Todo comenzó de forma que bien pudiera llamarse fortuita,
aunque, a decir verdad, con el paso del tiempo nada parece tan casual como se
pretende en un principio. De hecho, por aquella época, yo estaba todavía casado
y tenía ya tres hijos, dos niñas gemelas de nueve años y un bebé de apenas unos
meses. Lo recuerdo con tanta precisión porque, coincidiendo con la compra
semanal que hacía con Raquel en el súper del barrio, me dio por cambiar de
pasta dentífrica, pasando de Colgate a Licor del Polo, algo que si entonces
consideré insignificante, con el tiempo fue el origen de una nueva forma de
vida, poco después de que mi mujer decidiera despedirse de mí e irse a vivir
con sus padres en compañía de mis queridísimos hijos. Fue una época difícil
teniendo en cuenta, además, que como consecuencia de la depresión que sufrí
casi de inmediato, me quedé en el paro, incapaz de reaccionar y buscar trabajo
en otra parte. Soy especialista en informática, pero lo cierto es que por
entonces había una auténtica avalancha de gente en mis condiciones, por lo que,
a pesar de algunos desganados curriculums que envié por internet, nadie se decidió
a contratarme, sin duda porque en mis peticiones se hacía evidente que no
pasaba por un buen momento. Siendo esto así, el tiempo comenzó a transcurrir
para mí de una forma monótona que no sabía como paliar, fue sin duda entonces
cuando empecé a darle a la marihuana y el alcohol, además de irme con
frecuencia a hacer la compra, aunque verdaderamente no tuviera ninguna
necesidad de ello y volviera con las manos vacías. Fue en un gran supermercado,
por el que paseaba al menos una hora al día, donde me vino a la cabeza la
posibilidad de reestructurar mi casa en función de nuevos criterios, entre los
que el estético era el principal. En los muelles y dársenas de tal lugar, se me
ocurrió la idea de “amueblarla”de otra manera, a base de llenarla de los
sobrantes, cajas, paquetes y envoltorios de todo tipo amontonados por allí,
entre los que cierto día destacaba resplandeciente uno de grandes proporciones
de Licor del Polo que me deslumbró, y que de inmediato imaginé en la habitación
del fondo, osease mi estudio. Que no se me pregunten razones que justifiquen
esta elección, fue algo natural que nada tuvo que ver con la racionalidad, sino
con un impulso emocional de la misma naturaleza con la que, en un momento dado,
un ateo cree en Dios o en los extraterrestres. Se trataba de una especie de
contenedor de cartón piedra con unas medidas aproximadas de 3x4x2,5 metros, que
me fue ofrecido si lo hacía desaparecer de allí en el transcurso de ese mismo
día. Así fue, yo mismo lo desmonté e introduje en mi furgoneta, que tenía las
medidas justas para transportarlo. A la semana siguiente, después de no poco
trabajo, y de echar mano a toda la utillería que tenía en la caja de
herramientas, pude por fin dar por terminada la obra, que si alguien podía
calificar de chapucera, a mi me parecía una belleza, y en cuyo interior pude
meter con notable éxito un par de estanterías repletas de libros y una mesa con
el ordenador, la impresora y otra serie de artilugios electrónicos. Tuve que
hacer algunos destrozos, como practicar una abertura que coincidiese con la de
la ventana, si no quería trabajar todo
el día a oscuras, pero me las arreglé para fabricar una especie de persiana de
sube y baja con los restos de un estore que tenía arrumbados en la terraza. En
los primeros tiempos después de la obra, mi actividad esencial consistía en
entrar y salir de aquel reducto, con la misma ilusión que un crío utiliza una
cabaña que ha sido capaz de construir en lo alto de un árbol. Dentro se había
creado un ambiente mágico, que durante la noche yo trataba de mantener mediante
el empleo de un sistema de luces que había instalado, y que desde diferentes
ángulos, creaban una atmósfera muy sugerente, una especie de combinación del
realismo mágico de García Márquez con el neorrealismo italiano de Rosellini y
adláteres. Claro que esa era mi opinión, y faltaban otras que la corroboraran,
pero, en todo caso, ya habría tiempo para las visitas. Era pues el primer lugar
de mi casa ocupado por elementos ajenos a ella misma, algo que enseguida me
dije que no podía quedarse ahí, sino que debía continuar sin solución de
continuidad en otras habitaciones, que, en comparación con esta, me parecieron
entonces totalmente anticuadas y demodés, por más que estuvieran puestas con un
gusto discreto, a base de casi todos los regalos de boda que logré conservar
conmigo una vez que mi mujer y mis críos se fueron de casa. A partir de ese
momento ese fue el lugar de casa que más frecuenté, hasta el punto que
experimenté un notable ascenso de mi creatividad, dedicándome con inusitado
