero son
muy obstinados. Decido por lo tanto que ha llegado el momento de darme a la
fuga, pues cuando se enteren van a enfurecerse y a cortarnos la cabeza o algo
parecido. Logro zafarme de una especie de enano corajudo que me tenía agarrado
por razones que desconozco, y me lanzo por un terraplén hacia el río. Parecía a
primera vista un terreno pedregoso que me podría lastimarme, pero al final
resultó ser una especie de barro arenoso que me lleva hasta el agua ileso. Una
vez adentro nado vigorosamente y me alejo del lugar con un crawl, sin embargo,
elegante, ayudado por una corriente que espero que acabe depositándome en Kioto
u Osaka, dos lugares en los que espero que la noticia ya haya llegado, y donde
es posible que sea recibido como un héroe. Esta gente es muy rara.
Tengo problemas
de identidad. O al menos eso me dice la gente que me rodea, que al mismo tiempo
me da ánimos e insiste que si me lo propongo acabaré sabiendo quien soy. “Aunque
no es tan fácil”, suelen añadir algunos que me miran con cara de pocos amigos.
Yo creía tenerlo claro, pues lo cierto es que soy es recepcionista de un hotel
de cinco estrellas, y con eso me es suficiente.
Insisten tanto, sin embargo, que me acaban despistando, y con una frecuencia
que empieza a intrigar al gerente y al director del hotel, me miro en un espejo
enorme que hay en el hall, adonde me desplazo cada vez con mayor frecuencia.
Mis compañeros me miran un tanto sorprendidos por mi actitud, pero acaban
aceptándola al ver que a pesar de todo, recibo con toda cordialidad a los
viajeros recién llegados y cumplo mis funciones con una soltura y simpatía
envidiables. Es todo lo que se necesita para ocupar un puesto como el mío. Mi
identidad está pues suficientemente clara, y no entiendo la insistencia de
algunos en que me lo plantee seriamente. Claro que es posible que estas
personas no se refieran a mi rol social sino a mi verdadera personalidad,
aquella que subyace en mi interior independientemente de las apariencias. Es
decir, se debe tratar del “conócete a ti mismo” socrático, algo de lo que al
ser consciente, hace que me desplace hasta el espejo aún con más frecuencia y
que ya allí, me aproxime y contemple mi rostro de cerca (especialmente los
ojos) tratando de ver si así consigo averiguar algo más. Finalmente acabo
exhausto, y le digo al gerente que me voy a casa aquejado de psicosis
paranoide, añadiendo para despedirme “mucho me temo que soy una máscara”. El
hombre me mira detenidamente, esboza un gesto amigable y me da unas palmadas en
el hombro y añade “se ve que domina el griego antiguo”. A continuación me da la
espalda y se aleja a buen paso. Al salir tengo dificultades con la puerta
giratoria, pues por más vueltas que da no sé como acceder al exterior y me
encuentro de nuevo en el hall, aunque ahora me resisto a mirarme de nuevo en el
espejo.
A las tres de la
mañana abro la puerta de mi casa y como era mi costumbre hace tiempo, grito
“mu”, la palabra salvadora. Poco después oigo como el resto de los vecinos me
imitan. Al amanecer el propietario del 7º B, director de orquesta, nos reúne a
todos los cabezas de familia en la salida del edificio (quince plantas a razón
de cuatro pisos por planta) y ensayamos el “Va pensiero” del coro de los
esclavos de Nabucco. A la mañana siguiente hacemos unas pruebas en el Auditorio
Nacional y somos contratados por el Ministerio de Cultura, constituyéndonos
oficialmente como el coro de la OCNE. Debutamos con un éxito clamoroso al
comienzo de la temporada siguiente con “Il trovatore” de Verdi. Somos felices,
y me alegro de haber puesto mi granito de arena. Es decir “mu”.