Cuando la luz se
apaga y da paso a una noche que no se prolongará demasiado, sé que no soy el único que trato de dormir
pronunciando tu nombre. Hay otros
paredaños, o en todo caso, próximos, que lo invocan, y desean que descienda sobre ellos la
oscuridad, que al menos de momento, les
permita olvidarlo. Y tú sabes que no
hablo solo de ti, sino también de otros que como yo el tuyo, traen todos a este cautiverio tratando de
olvidarlos: renuncias que uno se impone cuando, por razones que ignora, no es capaz de vivir sin un puñal clavado en
el corazón. Masoquismo, dicen los
entendidos, que nos hace disfrutar con
la negación de lo más amado, que viene ser como una forma superior de entrega, pues
en ella no solo se da la emoción del instante, sino la que alienta dentro de
cada uno toda la vida. No es fácil de
entender, y menos de aceptar por quien
no ha disfrutado de esta clase de amor, que hace de la negación su virtud más sublime.
Decidí entrar en
Clausura en el preciso momento que tuve totalmente claro que mi vida sin ti
sería inexplicable, y que en ella solo cabría el sinsentido y la miseria, pues fui
consciente de que aquella forma de amor profano era pura banalidad, y de hecho
su condena de antemano, pues llegaría el tiempo en los que la frecuentación y
la familiaridad harían de nuestra relación pura rutina. Y yo, en aquél momento fui egoísta, y no
quise admitir que aquella pasión que me
embargaba podría diluirse poco después en la trivialización de la convivencia y
la tristeza de la entrega de unos cuerpos hechos para la finitud y el
acabamiento. De ninguna manera quería
admitir lo que en su día dijo el poeta francés:”la chair est triste, hélas!, et
j’ai dejà lu tous les livres” (*). Era un egoísmo intenso, un furor que me hizo
comprender en el instante en que me sentía más cerca de ti, que solo la renuncia
podría preservarte a mi lado.
Ha pasado ya
mucho tiempo, y como podrás suponer no sé nada de ti, pues la Regla nos prohíbe
el acercamiento a los seres amados de este mundo, y desde un principio decidí
que solo olvidándote podría hacerte presente como cuando te conocí, sin los
avatares que sin duda se habrán presentado en tu vida y que puedo imaginar, pero
no saber. A veces mi corazón se enternece,
y pienso que quizás me recuerdas, y sientes la punzada de
tristeza que a mi mismo me alcanza en ocasiones. No sabes como en los momentos más
insospechados cruza tu sombra delante de mis ojos: meditando en los misterios
de la vida del Señor en los Maitines, o cuando caminamos fraternalmente por el
claustro rezando nuestras oraciones. Y sobre todo, cuando en la huerta, me
afano trabajando la tierra que se abre ante mi como una grieta a la que miro
absorto recordando tu sonrisa. La misma
que no me abandona en los momentos más duros, instantes en los que por un
momento envidio a la gente que pasea,
feliz o atribulada, al otro lado
del muro que nos separa del mundo. Sin
embargo, últimamente, y debo confesarte esto al final con cierta tristeza, incluso
con amargura, son cada vez más frecuentes los momentos en que mi cabeza parece
haberse vaciado del mínimo rastro de emoción, como si la vida aconteciera
siguiendo un destino ineluctable que todo lo iguala. Y de la misma manera que
evoco tu sonrisa , puedo extasiarme ante acontecimientos minúsculos, e incluso
ante la pura visión de algo que antes ni percibía, y que lo mismo puede ser el
vuelo de una mariposa, una flor entreabierta o un escarabajo que se pasea
perezosamente sobre una hoja de lechuga. Ya me lo dijo en su día el padre prior:
hermano, prepárate, pues cuando menos te lo esperes se producirán en ti unos
cambios que no sabrás explicarte, y que harán que a partir de ese momento no
haya vuelta atrás. Creo que esto me está
sucediendo ahora, y a pesar de lo que te dije al principio, ya hay noches en
los que al poco de irse la luz, solo percibo una oscuridad tenue que me va
rodeando y en la que parezco diluirme, sumergiéndome en ella como quien cae en
un pozo que parece no tener fin. Tú ya no estás allí, mi amor, ni sé dónde
buscarte.
(*) El monje se
refiere a los famosos versos del poeta francés Stéphane Mallarmé: ”La carne es triste ¡ay! y (ya) he leído
todos los libros”.
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