Cuando estoy de pie, en no pocas ocasiones siento un impulso
súbito de tirarme al suelo ipso facto, sin importarme el lugar donde esté y las
complicaciones que tal hecho pueda originarme. Es algo a lo que obedezco
siguiendo un impulso que, en mi opinión, tiene más que ver con los instintos
primarios que con las emociones, y desde luego los sentimientos o la inteligencia.
Afortunadamente, hace ya unos meses que no estoy en el departamento de
Relaciones Públicas de la empresa, donde tal cosa hubiera originado situaciones
un tanto violentas, y dado una impresión nada favorecedora de la firma. Es algo,
sin embargo que, cuando sucede, viene acompañado por una serie de
consideraciones racionales, de las que soy plenamente consciente en el momento,
lo que de alguna manera matiza lo dicho más arriba. Quiero decir que no me
tumbo tras un proceso mental racional, sino que cuando lo hago, inmediatamente
soy consciente de los motivos que me llevan a ello. Por lo que acabo de decir,
creo que ha quedado claro, que en ningún caso me caigo o sufro un acceso neurológico
desordenado que me lance al suelo, sino que me tumbo de la misma manera que
podría haberme sentado o adoptado cualquier otra posición que mi cuerpo tuviera
a bien en esos momentos. Antes de entrar en otras disquisiciones, debo decir que
si adopto tal postura es porque es en la que me siento más a gusto, con
independencia de que se trate del tendido prono o supino, aunque yo prefiero
este último porque me permite una visión central y periférica más amplia y de
mayor calidad. Aquí creo que, entrando ya en materia, es preciso decir que
desde los primeros instantes en que me veo urgido a echarme por tierra, mi
mente me traslada una serie de conceptos de orden ético que hacen evidente la
idoneidad de tal acción. En primer lugar, viene la consideración referente a la
conveniencia de tener una visión más modesta del mundo, como la que sin duda
tienen la inmensa mayoría de los seres que reptan o simplemente se arrastran, y
que cada cual piense en los que le apetezca. A mí, de entrada, se me ocurren
las serpientes, los lagartos y toda la gama de insectos que pueblan el planeta, si exceptuamos a los que vuelan. Quien
sabe si, después de todo, la posición erecta de los homínidos una vez que
bajaron de los árboles a la sabana, añadió a la que poco después fue nuestra
especie, un orgullo indebido, con independencia que por entonces, fuéramos aún
presa frecuente de los leones y otros felinos con malas pulgas y una necesidad
perenne de proteínas. De todas formas, debo aclarar como addenda a lo dicho con
anterioridad que, con frecuencia, cuando me veo sorprendido por ese afán
irrefrenable de echar cuerpo a tierra, tengo la sensación de ser succionado
hacia el interior por una fuerza inevitable que debe tener mucho que ver, en mi
opinión, con la de la gravedad. Quizás se trate simplemente de eso, una
sensibilidad excesiva de mi organismo a la fuerza que nos mantiene adheridos a
la corteza terrestre, y que, de no mediar algunos inconvenientes, nos
conduciría de cabeza (o mejor “de pies”) hacia el núcleo del planeta, en las
proximidades del magma incandescente interior, donde hablar de calor sería una
frivolidad. Y de eso sé yo bastante, siendo de toda la vida un aficionado
irredento a los fenómenos geológicos, y especialmente los volcánicos, en los
que en su día arriesgué mi vida en las proximidades del flujo piroplástico y
las nubes explosivas del Krakatoa y el Mauna-loa (no es este el momento de
hacer alusión a mis viajes exóticos, porque no tienen demasiado que ver con el
tema que nos ocupa). El hecho, pues, de tumbarme en los momentos más impensados,
podría constituir una defensa elemental contra ese pavor ancestral a ser
succionado más allá del manto terrestre, sabedor de que la posibilidad de tal
cosa es inversamente proporcional a la superficie implicada, y esto lo sabe
bien quien ha intentado cortar una barra de pan, primero de forma natural y
después de canto. Claro que estas disquisiciones las hago a posteriori,
tranquilamente sentado en el sofá de casa o a mi mesa de trabajo, aunque en
esta última en determinada ocasión tuve
que efectuar el cuerpo a tierra, al utilizar una silla pequeña, pero metálica,
pesada y de patas finas, que con mi peso se hizo apta para el viaje que vengo
comentando. Es posible que siendo yo una persona alta y esbelta (quiero decir,
aunque parezca pedante, “con las proporciones adecuadas”), la fuerza
gravitatoria se me aplique con una intensidad mayor que a un individuo obeso o
simplemente gordo, dadas la resistencia de los materiales sólidos a ser
penetrados. Que duda cabe que esta situación me ha originado situaciones
desagradables, pero últimamente, mis familiares y allegados la acogen con una
naturalidad sorprendente, a la espera de que los estudios médicos que me están
realizando aclaren algo. Soy consciente, no obstante, de que con una frecuencia
inusitada me llevan al campo, donde tratan de entretenerme y que no piense en
ello, pero yo sé que lo hacen para no sufrir el bochorno de ver a un familiar
próximo por los suelos entre la gente. Incluso es habitual que algunos de ellos,
posiblemente para que no me sienta solo, se tumben a mi lado y contemplemos el
cielo juntos. De hecho, me estoy haciendo un experto en nubes, de las que ahora
llego a calibrar no solo su forma, tipo, densidad, color y movimiento, sino
otras cualidades más sutiles, de las que la comparación con objetos y ciertos
animales sería la menor. Soy ahora capaz, de acuerdo con algunas de sus
características que no interesan ahora, de prever situaciones o acontecimientos
del futuro, de la misma manera que otros pueden hacerlo leyendo la palma de la
mano o los posos del café. A veces, al ver unos cúmulos arracimados en el
horizonte, preveo el tiempo que hará al día siguiente o si la hepatitis de la
abuela va a tener solución, aunque, como soy discreto, los malos augurios me
los callo, no vaya a ser que me acaben llamando gafe. Cuando mi posición de
tendido me hace tener la cara pegada a la tierra, suelo aprovechar el momento para
realizar una sucinta aproximación al mundo cuántico, aunque sea incapaz de
profundizar más allá de la hierba de la pradera o las piedras del camino. Qué
más quisiera yo que adentrarme en ese mundo fantástico, poblado por las
partículas elementales, especialmente los leptones y los quarks, de los que
tengo un elevado concepto literario(*). La crisis, si es que tal cosa puede
llamarse a este privilegio, suele terminar al cabo de unos minutos, nunca más
de diez, y la finalización suele venir acompañada por unos temblores
placenteros y una cierta sensación de calor muy agradable, supongo que debido a
que durante unos instantes he estado en íntima comunión con la Madre Tierra
(sirva este rapto lírico para describir una situación esencialmente agraria).
Me han llevado al psiquiatra, que dice que no observa en mí nada especial, pero
el neurólogo se empeña en recetarme unas pastillas espantosas, que hasta ahora
afortunadamente no me han hecho ningún efecto. Y digo que afortunadamente,
porque, quien sabe si esto que me sucede es una bendición, teniendo en cuenta
que a la larga, todos estamos hechos para la tierra (aquí resulta aplicable el
adjetivo de gafe que fue descartado más arriba). De todas maneras espero
curarme: no gano para ropa.
(*) Palabra inventada por James Joyce, el escritor irlandés y
utilizada en su novela “Finnegan´s wake, y que luego se utilizó para nombrar
las partículas elementales de las que están compuestos los protones y neutrones
No hay comentarios:
Publicar un comentario