Para mí, qué
querés que te diga, solo existís vos y tu culo. Sí, podés añadirle si te gusta,
la trompita, esos labios carnosos que tenés y que desde el primer día que los
vi me hicieron suponer otras delicias, pero dejáme de momento concentrarme en
ese lugar que al verlo por primera vez, supe que no me haría falta otra cosa. Aunque
te dieras la vuelta y fueras una bruja o un dragón, yo aquello lo quería solo
para mí. Suponer mis manos masajeando aquella hermosura, y pensar en la
felicidad suprema fue todo uno. Claro que de mi
familia de panaderos me llega la afición por las harinas, pero no
importa, y estoy seguro que siendo un agente de seguros, fontanero o corredor
de bolsa, al ver lo que vos tenés, hubiera tirado mi carrera al carajo, y con
seguridad me hubiera dedicado a la
felicidad de tu popa. Y a mi propia felicidad, pues no puedo imaginar otro
lugar ni otro instrumento que me pudieran proporcionar tanta alegría y hacer
surgir tanto deseo. En ocasiones pienso que llegaste a mi vida en el momento
justo, cuando una despedida me tenía malherido, pero creéme, al verte y
calibrarte olvidé de inmediato ese dolor pasado, como si vos hubieras llegado
en el momento justo para sacarme de la cabeza a la otra, la que decidió que
aquél boludo estaba mejor armado o, andá vos a saber, que en ese sentido nunca
tuve dificultades, y mi natural modestia se equipara con el porcentaje
habitual. Vos me entendés. Sé que te puede herir verte considerada como un objeto,
pero te equivocás si lo pensás así, que afortunadamente cuando te diste la
vuelta y te vi por primera vez, supe que eras vos la que me estaba destinada, pues
ni rubia ni trigueña, totalmente morocha, y esa cara tan linda que enseguida me
sugirió otras excursiones, sabiendo que quien era así no podía sino guardar
secretos deliciosos para el hombre que la ama. Y ahora que ya me conocés y
puedo ser sincero, te diré que de tus ojos negros y tu boca enseguida imaginé unos pechos firmes coronados de unas areolas
oscuras y grandes, en las que los pezones
se ofrecían a mi boca como a la de un lactante, sediento de vos misma. Que lo pienso y me acuerdo de aquél día, y aun
me entran escalofríos de placer, pues raramente se ve uno enfrentado, de
repente, a quien le sugiere tanto como vos a mí aquel día. Luego es cierto, que
los días pasaron y una vez establecida la relación y consumada la pasión con un
desenfreno diario, las cosas vuelven a su curso habitual y se aminoran, y unos
labios por muy sugerentes y ofrecidos que sean, acaban siendo unos labios, y un
pelo como el tuyo, negro azabache, por más que siga valorándose su densidad y
textura, acaba siendo un pelo no más, y tus ojos oscuros de turca, que aúnan la ternura y el fuego, serán
siempre lindos, pero ojos al fin y al cabo. Y tus piernas largas y bien
torneadas, tus caderas como asas de
ánforas griegas y tu cintura mínima. Y tus oscuros pezones como ojos
escrutadores cuya simple visión me provocaban una especie de delirio, del que
difícilmente podía regresar con el agua que, riéndote, me arrojabas
delicadamente a la cara para que los soltara. Todo ello, apasionante, palidecía
ante tu culo, que me suscitaba solo con
verlo, la sensación de sumergirme en un mar inacabable o en un campo de algodón
al sol de la mañana antes de que el de mediodía lo sofoque. Atraparlo con las
manos bien abiertas y acariciarlo lentamente con aceites perfumados como si se
tratara de una masa de harina, que solo espera la levadura para fermentar y
hacerse pan. Y no te digo abrirlo como a una fruta madura, y encontrar allí,
que sé yo, el Amazonas, el Paraná, el Orinoco, las fuentes del Nilo, la
perdición de los hombres, que solo buscan el regreso y encuentran en esos
humedales la puerta de acceso al paraíso. No te preocupés mi amor, y pensés que
algo ha variado. No me hagas gestos de tristeza porque imagines que no te amo,
bien al contrario, aunque debo reconocer que empecé al revés de lo habitual, es
decir por el culo, ahora es tu rostro el
que no se me va de la cabeza.
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