Es de noche cerrada y la actitud más natural y
digna de un mamífero no trastornado sería dormir apaciblemente y tener
sueños reconfortantes, que al día siguiente se puedan contar a las amistades
sin que estas lleguen a inquietarse o a sentir cierto rubor. Todo lo anterior
es cierto, pero algunos primates superiores, llegado el caso, pueden
tener una tendencia preocupante a saltar por la ventana.
Mi amigo llegó de madrugada y enseguida se
disculpó con vagas alusiones al funcionamiento defectuoso de los trenes de
largo recorrido y el mal estado de las carreteras. Le hice pasar y le rogué que
se sentara en el salón para descansar y que me contara lo sucedido, lo que hizo
con una tranquilidad pasmosa como si presentarse en casa de alguien a las tres de
la mañana fuera algo natural a lo que estaba muy acostumbrado. Al poco de
empezar a charlar, me di cuenta con horror de que no tenía dientes. Ni siquiera
uno, por lo que le hice levantarse y le puse de patitas en la calle de una
forma poco elegante, eso debo reconocerlo. Hoy en día existen unas dentaduras
postizas perfectas para evitar situaciones como la acontecida. Y no digo nada
de los implantes, a un precio más que asequible. El que yo sea dentista,
créame, no tiene nada que ver con el asunto.
La lucecita de El Pardo vela por nosotros,
eso no lo dudéis cuando por la noche os dispongáis a acostaros esperando que
mañana sea un día tan feliz como los anteriores, a los que su existencia
nos tiene tan acostumbrados. Que quien enciende o apaga tal lucecita originara
hace casi cuarenta años una hecatombe casi bíblica, con medio millón de
muertos, dos millones de exilados y cien mil fusilados, es lo de menos. La
guerra introduce en el devenir de las naciones una variante que suela redundar
en su propio beneficio. Preguntádselo si no a los habitantes de Troya, por
lejanos que os parezcan.
A las seis de la mañana ha cogido la desagradable
manía de levantarse y mirarse desnudo en el espejo de cuerpo entero del
estudio, y debo confesaros una cosa: me doy miedo. No puedo percibir, sin
embargo, qué parte de mi anatomía me lo provoca. Si mis ojos somnolientos o una
crispación inútil de mis manos a esas horas. O quizás el estado lamentable de
mis muslos que día a día van adquiriendo la consistencia y textura de los de
una gallina vieja. Pero no, es más que posible que sean mis testículos, que
llevados por la fuerza de la gravedad se van aproximando inevitablemente a las
rodillas. Aunque si lo pienso bien, eso más que darme miedo podría darme risa y
provocarme una carcajada intempestiva a esas horas. Tengo que pensármelo bien,
Quizás trastoco los términos, y más que miedo es posible que lo que sienta es
una profunda alegría, que reprimo. Va a resultar que se trata de eso, y que
pronto mis despertares van a ser una auténtica orgía de felicidad incontrolada.
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