La abuelita tenía cien
años, pero sobre todo tenía mal café. Había sido lo que popularmente se conoce
como una mujer de armas tomar, que en resumidas cuentas siempre hizo lo que le
dio la gana. Ahora, medio inmovilizada, no aceptaba en modo alguno su postración,
aunque aún se mantenía en pie y era capaz de deambular de aquí para allá
durante diez minutos. Pero con lo que realmente disfrutaba era con quejarse
todo el rato hubiera o no razón para ello, con lo se vengaba a su manera de
haber perdido las facultades que tiempo atrás la hicieron famosa. Su
característica más destacada era que, una vez que había tomado cualquier
decisión, a los pocos días e incluso al poco rato, veía los inconvenientes de
la misma donde antes veía precisamente sus ventajas. Si el teléfono estaba en el pasillo y cada
vez que sonaba tenía que levantarse de su sillón del salón y desplazarse para
contestar, ahora, una vez que se lo pusieron al lado para que se ahorrase la
molestia, evitando al mismo tiempo que se rompiese la crisma en el traslado, se quejaba de su inmovilidad, con lo bien que
antes le venían a sus piernas dar unos pasos. Por otro lado, como la buena
señora tenía muy mala vista, pasaba el tiempo con el transistor de la radio
pegado a la oreja y prácticamente no veía la televisión, hasta que un familiar
consiguió que se entretuviera viendo (mal) documentales de animales, que le
hacían mucha gracia. Lo que verdaderamente veía no estaba claro, y daba la
impresión de que en los que principalmente se fijaba era en el movimiento de
los bichos, a los que solo distinguía aproximadamente, pues lo mismo
confundía a una perro con una oveja y a un búfalo con un elefante, pero para
ella eso era lo de menos. El problema surgió cuando dicha cadena de televisión
cambió de contenido y se dedicó a la astronomía y los fenómenos de la naturaleza,
cosa a su parecer inaceptable e impropia de un gobierno decente, por lo
que el familiar mencionado no solo tuvo que fingir que llamaba a Telefónica sino incluso al
palacio de la Moncloa quejándose de la situación originada. Otra de sus manías
desquiciantes según la hija que cuidaba de ella, y gracias a la cual María
Antonia se ahorró unos cuantos miles de euros, era el dinero. Si lo tenía
encima, se desquiciaba y se ponía de un humor de perros porque en cualquier
momento un ladrón que entrase en casa se lo podía robar. Y si no lo tenía,
porque una no puede estar en la vida sin cinco céntimos en el bolsillo con lo
cual su despotrique alcanzaba niveles antológicos. Tratar de ignorar lo que
decía resultaba prácticamente inútil porque no paraba de desbarrar por mucho
que se le explicara que cualquiera de ambos casos era poco probable, algo de lo
que ella no se enteraba porque era prácticamente sorda por más que quien la
hablara se desgañitase tratando de explicárselo. Solamente daba resultado
cuando el interlocutor, su hija o quien en ese momento estuviera al cargo, la
mandaba literalmente a tomar por el culo, momento que durante un rato le
hacía sentirse compungida, aunque poco después se liase a bastonazos para
descargar la presión de su mal café, como ya se indicó al principio. Lo cierto
es que cuando nos conocimos tuve con ella una relación estupenda porque
comprendió que el puro hecho de que la echara una mano en sus cosas le venía
de perlas como ella misma se encargaba de informar a cualquiera que la
viese. El problema surgió cuando tiempo adelante empezó a considerarme como a
una más de la familia. Familia por otro lado prácticamente inexistente salvo la
hija, que estaba todo el día fuera trabajando y no regresaba hasta cerca de las
siete de la tarde cuando se lo permitían sus funciones de ejecutiva de cierto
nivel. Las cosas se complicaban porque a pesar de los esfuerzos de ésta para
que aceptara a una chica para ayudarla, ella se negaba en redondo diciendo que
la mayoría eran de color, y vete tú a saber lo que te pueden transmitir.
Esa fue la principal razón por la que yo, viuda hacía años, me brindé a
ayudarla acompañándola un buen rato por las mañanas, después del aseo y
desayuno que del que se ocupaba su hija antes de salir disparada para el
trabajo. Las dificultades comenzaron cuando al poco tiempo empezó a
considerarme como una mucama a
sus órdenes. Hazme esto o aquello, vete para allí, vete para acá, acércame
esto, eso sobra, baja la basura y dile al portero que me compre pan de ocho
cereales o mejor, vete tú y ojo con la vuelta. Y así una infinidad de
pequeñas tareas que empezaron a hacer de mis visitas a María Antonia un trabajo
no remunerado con todas las de la ley. Ni que decir tiene, además, que
cualquier iniciativa por mi parte enseguida empezó a ser considerada como una
birria, a lo que pronto empezó a añadir una coletilla, o mejor dos: a
ver si tú me vas a decir lo que yo me necesito o déjame en paz, que no
tienes ni idea.
La abuelita, en resumidas
cuentas, no se merecía el entrañable diminutivo que se suele emplear con las
personas a las que profesamos cierto afecto, en absoluto. Indudablemente, dada
su edad, ella quería ser apreciada y como es natural solicitaba ayuda y
comprensión, pero lo que durante su propia vida no llegó a comprender que tal
cosa jamás se consigue dando órdenes continuamente y mucho menos liándose a
bastonazos.
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