domingo, 16 de diciembre de 2012

EL CORONEL ENANO


Del coronel enano lo que más llamaba la atención de inmediato era efectivamente su estatura, algo que como bien se comprenderá no es de extrañar, acostumbrados a los héroes militares de ciertas películas, en las que suelen ser interpretados por galanes ya otoñales pero de planta gallarda y, desde luego, una alzada por encima de la media. Si, sin embargo, se piensa en ello con cierto rigor, se verá que las razones no se encuentran en la supuesta idoneidad para el cargo de los buenos mozos, sino en que suelen quedar mejor desde el punto de vista estético en los desfiles y rituales del gremio, algo muy frecuente en cualquiera de los tres ejércitos. El coronel Gutiérrez, para que vamos a decir otra cosa, sorprendía rápidamente por una altura que no debía llegar al uno sesenta, algo que alejándole de los enanos con claridad, sí apuntaba cierta tendencia, a lo que colaboraba sin duda una cabeza gruesa y unas piernas zambas que lo delataban. Sin embargo, poco después de entrar en contacto con él, uno se sentía impresionado por un carácter que para nada hacía recordar al de un disminuido, sino, bien al contrario, al de una persona imbuida de una seguridad en si mismo sobresaliente, y una inteligencia y aplomo fuera de lo habitual. Se podría pensar de buenas a primeras que su conducta autosuficiente y un tanto engreída, no era sino una táctica para camuflar un complejo muy arraigado en su interior debido a su corta estatura, pero un trato habitual con él pronto quitaba esa idea de la cabeza. Era un tipo con unas cualidades profesionales destacadas, y además un hombre culto en áreas que dejarían perplejo a quien quisiera solo verlo como un soldado distinguido pero medio analfabeto. El hecho fue, de todas maneras, que siendo yo un teniente recién estampillado, quiso el azar que coincidiera con aquel hombre, que pasó de buenas a primeras a ser el coronel de mi regimiento. Yo, encuadrado en una de las compañías del segundo batallón de la unidad, no tenía habitualmente ningún contacto con él, a no ser en los momentos en los que, por circunstancias debidas al servicio, su presencia era casi obligatoria, como, por ejemplo, en determinados ejercicios en el campo, o la instrucción de orden cerrado para algún acontecimiento que debíamos preparar con días e incluso semanas de antelación. En ellos, el coronel enano solía hacer su aparición de una manera inesperada, algo que en principio yo atribuí a una de las prerrogativas debidas a su categoría, pero de lo que pronto alguien me puso al  corriente, puntualizando que se debía a su tendencia innata a aparecer cuando menos se le esperaba, tratando de esta manera de sorprender a las unidades en algún renuncio, para meter mano de inmediato a sus mandos. Era pues, independientemente de sus escasos centímetros, un tipo de armas tomar, con quien había que andarse con pies de plomo, pues tenía un concepto de la autoridad especialmente basado en la cantidad de arrestos que imponía por unidad de tiempo. Con estos antecedentes, y siendo yo en esos momentos un estudiante por libre de Sociología, me empeñé durante cierto tiempo en realizar un seguimiento de aquel individuo, en cuyas manos estaba mi vida en aquellos momentos, y si no mi vida, ya que los fusilamientos no eran ya en ese momento la norma, si mi integridad física y psicológica. Aprovechaba los momentos libres que tenía para acercarme al bar de Oficiales o las instalaciones del Mando y Estado Mayor, para con cualquier disculpa estar más cerca de él, y observar con el mayor detalle posible su comportamiento habitual. De esta manera pude darme cuenta de ciertos aspectos, que es posible que pasaran inadvertidos para el resto del Regimiento (algo que, si soy sincero, sin embargo, dudo), pero no para mí, que sin que se diera cuenta, pasé a convertirme en una especie de sombra que le acompañaba subrepticiamente a todas partes. Independientemente de la verificación de su escasa estatura y mal café, saqué algunas conclusiones que creo deberían figurar en cualquier ensayo de malos hábitos de la profesión, o en todo caso, de la ineptitud para el desarrollo consecuente del principio de autoridad (que nada tenía que ver, como se verá, con el “imperativo categórico” de Inmanuel Kant). Con tal motivo, a través del conducto reglamentario, acabé solicitando que como teniente más antiguo y más alto de la unidad, se me encargara de la instrucción y supervisión de la escuadra de gastadores regimental, lo que se me concedió, y me permitió pasar mucho más tiempo en las proximidades de tan original personaje. Una de las primeras cosas que pude notar, es