lunes, 17 de diciembre de 2012

DIÓGENES


Todo comenzó de forma que bien pudiera llamarse fortuita, aunque, a decir verdad, con el paso del tiempo nada parece tan casual como se pretende en un principio. De hecho, por aquella época, yo estaba todavía casado y tenía ya tres hijos, dos niñas gemelas de nueve años y un bebé de apenas unos meses. Lo recuerdo con tanta precisión porque, coincidiendo con la compra semanal que hacía con Raquel en el súper del barrio, me dio por cambiar de pasta dentífrica, pasando de Colgate a Licor del Polo, algo que si entonces consideré insignificante, con el tiempo fue el origen de una nueva forma de vida, poco después de que mi mujer decidiera despedirse de mí e irse a vivir con sus padres en compañía de mis queridísimos hijos. Fue una época difícil teniendo en cuenta, además, que como consecuencia de la depresión que sufrí casi de inmediato, me quedé en el paro, incapaz de reaccionar y buscar trabajo en otra parte. Soy especialista en informática, pero lo cierto es que por entonces había una auténtica avalancha de gente en mis condiciones, por lo que, a pesar de algunos desganados curriculums que envié por internet, nadie se decidió a contratarme, sin duda porque en mis peticiones se hacía evidente que no pasaba por un buen momento. Siendo esto así, el tiempo comenzó a transcurrir para mí de una forma monótona que no sabía como paliar, fue sin duda entonces cuando empecé a darle a la marihuana y el alcohol, además de irme con frecuencia a hacer la compra, aunque verdaderamente no tuviera ninguna necesidad de ello y volviera con las manos vacías. Fue en un gran supermercado, por el que paseaba al menos una hora al día, donde me vino a la cabeza la posibilidad de reestructurar mi casa en función de nuevos criterios, entre los que el estético era el principal. En los muelles y dársenas de tal lugar, se me ocurrió la idea de “amueblarla”de otra manera, a base de llenarla de los sobrantes, cajas, paquetes y envoltorios de todo tipo amontonados por allí, entre los que cierto día destacaba resplandeciente uno de grandes proporciones de Licor del Polo que me deslumbró, y que de inmediato imaginé en la habitación del fondo, osease mi estudio. Que no se me pregunten razones que justifiquen esta elección, fue algo natural que nada tuvo que ver con la racionalidad, sino con un impulso emocional de la misma naturaleza con la que, en un momento dado, un ateo cree en Dios o en los extraterrestres. Se trataba de una especie de contenedor de cartón piedra con unas medidas aproximadas de 3x4x2,5 metros, que me fue ofrecido si lo hacía desaparecer de allí en el transcurso de ese mismo día. Así fue, yo mismo lo desmonté e introduje en mi furgoneta, que tenía las medidas justas para transportarlo. A la semana siguiente, después de no poco trabajo, y de echar mano a toda la utillería que tenía en la caja de herramientas, pude por fin dar por terminada la obra, que si alguien podía calificar de chapucera, a mi me parecía una belleza, y en cuyo interior pude meter con notable éxito un par de estanterías repletas de libros y una mesa con el ordenador, la impresora y otra serie de artilugios electrónicos. Tuve que hacer algunos destrozos, como practicar una abertura que coincidiese con la de la ventana, si  no quería trabajar todo el día a oscuras, pero me las arreglé para fabricar una especie de persiana de sube y baja con los restos de un estore que tenía arrumbados en la terraza. En los primeros tiempos después de la obra, mi actividad esencial consistía en entrar y salir de aquel reducto, con la misma ilusión que un crío utiliza una cabaña que ha sido capaz de construir en lo alto de un árbol. Dentro se había creado un ambiente mágico, que durante la noche yo trataba de mantener mediante el empleo de un sistema de luces que había instalado, y que desde diferentes ángulos, creaban una atmósfera muy sugerente, una especie de combinación del realismo mágico de García Márquez con el neorrealismo italiano de Rosellini y adláteres. Claro que esa era mi opinión, y faltaban otras que la corroboraran, pero, en todo caso, ya habría tiempo para las visitas. Era pues el primer lugar de mi casa ocupado por elementos ajenos a ella misma, algo que enseguida me dije que no podía quedarse ahí, sino que debía continuar sin solución de continuidad en otras habitaciones, que, en comparación con esta, me parecieron entonces totalmente anticuadas y demodés, por más que estuvieran puestas con un gusto discreto, a base de casi todos los regalos de boda que logré conservar conmigo una vez que mi mujer y mis críos se fueron de casa. A partir de ese momento ese fue el lugar de casa que más frecuenté, hasta el punto que experimenté un notable ascenso de mi creatividad, dedicándome con