Nunca había entrado en la buhardilla y sin embargo estaba
allí al lado: su puerta a pocos pasos de la de mi habitación. No es que no
tuviera la curiosidad de ver lo que había dentro, ni siquiera de que no me
atreviera. Se trataba mas bien de una especie de tabú familiar transmitido a través de los años, que hacía que aquella
puerta cerrada fuera un hecho que ni debía considerarse, de la misma manera que
una persona respira y nunca se pregunta por la composición química del aire. A
pesar de todo, un día inesperadamente la encontré entornada, y no pude resistir
la curiosidad de saber qué había dentro. Entré pues finalmente en aquel sancta
sanctorum al cabo de muchos años, y me encontré en un lugar angosto y un tanto
inquietante, pues el techo, sostenido por unas gruesas vigas de madera oblicuas
bajo el tejado, hacía el recinto un tanto agobiante, por el que uno debía
desplazarse doblando el espinazo. De todas maneras, lo que más llamaba la
atención enseguida, era la enorme cantidad de polvo acumulada sobre los muebles
y enseres allí depositados, entre los que, como en algunas películas de terror,
destacaba un caballito de madera sobre un balancín, con el que me tropecé y me
dio un buen susto poco después de entrar. Lo más sorprendente, sin embargo, fue
encontrar al final del habitáculo, tras doblar una esquina en ángulo casi
recto, un bicho que tenía todo el aspecto de ser un pavo, pero que
sorprendentemente ni siquiera se movió al verme. El pobre no parecía estar para
muchos trotes, y cuando echándole valor me acerqué, apenas emitió una especie
de cacareo lamentable que no había que ser muy avispado ni veterinario, para
concluir que estaba en las últimas. El espectáculo a la vista era un tanto
decepcionante para un chico como yo, que por entonces no había cumplido los
dieciséis, y que pudo imaginar que en aquel lugar secreto podrían encontrarse
algo más estimulante: a esos años la realidad se combina con mucha facilidad
con la imaginación. En el suelo, cerca del pavo, se hizo evidente a pesar de la
penumbra un tazón muy grande, que yo había vista hacía algún tiempo en la
cocina, y del que nunca me había preguntado su utilidad. Sin embargo, ahora
estaba allí, como si finalmente hubiera encontrado el uso para el que estaba
destinado. Un ente, por lo tanto, teleológico, como todos, y cuya existencia a
partir de las manos del alfarero que lo hizo, debía estar perfectamente
definida para encontrar en aquella buhardilla su verdadero destino. Se acercaba
la Navidad, y viendo el cuchillo al lado del tazón, no me fue complicado llegar
a la conclusión de que a aquel ave no le faltaba mucho tiempo para pasar al
otro lado del espejo. Entonces fue el momento en que se me hizo diáfanamente
claro el significado por aquellas fechas de los cacareos y carreras en el piso
de arriba, cuando, estando reunidos en el salón, mi madre se empeñaba en subir
el volumen de la radio o el tocadiscos. El matarife, como pronto pude darme
cuenta, era Josefa, la criada. Una persona abnegada y entregada en cuerpo y
alma a la familia, que, no obstante, era al mismo tiempo un ser sensible, para
quien hacer pasar a alguien al otro mundo suponía casi una tarea insuperable,
algo que, a pesar de todo, vencía finalmente, llevada por atavismos serviles,
después de decenas de generaciones en las que había aprendido que, de todas
maneras, lo fundamental era llevarse bien con los señoritos. Así pues, aquella
tarde pude ver por primera y última vez a aquel animalito acobardado al fondo
de la buhardilla (y posiblemente drogado para que su resistencia no se saliera
de los límites de lo que podría considerarse de buena educación). Pronto el
tazón recibiría la ofrenda para la que estaba destinado desde que fue
concebido, una sangre de la que nadie se acordaría cuando en la Nochebuena
todos celebráramos en familia la llegada al mundo de nuestro Redentor.
Como si fuera ayer mismo, esta imagen o la he sollado o la he vivido. La buena de la Pepa, pavos en la buhardilla, pollos en la cocina ...
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