que el coronel llevaba alzas, aunque tratara de disimularlas a base de confundir el color negro de la goma de los tacones con el del mismo color del cuero de los zapatos, con lo que me quedó claro que con aquel hombre tuvieron que hacer la vista gorda en el examen de ingreso en la academia, pues entonces resultaba evidente que no daba la talla mínima. Mi trabajo de campo, si tal puede llamarse a mi estudio sobre el terreno de Sr. Gutiérrez, abarcaba un mínimo de una hora diaria, ya que la escuadra de gastadores se ubicaba en las proximidades de su despacho, del que salía con frecuencia a echar un rapapolvos al primero que se le pusiera a tiro, especialmente al 2º Jefe y jefe del Estado Mayor, en mi opinión porque era una persona con mucho mejor aspecto, alto y nada cabezón. Estuve encargado de la escuadra de gastadores durante seis meses, en los que tuve tiempo a llegar a ciertas conclusiones que expongo a continuación, para ampliar a renglón seguido. En mi opinión, el coronel enano padecía una suerte de neurosis obsesiva, que le hacía actuar siguiendo determinados impulsos irrefrenables, y que eran los siguientes: afán desmedido por la limpieza, y fijación por la simetría y la sobreidentificación, que paso a detallar más ampliamente. Sobre la limpieza, lo primero que hay que reseñar es su aspecto más que pulcro, pulimentado, como si acabara de salir de la lavadora con abrillantador, a lo que colaboraba un uniforme siempre impecable, con el que debía tener muchos miramientos al sentarse y levantarse, e incluso posiblemente al caminar, doblando poco las rodillas a tal efecto. Quizás exagero, pero nadie podrá desdecirme de la impresión que causaba su escaso pelo, ineludiblemente cargado de brillantina, que en ocasiones bajo la gorra tenía todo el aspecto de un aura de difícil definición. De todas maneras,  con ser importante, no era esto (ni siquiera añadiendo el exquisito cuidado que tenía en llevar los zapatos refulgentes y las uñas hechas), lo más sobresaliente de su obsesión por la limpieza, sino el hecho de no admitir fuera de si mismo nada que ni remotamente pudiera recordar a un lugar habitado por seres humanos. Baste, como ejemplo, el hecho de que el cuartel era pintado una y otra vez sin solución de continuidad, pasando del esmalte a la pintura plástica y el enjalbegado según las zonas de que se tratara, y los suelos barridos cada quince minutos mediante los métodos habituales, y bimensualmente tratados con pulidora y abrillantadora los de loseta, y encerado a fondo los de parquet en las zonas nobles, además de una desinfección y desinfectación semestrales. Le molestaba hasta límites difícilmente imaginables, que los enseres y útiles de limpieza no fueran asimismo limpiados exhaustivamente, por ejemplo, el ver más de dos colillas en un cenicero (fui testigo de ello), le costó a un oficial de guardia una reprimenda sangrienta, librándose de un arresto disciplinario por un ataque de tos que le tuvo convulso durante diez minutos, dado el esfuerzo realizado al gritar al oficial lo inadecuado de su conducta. Puede parecer de nuevo una exageración, pero quizás colabore a dar credibilidad a mi relato el hecho de que el día que me presenté ante él para despedirme, y no serían más de diez minutos los que me mantuvo en su despacho, salió tres veces a los aseos para lavarse las manos (lo noté porque cada vez que volvía se las venía sacudiendo: las toallas, incluso propias, debían inquietarle). Otro de los aspectos que aquel periodo en sus proximidades, me permitió certificar, fue su inusual tendencia a la sobrevaloración de la simetría, algo que se hacía evidente en su exigencia de que fuéramos rapados casi al cero, y que ni un pelo sobresaliera más que otro por debajo de la prenda de cabeza, ya fuera en el interior del recinto regimental o en el campo, en donde en cierta ocasión, en plena comida de confraternización con otros ejércitos, ordenó al capitán Peláez que fuera a peinarse de inmediato (era este un tipo agitanado con un pelo fosco y rebelde de difícil doma). En la uniformidad también se hacía evidente su querencia por la simetría, exigiendo a todo el mundo un trato parejo a ambas partes del uniforme, hasta el punto de que era sabido por todo el mundo su exigencia de nadie llevara las  estrellas en la bocamanga o las hombreras disparejas (o los galones de quienes, por pertenecer a la Armada, él llamaba con sorna “marineritos”). Asimismo era por todos sabido que veía con buenos ojos (no podía exigirlo) que nadie llevara identificaciones de cualquier tipo en un lado del uniforme, y en ese sentido él mismo daba ejemplo, y excepto en actos estrictamente