La verdadera historia de Isaías Pérez Berrocal,
alías Rasputín, nunca se ha llegado a saber con el detalle que sus admiradores
agradecerían. Se sabe, eso sí, que su apodo, que se hizo famoso al poco de
subir a los escenarios, era debido precisamente a todo lo contrario de lo que
podría suponerse, es decir, a que era totalmente barbilampiño. Ni un solo pelo
en su supuesta barba. Claro que eso justificaba su voz de vicetiple, o si se
quiere ser más culto o estrictamente melómano, castratti. Que de castratti
nada, si uno da pábulo a los rumores y leyendas que por aquella época circularon
en torno a su apabullante masculinidad. De hecho se ha llegado a afirmar que no
hubo obra en la que interviniese en la que la soprano, la mezzo soprano, la
contralto o cualquiera de las chicas del coro, si lo había, no se llevase buena
muestra de ello. La forma ya es otro cantar, aunque tampoco hay que hacer un
esfuerzo desaforado para imaginar las variaciones posibles. E incluso
hay quienes llegan a afirmar que el tenor, el barítono o el bajo en más de una
ocasión también se llevaron lo suyo.
Por otro lado,
con independencia de sus actividades musicales, Rasputín llevaba una vida
licenciosa que ocultaba escrupulosamente. Acudía puntualmente a todos los ensayos
y cada vez que era requerido por la orquesta, la acompañaba en sus frecuentes
giras por el país, pero nada más. Con sus compañeros mantenía una relación
estrictamente profesional a pesar de lo dicho más arriba, pues cuando las cosas
tomaban otro cariz, siempre dejaba claro que él era una persona que se limitaba
a cumplir con sus relaciones de una forma exclusivamente mecánica, lo
que le causó algunos problemas de celos, especialmente cuando sus devaneos
implicaban un cambio de género. Por poner un ejemplo: pasar sin previo aviso de
la contralto al barítono o viceversa. Se sabe que en las largas temporadas que
permanecía sin actuar (hay que tener en cuenta que su tipo de voz tan especial
solo era requerida para ciertas obras), regentaba un club de alterne ubicado en
pleno barrio chino de la capital llamado “El lagarto azul”, en el que aparte de
ejercer como patrón, se vestía todas las noches de señorita con mucho éxito,
utilizando cuando era menester un pequeño apartado, en donde atendía a sus
admiradores y admiradoras de la misma manera que lo hacía en las bambalinas y los
camerinos de los auditorios y los teatros. Ni que decir tiene que el utensilio
del que se valía para ello era objeto de minuciosos cuidados, pues si bien la
función hace al órgano, como solía repetir, a éste no había que descuidarlo, y
era tratado con la mayor benevolencia con aceites y ungüentos perfumados,
netamente visibles en las repisas de sus toilettes.
Su vida, por lo
tanto, transcurría sin mayores dificultades, pues a pesar de los devaneos tan
habituales en su quehacer, conseguía mantener un orden escrupuloso debido a una
estricta disciplina, consecuencia sin duda de las características de su
temperamento, y posiblemente de las virtudes adquiridas en el servicio militar,
en el que desempeñó el papel de
ordenanza a las órdenes directas del Coronel Padilla, del que a estas
alturas solo se sabe, según dejó por escrito, “un hombre con un imponente
mostacho color tabaco y unos ojos verdes increíblemente bellos” (sic). Y que
cada cual saque sus propias conclusiones. Las mías, sin ir más lejos, son que
aquello fue una magnífica puesta a punto para su futuro inmediato, si excluimos
el asunto de su voz. Creo que se me entiende.
El problema de verdad para Pérez Berrocal
surgió precisamente cuando en el transcurso de unos meses, debido al parecer a
una infección aguda de sus cuerdas vocales, le cambió totalmente la voz, y pasó
como quien dice de la noche a la mañana, a tenerla grave de asustar, lo que le
descalificó de inmediato para actuar como castratti, único papel para el
que era requerido. Pero no solo eso, pues con el bar también tuvo sus
complicaciones, ya que si abundaban los clientes aficionados a encontrar una sorpresa
debajo de una falda, no pasaba lo mismo con su nueva apariencia, que no
engañaba, pues no solo le cambió la voz de aguda a aguardentosa, sino que le
salió una barba negra y tupida que incluso atemorizaba a los osos, que
tenían varios locales en las inmediaciones del suyo. Esta situación supuso para
él un grave problema, que solo pudo solventar un año después, cuando tuvo la
idea de montar una mercería en compañía de uno de sus admiradores de “El
lagarto azul”. El tipo en cuestión era un hombre mayor y bastante delicado en
todos los aspectos, pero con una afición irrefrenable a los solos de flauta
y que, en su arrebato por Rasputín, hacía accesorio su aspecto físico de
camionero. La vida de nuestro héroe cobró entonces una inesperada tranquilidad,
que le hizo olvidar los ajetreos previos con la orquesta, y que poco después le llevó a prescindir del
bar de copas, satisfecho o resignado con las maneras de Paquito, que así se
llamaba su socio. Incluso se dice que poco antes de su óbito (por causas no del
todo claras), se casó con una de sus clientas habituales de la mercería, que
tomó de inmediato las riendas del negocio, en el que Paquito pasó a tener una
función totalmente subalterna dedicado a la costura y los arreglos de ropa,
aunque no se descarta que atendiera a sus socios en sus necesidades más íntimas,
quedando claro con ello que el hombrecillo no le hacía ascos ni a la carne
ni al pescado. Nos hubiera gustado saber con más detalle las anécdotas que
sin duda tuvieron lugar en esta etapa de la vida de Isaías, pero lo inesperado
de su temprano adiós nos lo impide momentáneamente, a no ser que Elisenda, su
mujer, se decida finalmente a hablar.
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