miércoles, 12 de diciembre de 2012

ESPIRITUS

Lo que podría (*) haber sido aquello, en esos instantes me era totalmente ajeno. Fue solo un segundo durante el duermevela del despertar en que debí abrir los ojos, y me pareció percibir una figura en la ventana. Porque yo por la noche cuando me acuesto, no cierro totalmente la persiana, solo la bajo hasta la mitad: me gusta que entre temprano la claridad del día. Dije que fue un instante, pero quizás me equivoco y solo se trató de uno de esos sueños que se recuerdan vagamente poco después, y que enseguida desaparecen, a menos que se los ponga por escrito de inmediato. Yo tenía muchos guardados en varias libretas, y de vez en cuando los echaba un vistazo. Era una forma de viajar al pasado, y no solo porque efectivamente los había tenido tiempo atrás, sino porque quien los soñaba, siendo yo mismo, no era ya el de entonces, y lo soñado, normalmente trataba de personas, situaciones y parajes que nada tenían que ver con mi vida real. Bueno, miento, porque es verdad que a veces se colaban en ellos personajes que conocía, aunque en general los percibía entre una densa niebla que no me hacía fácil reconocerlos. Esta vez, sin embargo, me pareció algo diferente, que no recordaba en absoluto de otras ocasiones, incluso podría decir que más que algo real o que un sueño, se había tratado de una impresión que no formaba parte de ninguno de los dos mundos. Una realidad desprendida de un sueño, o un sueño tan difuso y vaporoso que no tenía nada que ver con el mundo de los vivos. Tuve necesidad de contárselo a alguien, y se me ocurrió que nadie mejor que Laura (una vecina de los apartamentos), para tratar de dilucidar de qué podría tratarse. Era una chica de mi edad, muy romántica e imaginativa, pero sobre todo muy fantasiosa, que estaba seguro que iba a escudriñar todos los rincones imaginables de mi espíritu para tratar de hallar una respuesta. Cuando finalmente me decidí a contárselo,  no reaccionó con el entusiasmo que yo esperaba al ofrecerle la posibilidad de lucirse echando a volar su fantasía. De hecho, reaccionó de una forma diametralmente opuesta, y se empeñó en que tratara de recordar con precisión las circunstancias que rodearon al hecho: la hora, la  intensidad de la luz por la ventana, mis sensaciones físicas al levantarme y otros detalles que no hacen al caso. Pero, sobre todo, insistió en que debía tratar de describir con la mayor precisión posible lo que “había visto o sentido” en aquellos instantes, no valían descripciones someras o aproximadas, debía estrujarme el cerebro para dar con las palabras exactas, de otra manera no podría hacer nada por mí. Me dejó bastante decepcionado, porque, creyendo conocerla, esperaba que enseguida fuera ella la que pusiese a trabajar su imaginación, y no que fuera yo quien tuviera que hacerlo. De todas maneras, ya que esa era la única oportunidad que yo veía factible para aclararlo, pasé un buen rato intentando sacar de mi mismo lo más aproximado a una definición de aquella sensación fantasmagórica que había tenido, aunque en varias ocasiones estuve a punto de rendirme diciéndole que abandonaba, que, después de todo, aunque me inquietaba, no era tan importante. Finalmente tras varias reuniones en las que lo más que llegué fue a balbucear algunas palabras inconexas o frases sin sentido, llegué a decir “sombra, una sombra”, algo con lo que Laura pareció conformarse hasta el día siguiente, que nos veríamos de nuevo. La verdad es que aquella chica me estaba despistando, pues en el fondo yo deseaba que me hubiera dado una explicación imaginativa o fantasiosa de las que acostumbraba en cualquier orden de cosas, pero seguía confiando en ella, y decidí aceptar el reto que me estaba planteando. Había cambiado, es cierto, pero a lo mejor su nueva forma de abordar los asuntos era la adecuada para ayudarme. Nos volvimos a reunir al día siguiente en mi habitación, ella, supongo que con cierta ironía, la llamó “el lugar del crimen”. Para que no hubiera malentendidos posibles, los dos nos sentamos en unas butacas de las que yo solo me servía para colocar (¿) mi ropa cuando me iba a la cama,  me mudaba, o me ponía los zapatos. Allí le repetí por enésima vez, la manera en que yo había percibido aquella extraña sensación días atrás poco antes de despertar, Laura estuvo muy escrupulosa con los detalles como los días anteriores, e incluso me hizo señalar con minuciosidad el lugar de la ventana donde creí tener la extraña aparición, y después me preguntó por su color, forma y movimiento. La verdad que yo estaba empezando a desquiciarme y casi me arrepentía de haberle preguntado nada. Me hubiera conformado con cualquier tontería esotérica de las suyas, y me estaba sintiendo acosado por algo que a esas alturas estaba dejando de interesarme. Afortunadamente, después de sacar una libreta y escribir en ella unas notas que no me dejó leer, me dijo que había llegado a la conclusión de que lo que me había pasado es que había visto o soñado, la cosa no tenía en su opinión ninguna importancia, un cuervo o un murciélago, que a principios de verano eran muy habituales por allí.  Para acabar ya, le dije que creía que tenia razón y que me sentía muy satisfecho con su explicación, y que no deberíamos darle más vueltas. “Ha sido algo sin importancia y debes olvidarte de ello” me respondió con un tono casi imperativo que me sorprendió. Laura estaba ese día guapísima a esas horas de la tarde, casi ya de noche, embutida en unos pantalones y un top rojo muy ceñido bajo una de capa negra, sujeta a la altura del cuello por una especie de gargantilla de plata. Sus manos tan blancas y su tez tan pálida, casi lívida bajo su pelo azabache, que en otros momentos me hubieran extrañado, me resultaron en esos momentos irresistiblemente atractivos, pero al irse, cuando el vuelo de su capa dibujó una sombra sobre la pared, tuve un escalofrío y la seguridad de que se trataba de ella.

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