oficiales, jamás se colocaba las medallas o los pasadores de las mismas, que a su edad, le correspondían en buena lid. En este apartado puede considerarse su tendencia a ver el mundo como un lugar compuesto exclusivamente por líneas rectas, según él de mucho mejor manejo que las curvas, que exigían el empleo de una geometría y trigonometría mucho más complicadas. Aunque parezca mentira, redujo a escombros cierto lugar ovoidal en la muralla del cuartel, que albergaba una hornacina con una escultura de la patrona del cuerpo, y lo convirtió en una especie de casamata rectangular, donde, siendo muy devoto, mando construir otra hornacina sui generis con la virgen susodicha. Era un ser euclidiano, quizás solo se trataba de eso. Abundando en el tema, es de reseñar que yo mismo fui testigo involuntario de esta tendencia. En cierta ocasión, al cruzarnos en el patio de armas, le saludé militarmente con tanta energía que mi gorra salió disparada por el impacto de mi mano, quedando a sus pies. La ocasión se prestaba a todo tipo de chanzas, pero debo decir que el coronel, sin pestañear siquiera, me dijo poco después de cuadrarme de nuevo: “Ginés, eso le pasa por andar escorado hacia la izquierda”. El último aspecto reseñable en el coronel enano era, como dije más arriba, su desmedida afición a la redundancia, o para ser más preciso a la sobreidentificación, de la que daré solo unos ejemplos. Como también se dijo antes, su obsesión por la limpieza, hizo que poco después de tomar el mando del regimiento, el acuartelamiento se viera invadido por toda una colección de objetos cuyo fin era tratar que todo permaneciera inmaculado, concretamente a base de papeleras y ceniceros. Algo, después de todo lógico en quien pretendía que aquel lugar permaneciera más limpio que una patena, pero que podía empezar a chocar cuando en cada uno de tales cachivaches hacía escribir el objeto de su cometido. Es decir, sobre cada una de las papeleras estaba escrita la palabra “papelera”, y en uno de los lados de cada uno de los innumerables ceniceros había un letrerito con la palabra “cenicero”. En resumen, el objeto en sí y su forma no le parecía suficiente, algo que, para parecer más razonable, le hacía decir que de tal manera los analfabetos –incapaces de leer- tendrían que espabilar. También mandó instalar un buen número de escupideras, que solo retiró a instancias del Comandante Médico, al decirle que aunque la tuberculosis y las afecciones pulmonares eran aún frecuentes, tal hecho no haría sino empeorar las cosas. Incluso en un momento determinado ( y esto enlaza con el primer punto tratado aquí), ante la llegada de ciertos fondos imprevistos para la unidad, encargó una remesa de maquinas limpia-calzado que en aquella época empezaban a ponerse de moda, y que instaló en varios lugares estratégicos cerca de la zona donde formaba el personal franco de servicio para salir a la calle, pero que inesperadamente aparecieron cierto día por la mañana totalmente destrozados, sin que, sorprendentemente, el coronel Gutiérrez reaccionara en absoluto (las malas lenguas dijeron entonces que la empresa que le vendió los aparatos pertenecía a su cuñado, algo que haría la situación más comprensible). El coronel enano era, como creo que ha quedado demostrado, un personaje singular, que si bien era difícil de tratar con indiferencia, introdujo en nuestra vida militar una variante por la que es posible que algunos tengamos que estarle agradecidos de alguna manera, por ejemplo, en la de inventarnos estrategias para desaparecer en los momentos en los que nuestra vida corre determinados riesgos que no nos merecer la pena soportar. De todas maneras, el día que ascendí a capitán y fui destinado a una batería de costa en Lugo (sobre esto escribiré otro día), me recibió, como dije más arriba, en su despacho y estuvo bastante cordial conmigo, independientemente de que su discurso se viera con frecuencia interrumpido por su compulsión a lavarse las manos cada tres minutos, o chorrear sin misericordia a su segundo jefe. Durante los mismos, me dijo para mi perplejidad, que estaba perfectamente al corriente del estudio al que le había sometido durante aquel tiempo, y que quería darme las gracias, pues nunca nadie le había hecho tanto caso, algo que me agradecía con independencia de mis conclusiones, que, después de todo, “le tenían sin cuidado”, momento en el que me alargó la mano y pude ver en sus ojos una cierta mirada de complacencia y sorna, pues era evidente que intentaba que me llevara un recuerdo indeleble de aquellos instantes en los que dejó la mía chorreando.  

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