inusitado furor a escribir historias y narraciones breves, cuyos protagonistas solían ser unos personajes del subsuelo que habitaban en grutas y cuevas, algo no fortuito, pues esa era mi manera de rendir un sentido homenaje a mi habitación-estudio, a la que, en recuerdo a otra de las industrias punteras de los dentífricos, llamé de inmediato sala “Profidén”. Aunque pueda parecer poco creíble, a partir de la terminación del engendro (licencia peyorativa que bien me puedo permitir), empecé a sentirme mucho mejor, sin duda debido a que pude en ese momento creer en mi creatividad y la posibilidad de salir adelante. Por otro lado, tal hecho me ahorraba la visita al siquiatra, que ya me veía como inaplazable, y no digo nada del psicoanalista, que estoy convencido que llegaría a la conclusión de mi necesidad pretérita de un hogar acogedor, y un simulacro de retención de las heces como consecuencia de la rabia que tal carencia me había originado a lo largo de la vida. Tuve pronto claro que mi obra debía continuar, y que el resto del piso debía tener  también un nuevo aspecto, de acuerdo con otros parámetros más allá del puramente utilitario, que hasta entonces era el que había regido. Concretamente, el pasillo me parecía excesivamente ancho para un piso de dimensiones tan reducidas, por lo que pronto se me hizo evidente que había que estrecharlo para que estuviera en consonancia con el resto, llamando resto, por cierto, a un salón comedor, cocina y aseo diminutos. Sabía que una vez terminados los trabajos, mi habitáculo iba a ser verdaderamente minúsculo, pero no me importaba en absoluto, teniendo en cuenta, por otro lado, que yo siempre había sido agorafóbico, y prefería los espacios reducidos (esa sin duda es la razón por la cual siempre me atrajeron los ascensores). Por otro lado, verme literalmente encajonado entre toda aquella serie de cachivaches que fui amontonando durante meses, hacía que me sintiera más acompañado, e incluso que pasara algunos ratos en el pasillo, que finalmente logré tapizar con cajas de cartón de bolsas de patatas fritas y de puré. La cocina no representó un gran problema, porque en pocos días logré llenarla con unas estanterías metálicas que tiempo atrás había desmontado del estudio, y que me permitían un paso suficientemente holgado hasta el fregadero, la cocina y el frigorífico, aunque abrir este último no resultaba excesivamente cómodo, lo que me hacía ahorrar y que mis comidas se limitaran a lo estrictamente necesario, especialmente sopas de puré de patata, sobrantes de algunas de las cajas mencionadas más arriba. El salón tampoco supuso un problema grave, pues en él almacené el resto de todo lo que había desalojado de otros lugares de la casa, lo que ciertamente hacían del lugar un sitio pintoresco, por el que transitar era lo más parecido a una gymkhana, algo que sin duda mi cuerpo, un tanto inactivo por falta de espacio durante aquella época, sin duda habrá agradecido. En cuanto al cuarto de baño debo decir que me resultó algo más complicado, a pesar de lo reducido de sus dimensiones, pues ya se me habían terminado otras posibilidades de relleno, y el supermercado empezaban a verme con gesto dubitativo, por lo que finalmente opté por encajar allí como buenamente pude un baúl que tenía en la terraza, y del que al principio había minusvalorado un volumen, que hacía prácticamente inaccesible el lugar. Me quedaba un mínimo rincón para la ducha y otro para la taza, a los que bien que mal puedo acceder, sin que hasta la fecha se haya producido ningún estropicio de orden sanitario en mi persona, teniendo en cuenta que en ninguno de los dos casos posibles, puedo ser considerado como un incontinente. Sé que mi actitud ha causado extrañeza a los vecinos, que raramente me ven salir de casa cuando antes era bastante callejero, pero no me importa. Solo me duele, eso es cierto, que el portero se haya ido de la lengua, y les haya contado mis aficiones restrictivas de los últimos tiempos. No debí abrirle la puerta aquel día que, sin duda picado por la curiosidad, llamó al timbre con una disculpa que ahora no recuerdo, encontrándose inopinadamente no solo con mi cara, sino con un perchero de patas que se le cayó sobre la nariz. Esa fue sin duda la razón que le llevó a divulgar mis inventos, y a ejercer el comadreo con el resto de vecinos. Me duele oírles gritar extemporáneamente con frecuencia “¡Diógenes, sal de ahí!”, incapaces de aceptar en mí una creatividad de la que carecen, y que me ha conducido a este éxito sin paliativos que ahora es mi vida. Diógenes, mira por donde, alguien de quien puedo sentirme ufano, después de todo, un filósofo capaz de leerle la cartilla al mismísimo Alejandro. Ahí queda eso.

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