1.- Antecedentes
Yo no hablo inglés pero
podría hablarlo e incluso debería, porque he ido a clase con algunas
interrupciones desde los diez años. Auuuh, que aullaría el lobo allá por los
años cincuenta del siglo pasado, a la vuelta de la esquina. Incluso recuerdo el
lugar de las primeras lecciones, la Cámara de Comercio de mi pueblo, que ya por
entonces algunos llamaban ciudad, y el método de enseñanza, el Basil Potter,
muy famoso en su época, aunque nada tuviese que ver con Harry ni el mundo gótico
británico ni sus universidades y toda esa parafernalia. Y que conste que por
entonces lo que se llevaba era el francés, cuya música todavía sonaba por las
tardes en los famosos guateques. Gilbert Becaud, Charles Aznavour, Johnny Halliday,
Sylvie Vartan y todos aquellos pájaros y pájaras de entonces, aunque la Edith
Piaf fuera otra cosa. Para mí, que el inglés y en buena medida el francés, ya
que me he metido en harina, tiene algo que no está al alcance de la fonética
carpetovetónica. Es como si a un cantero, por muy góticas y elegantes que
fueran las catedrales que construyese, le metieras en un jardín y le pusieras a
arreglar los parterres y a cuidar de las rosas. No habría manera: demasiado
basto, harto de darle al cincel trabajando la piedra. Es una opinión, claro.
Nuestro idioma, como creo que pasa con el griego, el moruno y alguno más, es
demasiado tocho, demasiado simple. La a es a y no e o
ai, como puede pasar en inglés. Y una i es siempre i y no
puede ser ai. Ni la u, iu, etcétera. Y no digamos nada si
las vocales se nos presentan en sílabas. El desideratum de sutilezas
para las que no está hecha la garganta patria, de al pan, pan y al vino, vino.
Y que conste que en
buena medida todo lo anterior me humilla, como si nuestro aparato fonador
viniera con algún defecto de fábrica y resultara incapaz para la
pronunciación de matices y sutilezas. Pam, pam, pam. En casa del herrero, de
palo nada, a martillazos.
2.- El método.
Así que dados los
antecedentes relatados en el apartado anterior, he decidido que de una vez por
todas el asunto se arregle, y en unos cuantos meses salga yo por ahí hablando
inglés por los codos e inclusos por las ingles y las axilas, todo hay que
decirlo, que en el cuerpo humano nada es desechable. Y apto para los
termómetros como es el caso. Mi método es de lo más simple, consta de una clase
semanal con un afamado nativo de las islas, titulado por Cambridge, y luego una
práctica habitual non-stop todos los putos (*) días de la semana. En un
par de años como el Séspir ése de El mercader de Venecia y Hamlet,
el Rey Lear, y todas esas salvajadas que escribió el andova, y
por las que le dieron el Nóbel o algo parecido, aunque fuera con cuatro siglos
de retraso.
La práctica mencionada consiste
en que va uno, llega frente a otro, o al revés, y se inicia una conversación
sobre el tema que sea, fútbol o política nacional principalmente. Uno larga lo
que le da la gana y el otro le contesta en un inglés de parvulario, tipo yes,
I do, o perhaps, etc. Y así todo el rato. Con la práctica, el mero
hecho de forzarse mañana, tarde y noche, va haciendo que el inglés vaya
fluyendo cada vez con más soltura, hasta que pasados varios meses acabes
cantando La traviata, pero en inglés, claro está. No me digas que no, que
el método no es simplemente la hostia (*). Sin viajar a Londres ni gastar
un duro. Olvídate del Basil Potter y del método del jeta ese del Vaughan. Darle
a la sin hueso sin parar y ya está. Y olvídate también de Dublín, que
para cerveza, la checa. Mira qué fácil.
(*) ¡Ojo! admitidos por la RAE.
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