viernes, 14 de diciembre de 2012

VICTIMAS


La víctima (*) sintió que nada era lo que le había parecido hacía apenas unos segundos. Había sido alcanzado por los disparos, y, tirado en el suelo, percibió de repente el mundo de una manera que, en sus circunstancias, no le parecía razonable. Tuvo entonces la certeza de que pronto iba a morir, y no obstante, le embargaba una sensación idílica de paz, como si en ese brevísimo transcurso del tiempo, su mente hubiera sufrido un cambio incomprensible. El frío en el bosque era intenso, y se hallaba tumbado sobre la nieve, pero tales hechos no le afectaban para nada: tenía la sensación de hallarse en un lugar apacible y acogedor. Supuso que los disparos debían haberle alcanzado en algún lugar de la cabeza y afectado a una zona importante del cerebro, desconectando de inmediato  su sistema nervioso o algo parecido. Incluso se sentía relajado, como si en esos momentos estuviera disfrutando del verano en una playa cerca de los árboles, entre los que podía ver al sol en lo alto, brillando en el azul del cielo. Sentía correr sobre su frente y deslizarse por sus mejillas un hilo grueso y oscuro de un líquido que le llegaba hasta la boca, y supuso que era su sangre, pero, al probarla, tuvo la sensación de ser una agradable mezcla de vino amontillado y vainilla. Pronto pudo ver cerca de sus ojos el cañón de una pistola apuntándole, y tuvo entonces la certeza de que iba a morir de inmediato. Después vio la cara del verdugo detrás de su brazo extendido, y comprendió que le iban a rematar. Tuvo tiempo sin embargo de mirarle a la cara, contraída con una mueca de horror, como si no quisiera ver lo que estaba haciendo. Lamentó no llegar a decirle que no se preocupara: a él le parecía un ángel.

               

Viéndole desaparecer (*) tras la escollera, para tranquilizarme, yo me aferré a la imagen de mi amigo cuando poco antes paseábamos tranquilamente por el paseo marítimo. Era un tipo encantador cuya compañía siempre me resultaba grata. Habló poco, eso es cierto, pero hasta entonces me había escuchado  con suma atención, como si verdaderamente estuviera muy interesado en lo que le estaba contando, e incluso reflexionara seriamente sobre ello. Para nada daba la impresión, tan habitual en muchas personas que, cuando hablas con ellas, casi de inmediato olvidan lo que acaban de oír, y contraatacan contándote cualquier cosa que les viene a la cabeza. Por eso me sorprendió cuando, poco antes de llegar al muelle, enmudeció totalmente y empezó a mirar hacia otro lado, dando la impresión de desimplicarse totalmente de lo que le estaba contando. Se trataba sin embargo de un asunto grave, pues resultaba que mi hijo pequeño, Juanito, de apenas seis años, había sido intervenido pocos días antes de una apendicitis, y en las últimas horas parecía que el postoperatorio se había complicado. Yo me quedé un tanto sorprendido, pues su conducta no era en absoluto la habitual, que como dije más arriba, era la de una persona afectuosa y comunicativa. Por si lo dicho fuera poco, ya cerca del final del muelle aceleró el paso y se distanció claramente de mí, que me vi obligado a levantar la voz para contarle los últimos detalles de la visita del médico aquella mañana. Pero ni por esas. Acabé gritándole la posibilidad de una septicemia, cuando inesperadamente cogió carrerilla y se lanzó al agua desapareciendo poco después detrás de la escollera con un crawl elegante y fluido.

 

 (*)  EL FRÍO.  Thomas Bernard (Anagrama)

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