La víctima (*) sintió que nada era lo que le
había parecido hacía apenas unos segundos. Había sido alcanzado por los
disparos, y, tirado en el suelo, percibió de repente el mundo de una manera que,
en sus circunstancias, no le parecía razonable. Tuvo entonces la certeza de que
pronto iba a morir, y no obstante, le embargaba una sensación idílica de paz,
como si en ese brevísimo transcurso del tiempo, su mente hubiera sufrido un
cambio incomprensible. El frío en el bosque era intenso, y se hallaba tumbado
sobre la nieve, pero tales hechos no le afectaban para nada: tenía la sensación
de hallarse en un lugar apacible y acogedor. Supuso que los disparos debían
haberle alcanzado en algún lugar de la cabeza y afectado a una zona importante
del cerebro, desconectando de inmediato su sistema nervioso o algo parecido. Incluso
se sentía relajado, como si en esos momentos estuviera disfrutando del verano
en una playa cerca de los árboles, entre los que podía ver al sol en lo alto,
brillando en el azul del cielo. Sentía correr sobre su frente y deslizarse por
sus mejillas un hilo grueso y oscuro de un líquido que le llegaba hasta la
boca, y supuso que era su sangre, pero, al probarla, tuvo la sensación de ser
una agradable mezcla de vino amontillado y vainilla. Pronto pudo ver cerca de
sus ojos el cañón de una pistola apuntándole, y tuvo entonces la certeza de que
iba a morir de inmediato. Después vio la cara del verdugo detrás de su brazo
extendido, y comprendió que le iban a rematar. Tuvo tiempo sin embargo de
mirarle a la cara, contraída con una mueca de horror, como si no quisiera ver
lo que estaba haciendo. Lamentó no llegar a decirle que no se preocupara: a él
le parecía un ángel.
Viéndole desaparecer (*) tras la escollera, para
tranquilizarme, yo me aferré a la imagen de mi amigo cuando poco antes paseábamos
tranquilamente por el paseo marítimo. Era un tipo encantador cuya compañía siempre
me resultaba grata. Habló poco, eso es cierto, pero hasta entonces me había
escuchado con suma atención, como si
verdaderamente estuviera muy interesado en lo que le estaba contando, e incluso
reflexionara seriamente sobre ello. Para nada daba la impresión, tan habitual
en muchas personas que, cuando hablas con ellas, casi de inmediato olvidan lo
que acaban de oír, y contraatacan contándote cualquier cosa que les viene a la
cabeza. Por eso me sorprendió cuando, poco antes de llegar al muelle, enmudeció
totalmente y empezó a mirar hacia otro lado, dando la impresión de
desimplicarse totalmente de lo que le estaba contando. Se trataba sin embargo
de un asunto grave, pues resultaba que mi hijo pequeño, Juanito, de apenas seis
años, había sido intervenido pocos días antes de una apendicitis, y en las
últimas horas parecía que el postoperatorio se había complicado. Yo me quedé un
tanto sorprendido, pues su conducta no era en absoluto la habitual, que como
dije más arriba, era la de una persona afectuosa y comunicativa. Por si lo
dicho fuera poco, ya cerca del final del muelle aceleró el paso y se distanció
claramente de mí, que me vi obligado a levantar la voz para contarle los
últimos detalles de la visita del médico aquella mañana. Pero ni por esas.
Acabé gritándole la posibilidad de una septicemia, cuando inesperadamente cogió
carrerilla y se lanzó al agua desapareciendo poco después detrás de la
escollera con un crawl elegante y fluido.
(*) EL FRÍO.
Thomas Bernard (Anagrama)
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