Argimiro era un hombre
absolutamente normal, cabeza, tronco y extremidades, como a todos nos enseñaron
en el bachillerato, allá por los años cincuenta del siglo pasado, a pesar de la
dictadura. O precisamente por ella, porque las dictaduras aprecian mucho lo
evidente, no les gusta complicarse la existencia con construcciones
intelectuales complejas. Lo bueno y lo malo; arriba y abajo. Ese tipo de cosas,
comúnmente conocidas como dicotomías, que los enemigos del sistema suelen
llamar maniqueísmo. Pura demagogia, sin embargo, en opinión de los próceres del
régimen y del Alto Mando. Pues bien, Argimiro, como se dijo al principio, era
un hombre absolutamente normal con un comportamiento también normal, sin
excentricidades ni salidas de tono de difícil encaje en las dictaduras, como
bien puede comprenderse dicho lo dicho, y más aún si se ha vivido en ellas. En
cualquier caso, quizás sea conveniente señalar que siendo lo anterior cierto, Argimiro
presentaba una característica poco común que algunos, en general los más
allegados, podían llegar a considerar una cualidad, casi una virtud. Y era,
para decirlo pronto, su afición a los martillos, de los que en su estudio junto
al dormitorio tenía una cantidad fuera de lo común. Y los tenía de todos los
tipos. Para no ser exhaustivo, desde el habitual de carpintero hasta el de bola
de fontanero, más pesado y aparatoso, pasando por otros intermedios con muchas
variantes que aquí no se especifican por no ser de interés general. De esta
afición quizás lo más llamativo era que, siendo una colección que como tantas,
permanecía ubicada en un lugar fijo como si se tratara de un museo, resultaba
que Argimiro, en determinadas circunstancias difíciles de precisar, el hombre
utilizaba los martillos personalmente. Estaba, por ejemplo leyendo
tranquilamente o viendo la televisión, o incluso dando una cabezada o
descansando en la cama cuando, de repente, se levantaba, se dirigía al estudio,
seleccionaba uno de los martillos y salía de inmediato a la calle.
Verle así, sobre todo para quien
no le conocía, podía parecer un tanto pintoresco, un tipo de mediana edad bien
trajeado bajando en el ascensor, o en plena vía pública andando a buen paso con
un martillo en la mano, y dando toda la impresión de estar buscando algo, labor
que podía llevarle un buen rato pues ese algo no era cualquier cosa.
Normalmente la acción transcurría en un parque cercano o en un descampado no
demasiado lejos de su domicilio, en donde enseguida se ponía a buscar el objeto
de sus pesquisas, que se trataba ni más ni menos que de una piedra, pero
no una piedra cualquiera sino una totalmente natural, de las de toda la
vida, que antes abundaban por doquier y ahora resultan difícil de encontrar.
Como, por otro lado, también pasa, sin ir más lejos con las gallinas o los
burros, tan frecuentes en nuestra infancia y hoy prácticamente extinguidos. Pues
bien, al encontrar la piedra, Argimiro se dirigía a ella casi con unción
pero con paso decidido, y sin la menor vacilación, después de tantearla un instante
y comprobar su tamaño y textura, la sacudía un martillazo con todas sus
fuerzas, o varios según fuera necesario, hasta terminar con ella. Y en
ocasiones reduciéndola prácticamente a polvo. Luego, muy ufano de su actuación,
miraba su obra y regresaba a casa muy despacio como si acabara de realizar una
misión sobresaliente que casi le había dejado exhausto. La puta piedra,
se le oía exclamar con frecuencia entre dientes.
Y esta era la principal
característica de Argimiro, que la dictadura siempre valoró positivamente a
pesar de su excepcionalidad, con toda certeza por el amor al trabajo bien hecho
y las cosas simples, que siempre fueron una cualidad irrenunciable del sistema.
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