La ciudad está poblada
por dos tipos de personas: los que salen de casa antes de las siete de la
mañana camino del trabajo y los que lo hacen después, bien sea porque el suyo
comienza a una hora menos intempestiva o porque no trabajan. Esto, creo que
todo el mundo lo puede entender, aunque no haya alcanzado una titulación
universitaria. No hace falta para ello tener conocimientos avanzados de
matemáticas, ni de temas que sean considerados equivalentes en otras áreas. Es
posible, sin embargo, que muchos que sí lo hacen, no tengan una idea precisa
del principio de incompletitud de Gödel, algo que no me hará que deje de
dirigirles la palabra si llego a cruzarme con ellos, y la ocasión se presta a
un intercambio verbal de cualquier orden. Claro que, de la misma manera que el
hecho de que en la ciudad existan estos dos tipos de individuos, no quiere
decir que no se den una gran variedad de otras posibilidades; siguiendo con el
trabajo, por ejemplo, los que regresan antes de las seis de la tarde (funcionarios,
en general) y los que no lo harán como norma antes de las ocho (altos
ejecutivos, y el último turno de bomberos). Así pues, los habitantes de una
ciudad pueden de esta manera considerarse en parejas agrupadas por una criterio
de cualquier tipo, temporal y espacial (como ya consideró Kant en sus premisas
“a priori”) fundamentalmente, aunque, si tenemos en cuenta a Einstein, no
deberíamos olvidar la velocidad de traslación (Ejemplos de tiempo: ya
mencionados. Ejemplos de espacio: Alcobendas y Denver. Ejemplos de velocidad:
un taxista y un piloto de reactores). De todas maneras, estos criterios, siendo
diferentes, nunca darán la imagen exacta de una ciudad, que puede quedar
definida en líneas generales por una aglomeración de personas viviendo en una serie
de edificios agrupados por unidades familiares, o de la especie que tenga a
bien considerarse. Aunque parezca lamentable, una ciudad no se diferencia básicamente
en nada más de un pueblo o de una gran urbe, tipo Nueva York o Sanghai, por decir
algo. Incluso, rizando el rizo, un tipo solo en el desierto, podría ser considerado
como una aglomeración de sí mismo, sobre todo en la medida que se trate de un
individuo con una intensa vida interior. Esto último nos da una pista de lo que
suele suceder en las ciudades por el mero hecho de agrupar a una multitud: la
posibilidad de relaciones interpersonales y, como consecuencia de ello, la
creación de polos industriales o creativos, que lo mismo pueden dar lugar a
fábricas y empresas de todo tipo, que a casinos y centros culturales, además de
cinematógrafos, restaurantes y bares de copas, si la vida nocturna adquiere
cierto relieve. Un hombre solo, sin embargo, por muchas cualidades que tenga, e
incluso con la posibilidad de personalidades múltiples que albergue, no será
capaz de levantar ese entramado multidisciplinar por mucho que se empeñe: no
hay que confundir la creatividad en sentido estricto, con el mero hecho de
estar como una chota. Independientemente de todo lo anterior, puedo asegurar a
quien tenga la paciencia de leerme, que mi vida, sin ser el paradigma de nada
que merezca la pena reseñarse en ningún sentido, sí está colmada de una serie
de acaecimientos que la adornan de valores, difíciles de obtener allí donde uno
solo se tiene a sí mismo y a una cantidad indefinida de dunas y chumberas.
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