sábado, 10 de noviembre de 2018

DICTADURAS


Argimiro era un hombre absolutamente normal, cabeza, tronco y extremidades, como a todos nos enseñaron en el bachillerato, allá por los años cincuenta del siglo pasado, a pesar de la dictadura. O precisamente por ella, porque las dictaduras aprecian mucho lo evidente, no les gusta complicarse la existencia con construcciones intelectuales complejas. Lo bueno y lo malo; arriba y abajo. Ese tipo de cosas, comúnmente conocidas como dicotomías, que los enemigos del sistema suelen llamar maniqueísmo. Pura demagogia, sin embargo, en opinión de los próceres del régimen y del Alto Mando. Pues bien, Argimiro, como se dijo al principio, era un hombre absolutamente normal con un comportamiento también normal, sin excentricidades ni salidas de tono de difícil encaje en las dictaduras, como bien puede comprenderse dicho lo dicho, y más aún si se ha vivido en ellas. En cualquier caso, quizás sea conveniente señalar que siendo lo anterior cierto, Argimiro presentaba una característica poco común que algunos, en general los más allegados, podían llegar a considerar una cualidad, casi una virtud. Y era, para decirlo pronto, su afición a los martillos, de los que en su estudio junto al dormitorio tenía una cantidad fuera de lo común. Y los tenía de todos los tipos. Para no ser exhaustivo, desde el habitual de carpintero hasta el de bola de fontanero, más pesado y aparatoso, pasando por otros intermedios con muchas variantes que aquí no se especifican por no ser de interés general. De esta afición quizás lo más llamativo era que, siendo una colección que como tantas, permanecía ubicada en un lugar fijo como si se tratara de un museo, resultaba que Argimiro, en determinadas circunstancias difíciles de precisar, el hombre utilizaba los martillos personalmente. Estaba, por ejemplo leyendo tranquilamente o viendo la televisión, o incluso dando una cabezada o descansando en la cama cuando, de repente, se levantaba, se dirigía al estudio, seleccionaba uno de los martillos y salía de inmediato a la calle.
               Verle así, sobre todo para quien no le conocía, podía parecer un tanto pintoresco, un tipo de mediana edad bien trajeado bajando en el ascensor, o en plena vía pública andando a buen paso con un martillo en la mano, y dando toda la impresión de estar buscando algo, labor que podía llevarle un buen rato pues ese algo no era cualquier cosa. Normalmente la acción transcurría en un parque cercano o en un descampado no demasiado lejos de su domicilio, en donde enseguida se ponía a buscar el objeto de sus pesquisas, que se trataba ni más ni menos que de una piedra, pero no una piedra cualquiera sino una totalmente natural, de las de toda la vida, que antes abundaban por doquier y ahora resultan difícil de encontrar. Como, por otro lado, también pasa, sin ir más lejos con las gallinas o los burros, tan frecuentes en nuestra infancia y hoy prácticamente extinguidos. Pues bien, al encontrar la piedra, Argimiro se dirigía a ella casi con unción pero con paso decidido, y sin la menor vacilación, después de tantearla un instante y comprobar su tamaño y textura, la sacudía un martillazo con todas sus fuerzas, o varios según fuera necesario, hasta terminar con ella. Y en ocasiones reduciéndola prácticamente a polvo. Luego, muy ufano de su actuación, miraba su obra y regresaba a casa muy despacio como si acabara de realizar una misión sobresaliente que casi le había dejado exhausto. La puta piedra, se le oía exclamar con frecuencia entre dientes.
          Y esta era la principal característica de Argimiro, que la dictadura siempre valoró positivamente a pesar de su excepcionalidad, con toda certeza por el amor al trabajo bien hecho y las cosas simples, que siempre fueron una cualidad irrenunciable del sistema.

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