Está dormido en su cama dentro de su
habitación, y seguramente estará soñando sus sueños, que según me ha
contado son invariablemente optimistas, y suponen un estímulo a la mañana
siguiente para vivir su vida con la perspectiva de un futuro mejor. Todo
eso es cierto y me reconforta conmigo mismo, pues es poco probable que esté
sobre aviso y ofrezca resistencia,
porque de la misma manera, mi cuchillo es mío y mi mano también,
y tengo la seguridad de que ambos no dudarían ni un instante en hundirse en su
pecho por mucho que fuera suyo. No soporto a los optimistas irredentos.
Tengo miedos a los leones. Pero decir eso
es una idiotez, porque los pobres, los pocos que quedan, están más que localizados,
incluso con un collarín, en la sabana africana y unos cuántos
zoológicos. Pero los hechos son los hechos y yo, que vivo en un décimo piso de
uno de esos enormes edificios hoy tan de moda, temo que aparezcan en cualquier
rincón de mi casa. Al abrir, por ejemplo la puerta del cuarto de baño. O en mi
habitación cuando voy a acostarme. Me extraña este temor, porque debo confesar
que esos felinos siempre me cayeron bien, posiblemente por su característica de
mamíferos, y porque de alguna me recuerdan a los perros, a los
que siempre he adorado. Otra cosa serían los tigres, gatos
gigantes que justificarían mi fobia.
He comentado a mi psicoanalista el problema con
los leones, y me ha preguntado si he tenido alguna experiencia negativa
con ellos cuando de niño iba al circo con mi madre. O si veo en
exceso los documentales de la televisión, en donde con frecuencia se les
presenta como unos asesinos que matan a los cachorros de las leonas para
que éstas entren en celo. Le he respondido que ninguna de las dos cosas, y me
ha dicho que menos mal, pues si fuera así, se trataría de un complejo de Edipo
no resuelto, lo que a mis setenta años sería problemático. Me ha aconsejado finalmente
que intente ir al zoo con frecuencia, y que permanezca un buen rato
observando a esos bichos en sus jaulas, a lo que le he respondido que me
parecía una buena idea, siempre que me descontara del importe de la minuta
de la sesión el traslado a dichas instalaciones y la entrada al recinto.
He ido al zoológico varias veces antes de volver a
la consulta. Mi terapeuta se ha alegrado mucho de que le haya hecho caso, pero
me ha advertido que eso forma parte de la terapia, y que no me va a descontar
ni un céntimo. Me ha aconsejado que intente tener fobia a otro tipo de
animales, todo lo exóticos que quiera, pero menos voluminosos que esa
fiera que me obsesiona, y aptos para transitar por casa sin problemas. Me ha
propuesto las arañas (sobre todo las peludas-especialmente la tarántula-
y la viuda negra), y también las escolopendras y los milpiés.
De hecho, ha terminado confesándome que a él le pasa a veces cuando abre el armario
de la cocina, pero sobre todo cuando va a utilizar la taza del retrete,
lo que indicaría sin lugar a dudas una represión de tipo homosexual, en cuyo
caso me aconsejaría visitar con cierta frecuencia el barrio de Chueca, donde al
parecer tienen la solución para ese tipo de problemas. Él ya lo hace y está encantado.
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