miércoles, 19 de diciembre de 2012

EQUILIBRIOS


Cuando estoy de pie, en no pocas ocasiones siento un impulso súbito de tirarme al suelo ipso facto, sin importarme el lugar donde esté y las complicaciones que tal hecho pueda originarme. Es algo a lo que obedezco siguiendo un impulso que, en mi opinión, tiene más que ver con los instintos primarios que con las emociones, y desde luego los sentimientos o la inteligencia. Afortunadamente, hace ya unos meses que no estoy en el departamento de Relaciones Públicas de la empresa, donde tal cosa hubiera originado situaciones un tanto violentas, y dado una impresión nada favorecedora de la firma. Es algo, sin embargo que, cuando sucede, viene acompañado por una serie de consideraciones racionales, de las que soy plenamente consciente en el momento, lo que de alguna manera matiza lo dicho más arriba. Quiero decir que no me tumbo tras un proceso mental racional, sino que cuando lo hago, inmediatamente soy consciente de los motivos que me llevan a ello. Por lo que acabo de decir, creo que ha quedado claro, que en ningún caso me caigo o sufro un acceso neurológico desordenado que me lance al suelo, sino que me tumbo de la misma manera que podría haberme sentado o adoptado cualquier otra posición que mi cuerpo tuviera a bien en esos momentos. Antes de entrar en otras disquisiciones, debo decir que si adopto tal postura es porque es en la que me siento más a gusto, con independencia de que se trate del tendido prono o supino, aunque yo prefiero este último porque me permite una visión central y periférica más amplia y de mayor calidad. Aquí creo que, entrando ya en materia, es preciso decir que desde los primeros instantes en que me veo urgido a echarme por tierra, mi mente me traslada una serie de conceptos de orden ético que hacen evidente la idoneidad de tal acción. En primer lugar, viene la consideración referente a la conveniencia de tener una visión más modesta del mundo, como la que sin duda tienen la inmensa mayoría de los seres que reptan o simplemente se arrastran, y que cada cual piense en los que le apetezca. A mí, de entrada, se me ocurren las serpientes, los lagartos y toda la gama de insectos que pueblan  el planeta, si exceptuamos a los que vuelan. Quien sabe si, después de todo, la posición erecta de los homínidos una vez que bajaron de los árboles a la sabana, añadió a la que poco después fue nuestra especie, un orgullo indebido, con independencia que por entonces, fuéramos aún presa frecuente de los leones y otros felinos con malas pulgas y una necesidad perenne de proteínas. De todas formas, debo aclarar como addenda a lo dicho con anterioridad que, con frecuencia, cuando me veo sorprendido por ese afán irrefrenable de echar cuerpo a tierra, tengo la sensación de ser succionado hacia el interior por una fuerza inevitable que debe tener mucho que ver, en mi opinión, con la de la gravedad. Quizás se trate simplemente de eso, una sensibilidad excesiva de mi organismo a la fuerza que nos mantiene adheridos a la corteza terrestre, y que, de no mediar algunos inconvenientes, nos conduciría de cabeza (o mejor “de pies”) hacia el núcleo del planeta, en las proximidades del magma incandescente interior, donde hablar de calor sería una frivolidad. Y de eso sé yo bastante, siendo de toda la vida un aficionado irredento a los fenómenos geológicos, y especialmente los volcánicos, en los que en su día arriesgué mi vida en las proximidades del flujo piroplástico y las nubes explosivas del Krakatoa y el Mauna-loa (no es este el momento de hacer alusión a mis viajes exóticos, porque no tienen demasiado que ver con el tema que nos ocupa). El hecho, pues, de tumbarme en los momentos más impensados, podría constituir una defensa elemental contra ese pavor ancestral a ser succionado más allá del manto terrestre, sabedor de que la posibilidad de tal cosa es inversamente proporcional a la superficie implicada, y esto lo sabe bien quien ha intentado cortar una barra de pan, primero de forma natural y después de canto. Claro que estas disquisiciones las hago a posteriori, tranquilamente sentado en el sofá de casa o a mi mesa de trabajo, aunque en esta última  en determinada ocasión tuve que efectuar el cuerpo a tierra, al utilizar una silla pequeña, pero metálica, pesada y de patas finas, que con mi peso se hizo apta para el viaje que vengo comentando. Es posible que siendo yo una persona alta y esbelta (quiero decir, aunque parezca pedante, “con las proporciones adecuadas”), la fuerza gravitatoria se me aplique con una intensidad mayor que a un individuo obeso o simplemente gordo, dadas la resistencia de los materiales sólidos a ser penetrados. Que duda cabe que esta situación me ha originado situaciones desagradables, pero últimamente, mis familiares y allegados la acogen con una naturalidad sorprendente, a la espera de que los estudios médicos que me están realizando aclaren algo. Soy consciente, no obstante, de que con una frecuencia inusitada me llevan al campo, donde tratan de entretenerme y que no piense en ello, pero yo sé que lo hacen para no sufrir el bochorno de ver a un familiar próximo por los suelos entre la gente. Incluso es habitual que algunos de ellos, posiblemente para que no me sienta solo, se tumben a mi lado y contemplemos el cielo juntos. De hecho, me estoy haciendo un experto en nubes, de las que ahora llego a calibrar no solo su forma, tipo, densidad, color y movimiento, sino otras cualidades más sutiles, de las que la comparación con objetos y ciertos animales sería la menor. Soy ahora capaz, de acuerdo con algunas de sus características que no interesan ahora, de prever situaciones o acontecimientos del futuro, de la misma manera que otros pueden hacerlo leyendo la palma de la mano o los posos del café. A veces, al ver unos cúmulos arracimados en el horizonte, preveo el tiempo que hará al día siguiente o si la hepatitis de la abuela va a tener solución, aunque, como soy discreto, los malos augurios me los callo, no vaya a ser que me acaben llamando gafe. Cuando mi posición de tendido me hace tener la cara pegada a la tierra, suelo aprovechar el momento para realizar una sucinta aproximación al mundo cuántico, aunque sea incapaz de profundizar más allá de la hierba de la pradera o las piedras del camino. Qué más quisiera yo que adentrarme en ese mundo fantástico, poblado por las partículas elementales, especialmente los leptones y los quarks, de los que tengo un elevado concepto literario(*). La crisis, si es que tal cosa puede llamarse a este privilegio, suele terminar al cabo de unos minutos, nunca más de diez, y la finalización suele venir acompañada por unos temblores placenteros y una cierta sensación de calor muy agradable, supongo que debido a que durante unos instantes he estado en íntima comunión con la Madre Tierra (sirva este rapto lírico para describir una situación esencialmente agraria). Me han llevado al psiquiatra, que dice que no observa en mí nada especial, pero el neurólogo se empeña en recetarme unas pastillas espantosas, que hasta ahora afortunadamente no me han hecho ningún efecto. Y digo que afortunadamente, porque, quien sabe si esto que me sucede es una bendición, teniendo en cuenta que a la larga, todos estamos hechos para la tierra (aquí resulta aplicable el adjetivo de gafe que fue descartado más arriba). De todas maneras espero curarme: no gano para ropa.

(*) Palabra inventada por James Joyce, el escritor irlandés y utilizada en su novela “Finnegan´s wake, y que luego se utilizó para nombrar las partículas elementales de las que están compuestos los protones y neutrones

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