Sin que me preguntaran, tenía la certeza de lo que les preocupaba. Siempre les parecí un niño tímido al que más valía espabilar pronto, si no se quería que con el tiempo llegara a ser un joven raro y un adulto definitivamente desquiciado. Con frecuencia les oía hablar sobre mí desde la habitación de al lado después de comer. Ellos no podían imaginar que pudiera hacerlo porque hablaban intencionadamente en voz baja, pero ya por entonces yo había aprendido una técnica infalible para escuchar las conversaciones a través de los tabiques. Bastaba con poner un vaso de cristal con los bordes contra la pared y la oreja bien pegada a la base. No era sencillo y llevaba cierto aprendizaje, pero con el tiempo acabé encontrando un lugar en el tabique donde podía oírles como si hablaran por un altavoz. Normalmente era papá el que solía empezar la conversación, aludiendo a algo que había sucedido durante la comida y de lo que, como no, yo era el desafortunado protagonista. Lo que parecía molestarle más es que hablara poco o que, como mucho, solo comentara algo cuando se me preguntaba directamente, pero el hecho de que jamás tomara la iniciativa le desquiciaba, y a través de la pared podía intuir la cara de mal genio con la que se dirigía a mamá, como si la pobre tuviera la culpa. Ella trataba siempre de echarme una mano, e intentaba hacerle ver que el que yo fuera de pocas palabras no era un síntoma negativo, sino solo una forma de ser. “Es un niño introvertido, eso es todo”, era su expresión favorita, con la que pretendía calmar a papá, cuyo enfado parecía aumentar según pasaban los minutos, hasta que finalmente daba un puñetazo en la mesa y se levantaba airadamente, momento en el que yo salía por la puerta opuesta, no fuera a ser que me cogiera con las manos en la masa. En algunas ocasiones, para capear el temporal, mamá se ponía de su lado y confirmaba lo que decía mi padre con afirmaciones breves y poco significativas, tipo “sí, claro”, “puede ser”, “eso parece” y otras por el estilo, con las que intentaba desinflarle y que se tranquilizara. Mis otros hermanos no querían saber nada, y normalmente ya se habían ido, aunque era evidente que estaban al corriente y que también ellos me consideraban un bicho raro, pero tenían otras cosas más importantes en las que pensar. En ocasiones me irritaban sobremanera cuando al cruzarse conmigo me daban pescozones, o hacían una mueca significativa de que no me consideraban que anduviera muy bien de la cabeza (bizqueaban, sacaban la lengua y cosas por el estilo), aunque para no tomármelo demasiado a mal, prefería acabar pensando que eran muestras de afecto que no sabían como demostrar de otra manera, a una edad en las que todos deberían andar con las hormonas revueltas. Yo era el pequeño de cinco, y los otros, todos varones, andaban entre los doce y los veinte. La situación con el tiempo se me empezó a hacer verdaderamente desagradable, y empecé a urdir estrategias para tranquilizar a todo el mundo, pero sobre todo a mi padre, del que temía que de seguir así, acabaría llevándome a un reformatorio o un colegio para niños problemáticos o algo parecido. Pero lo cierto es que no se me ocurría nada, y que, a pesar de todo, yo me sentía bien en aquella familia de seres malhumorados o excesivamente hormonados (excluyo de ambas acepciones a mi madre, naturalmente). Para mí era suficiente escucharles y estar atento a las majaderías que contaban, aunque algunas, todo hay que decirlo, me resultaban muy divertidas. Mi padre era otra cosa, pero también me gustaba oírle contando los acontecimientos que sucedían en la fábrica donde trabajaba, a los que solía aludir como si se tratara de una tragedia griega, independientemente de que el asunto versara sobre una caída súbita en la tensión eléctrica, que había parado la producción durante media hora, o simplemente de lo difícil que le resultaba hablar con el subdirector por la tremenda halitosis que padecía. Según pasaban los días, sentía que me iba poniendo más nervioso, pues no se me ocurría nada para ser más participativo y que mamá no tuviera que escuchar día sí y día no, las diatribas de papá contándole lo preocupado que estaba por mi actitud. Además, de tanto pegar las orejas al culo del vaso, empecé a darme cuenta de que estaban empezando a tomar un color rojizo virando al morado, que pronto iba a levantar sospechas y acabarse descubriendo mi costumbre, lo que debo confesar que me espantaba, no solo por lo que podían decir de mí, sino porque en algunas ocasiones les oía hablar de otros temas, que sin saber exactamente a qué se referían, si intuía que era algo no apto para menores, cuando, por ejemplo, mamá un tanto irritada le decía a mi padre “¿qué quieres que te diga, Lauro, no me apetece, y ya está”. Finalmente se me ocurrió una idea que en principio estimé como genial, impropia de un crío como yo que no descollaba en absoluto en su clase de los primeros años del bachillerato. Al menos de esta manera, estaba seguro de llenar el hueco que mi oprobioso silencio durante la comida hacía que mi padre se saliera de sus casillas. Así que un día me decidí a tomar la palabra entre el primer y segundo plato, cuando mi progenitor empezaba a dar síntomas de agitación ante mi mutismo. Dije, y creo que de todas maneras era la primera vez que todos los presentes lo oían con tal extensión, lo siguiente: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga en antigua, rocín flaco y galgo corredor…”. Y así durante tres minutos durante los cuales todos me miraron con cierta cara de perplejidad, que en mi padre era simplemente de estupor, de tal manera que al terminar mis hermanos me aplaudieron, mi madre me miró con emoción y mi padre se levantó de la mesa y no volvió a aparecer. La verdad es que no supe como interpretar correctamente sus reacciones, y solo cuando el jolgorio de mis hermanos rompió el silencio que se había establecido, supe que algo no encajaba en la situación, lo que a su vez me dejó tan preocupado que me limité a encerrarme en la habitación sin emplear ese día el vaso ni el tabique, después de que mamá me pasara una mano por el pelo y me llamara “cariño”. Quizás el fracaso había consistido en que no había elegido el libro adecuado, aunque es verdad de que no tenía demasiadas opciones, pues en casa no pasarían de la veintena. Días después, sin embargo, me atreví a reiniciar mi táctica, y a los postres, después de anunciarlo, les recité algo que había encontrado en un librito casi escondido detrás de los otros y que decía así: “Fabio, las esperanzas cortesanas, prisiones son do el ambicioso muere y donde al más astuto nacen canas. El que no las limare o las rompiere, ni el nombre de varón ha merecido, ni subir al honor que pretendiere…”. No pude terminar, mamá se echó a llorar y papá permanecía demudado en su silla sin pestañear. Mis hermanos esta vez se mantuvieron en silencio, porque cuando uno de ellos intentó reírse, papá le echo una mirada fulminante que le hizo cerrar la boca de inmediato. Permanecimos así un buen rato en el que nadie dijo ni una sola palabra, hasta que papá se dirigió a mí con una cara que me emocionó, porque nunca le había visto llorar, y dijo “…Ya, dulce amigo, huyo y me retiro de cuanto simple amé; rompí los lazos. Ven y verás al alto fin que aspiro, antes que el tiempo muera en nuestros brazos”. Todos lloramos durante un buen rato, aunque si debo decir la verdad, yo no entendía nada.
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