furor a escribir historias y narraciones breves, cuyos protagonistas solían ser
unos personajes del subsuelo que habitaban en grutas y cuevas, algo no
fortuito, pues esa era mi manera de rendir un sentido homenaje a mi habitación-estudio,
a la que, en recuerdo a otra de las industrias punteras de los dentífricos,
llamé de inmediato sala “Profidén”. Aunque pueda parecer poco creíble, a partir
de la terminación del engendro (licencia peyorativa que bien me puedo
permitir), empecé a sentirme mucho mejor, sin duda debido a que pude en ese
momento creer en mi creatividad y la posibilidad de salir adelante. Por otro
lado, tal hecho me ahorraba la visita al siquiatra, que ya me veía como
inaplazable, y no digo nada del psicoanalista, que estoy convencido que
llegaría a la conclusión de mi necesidad pretérita de un hogar acogedor, y un
simulacro de retención de las heces como consecuencia de la rabia que tal
carencia me había originado a lo largo de la vida. Tuve pronto claro que mi
obra debía continuar, y que el resto del piso debía tener también un nuevo aspecto, de acuerdo con otros
parámetros más allá del puramente utilitario, que hasta entonces era el que
había regido. Concretamente, el pasillo me parecía excesivamente ancho para un
piso de dimensiones tan reducidas, por lo que pronto se me hizo evidente que
había que estrecharlo para que estuviera en consonancia con el resto, llamando
resto, por cierto, a un salón comedor, cocina y aseo diminutos. Sabía que una
vez terminados los trabajos, mi habitáculo iba a ser verdaderamente minúsculo,
pero no me importaba en absoluto, teniendo en cuenta, por otro lado, que yo
siempre había sido agorafóbico, y prefería los espacios reducidos (esa sin duda
es la razón por la cual siempre me atrajeron los ascensores). Por otro lado,
verme literalmente encajonado entre toda aquella serie de cachivaches que fui
amontonando durante meses, hacía que me sintiera más acompañado, e incluso que
pasara algunos ratos en el pasillo, que finalmente logré tapizar con cajas de
cartón de bolsas de patatas fritas y de puré. La cocina no representó un gran
problema, porque en pocos días logré llenarla con unas estanterías metálicas
que tiempo atrás había desmontado del estudio, y que me permitían un paso
suficientemente holgado hasta el fregadero, la cocina y el frigorífico, aunque
abrir este último no resultaba excesivamente cómodo, lo que me hacía ahorrar y
que mis comidas se limitaran a lo estrictamente necesario, especialmente sopas
de puré de patata, sobrantes de algunas de las cajas mencionadas más arriba. El
salón tampoco supuso un problema grave, pues en él almacené el resto de todo lo
que había desalojado de otros lugares de la casa, lo que ciertamente hacían del
lugar un sitio pintoresco, por el que transitar era lo más parecido a una
gymkhana, algo que sin duda mi cuerpo, un tanto inactivo por falta de espacio
durante aquella época, sin duda habrá agradecido. En cuanto al cuarto de baño
debo decir que me resultó algo más complicado, a pesar de lo reducido de sus
dimensiones, pues ya se me habían terminado otras posibilidades de relleno, y
el supermercado empezaban a verme con gesto dubitativo, por lo que finalmente
opté por encajar allí como buenamente pude un baúl que tenía en la terraza, y
del que al principio había minusvalorado un volumen, que hacía prácticamente
inaccesible el lugar. Me quedaba un mínimo rincón para la ducha y otro para la
taza, a los que bien que mal puedo acceder, sin que hasta la fecha se haya
producido ningún estropicio de orden sanitario en mi persona, teniendo en
cuenta que en ninguno de los dos casos posibles, puedo ser considerado como un
incontinente. Sé que mi actitud ha causado extrañeza a los vecinos, que
raramente me ven salir de casa cuando antes era bastante callejero, pero no me
importa. Solo me duele, eso es cierto, que el portero se haya ido de la lengua,
y les haya contado mis aficiones restrictivas de los últimos tiempos. No debí
abrirle la puerta aquel día que, sin duda picado por la curiosidad, llamó al
timbre con una disculpa que ahora no recuerdo, encontrándose inopinadamente no
solo con mi cara, sino con un perchero de patas que se le cayó sobre la nariz.
Esa fue sin duda la razón que le llevó a divulgar mis inventos, y a ejercer el
comadreo con el resto de vecinos. Me duele oírles gritar extemporáneamente con
frecuencia “¡Diógenes, sal de ahí!”, incapaces de aceptar en mí una creatividad
de la que carecen, y que me ha conducido a este éxito sin paliativos que ahora
es mi vida. Diógenes, mira por donde, alguien de quien puedo sentirme ufano,
después de todo, un filósofo capaz de leerle la cartilla al mismísimo
Alejandro. Ahí queda eso.
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